viernes. 19.04.2024
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Las ciudades

Gabriela Lemus Ruiz

Las ciudades

En aras del desarrollo se ha buscado afanosamente la urbanización de todo el país. La migración hacia las grandes ciudades dejó en desolación las zonas rurales.

La creciente industria de agroquímicos se apodero de la agricultura, los campesinos no pudieron seguirle el paso a los nuevos avances de la modernidad, muchos simplemente abandonaron sus tierras y emigraron, ya fuese hacia la ciudad o hacia Estados Unidos; los que siguieron cultivando contaminaron tanto la tierra hasta que se volvió estéril.

El acelerado crecimiento de la población urbana destruyó bosques enteros, la deforestación era tan sólo un daño colateral de la urbanización y en el “progreso” desaparecieron hábitats completos; así la biodiversidad sufrió un golpe irreparable. Ahora tenemos “reservas ecológicas”

Los campesinos se transformaron en obreros, trabajan 12 horas diarias, encerrados en una fábrica con sueldos absurdos, sólo les importa la paga. Algunos lo dicen abiertamente, “odian sus trabajos”, pero en la situación actual, trabajar pasó de ser un derecho a ser un privilegio.

Ahora se comienza a ver una epidemia de fraccionamientos “campestres” a las afueras de las ciudades, donde los más afortunados pueden tomar un poco de aire fresco lejos del bullicio.

Los problemas de salud por el estrés y la ansiedad producto de espacios reducidos, del ruido excesivo y el poco contacto con la naturaleza, que en sus más fuertes manifestaciones pueden ser causa de la histeria y depresión, se yerguen hoy como las nuevas enfermedades de las grandes urbes.

¿Será que nuestra sociedad está condenada a la autodestrucción?

Las concentraciones de gente en las grandes ciudades sólo han dejado devastación, tanto en la naturaleza como en las relaciones humanas.

Cada vez los espacios son más reducidos; las casas son tan pequeñas que ni siquiera caben los muebles.

El que las personas ya no se conozcan entre sí y ya no tengan lazos de ningún tipo ha destruido el tejido social. La solidaridad y la confianza hoy son valores olvidados.

Recuerdo cómo trabajaba mi abuelo en su milpa. Es cierto que no era trabajo fácil, todo el día en el rayo del sol, pero lo hacía con gusto. Toda la familia ayudaba, cada día se iba viendo cómo la tierra agradecía los cuidados y las semillas germinaban; después crecían, y vaya fiesta y gusto que se venían con la temporada de cosecha.

Ahora las familias se ven poco, trabajar la tierra se volvió un trabajo despreciable, hoy el campo está abandonado y toda la gente prefiere comprar los granos y vegetales, porque es mucho más caro producirlos que comprarlos.

En las ciudades tienes que cuidarte de todos; en las pequeñas comunidades todos cuidan de todos. La gente se conoce y se preocupa por los demás. No importa que no les agrades mucho; siempre estarán dispuestos a compartir su comida. La gente es más amable, sonríe con más frecuencia, vive su vida sin prisas, ponen el corazón en su trabajo. No importa que no te conozcan; te darán los buenos días y te invitaran un taquito aunque sea con nopales y chile.

No ambicionan grandes lujos ni dinero; piden solo lo necesario. Saben que lo demás se logra con trabajo y salud.

¿Qué pasaría si pudiéramos reproducir los valores de las comunidades rurales a gran escala? ¿Si recuperáramos algo de los valores de nuestros abuelos que confiaban en el esfuerzo y el trabajo, cuya honestidad era incuestionable?

Seguramente ahora les daríamos vergüenza. Les daría vergüenza esta sociedad en la que el honesto es un “pendejo” y el que sabe “transar” es listo.

Quizás a veces se sacrifica el desarrollo económico a costa del desarrollo humano, pero la respuesta sigue estando ahí, frente a nosotros, sólo que no queremos verla.

El mundo se cambia en pequeñas porciones. Conocer a nuestros vecinos, dar los buenos días, ayudar a los ancianos, respetar a las mujeres, negarnos a trabajar en negocios fraudulentos, participar en las decisiones gubernamentales, cuidar los recursos naturales. Enseñar a nuestros hijos una nueva manera de ver el mundo.

Quizás no podamos cambiar todo el mundo, es muy grande, pero podemos cambiar nuestro mundo.

Es necesario trabajar en el bien común y no solamente en nuestro propio bienestar.

Solo así cambiaremos el curso de nuestra sociedad, y nuestros hijos estarán felices de haber nacido en ella.

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