jueves. 18.04.2024
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Ese sutil sabor agridulce

Bertha Angélica Carpio Aragón

Ese sutil sabor agridulce

Esa línea tan delgada que separa dos mundos, uno de paz y luz ante uno de desasosiego y obscuridad, y todo cabe en el interior del ser humano. El punto en común es la pasión con la que se vive; la intensidad la marca el temperamento de la persona, y sólo la fuerza del espíritu las domina.

Ambos se filtran por los poros, inundando de hormonas el cuerpo. Razones opuestas lo motivan, pero ambos motivan a realizar acciones impensables, desde las sublimes hasta las despreciables. Por amor se han sacrificado reinos, se han declarado guerras y se han tejido y destejido historias sin fin, cual Helena de Troya.

Los amores se gestan, algunos, en vientres de madres que día a día, con sangre y nutrientes transforman las células en cuerpo de hijo, corazones que laten en un solo cuerpo, vinculados por cordones umbilical y emocional.  Un día se corta el primero para dar paso a este mundo, y luego el segundo para abrir los caminos a la independencia y autosuficiencia.

En nuestra vida podemos vivir amores inolvidables, sagrados, intensos, profanos, platónicos, demenciales, trágicos, prohibidos, apasionantes todos, que nos transforman, que redirigen nuestras vidas con matices distintos. Algunas veces nos sorprenden por inesperados, pero nos envuelven en su fascinación.

El amor se evoca y se provoca, surge, se da. El amor se construye cada día,  se hace haciéndolo, fundiéndolo, fundiéndose el cuerpo y las almas, con ritmos de danzas armónicas, de poros abiertos, de aromas, hormonas que juegan, sentimientos que exhalan, que crecen con esa fuerza que nace en la fusión de dos energías, potenciándolas infinitesimalmente, volcán de fuego que ebulle intenso, que arrasa, que crea y recrea tiempos nuevos, nuevos espacios dentro del mismo espacio infinito. El amor es la fuerza que construye, que mueve sin  límites. El amor es sagrado.

Esa misma intensidad del amar tienen las huellas que van dejando nuestros odios –algunas veces más visibles-, en  muchas ocasiones entremezclados, como el tejido de una trenza, donde se enrelazan historias, hechos u omisiones que se fueron gestando en nuestras vísceras, hasta llegar a odios enconados que culminan ocasionalmente en tragedias personales o hasta en abominables exterminios.

Los amores transgredidos, pasionales, nos arrastran irremisiblemente al odio, esa fuerza brutal y ciega que exige la destrucción, arma de doble filo que siempre que se usa corta en dos sentidos, fuerza que ciega, fuerza que arrebata los sentidos y obscurece la razón. Que por ciega y por obscura nos impide percatarnos de lo que vamos arrasando, al punto que destruimos recuerdos, honras, estimas, vidas, y con ello también la propia. El odio nos ata irremediablemente, nos ancla a lo odiado. Fuerzas avasallantes, polos opuestos, tesis y antítesis que marcan destinos de los seres humanos.

En medio del huracán de emociones en el que nos envuelven estos sentimientos, y que nos arrastran de manera vertiginosa, difícilmente podemos tomar decisiones claras y asertivas. Es difícil salir para tomar perspectiva. Las voces de terceros, que  ocasionalmente escuchamos tratando de auxiliarnos, son distorsionadas por la velocidad de nuestros sentimientos; no vemos que encajen con nuestra realidad enrarecida por la hecatombe. Es difícil ver asentar los guijarros en medio de un río en rápido movimiento.

Nuestra fuerza interior es la única que puede ayudar a darnos espacios y salir momentáneamente de la espiral que nos mueve, para tener una perspectiva necesaria para tomar decisiones que finalmente determinarán, en muchos casos, el rumbo de nuestra vida.

Cuántos repudios, separaciones, divorcios, cuántas vidas insatisfechas, deshechas, muertes y genocidios se habrían evitado a lo largo de la historia del hombre si a estas dos grandes fuerzas avasallantes se les hubiera equilibrado en su momento y desde la perspectiva. Aunque sin duda, también para muchos, habrían perdido el encantador arrebato de ese sutil sabor agridulce en su vida. 

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