miércoles. 24.04.2024
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A 40 años de la muerte de Alejo Carpentier

Homenaje al literato y ensayista
 
NTXF200424005
Alejo Carpentier
A 40 años de la muerte de Alejo Carpentier


¿Qué escritor de lengua castellana habrá cumplido a cabalidad ambos papeles escriturales: los del periodismo y los literarios?

      El lugar común señalaría, con prontitud, al colombiano Gabriel García Márquez, quien luego de que obtuviera el Nobel en 1982 empezaron a salir a la luz las recopilaciones de sus trabajos cuando fungía como reportero, acometiendo la Editorial Diana, en 2003, la antología definitiva en cinco tomos que suman un total de 3,274 páginas; pero siempre se hace a un lado a Alejo Carpentier, cuya obra periodística es, acaso, más significativa porque no se dedicó, como sí lo hizo García Márquez, a darles vuelta a cientos de cables “curiosos” que llegaban a la redacción, sino forjó, debido al interés que ponía en cada tema que abordaba, breves y acuciosos ensayos a partir de lo que miraba y escuchaba, sobre todo en los campos de la música y el cine, compendiados en cinco volúmenes: La música en Cuba (Editorial Letras Cubanas, 1979), Ese músico que llevo dentro (Editorial Letras Cubanas, 1980, en tres tomos) y El cine, décima musa (Lectorum, México, 2013), sumando, todos juntos, 2,138 páginas… pero, hasta hoy, aún no está reunida toda la labor periodística del autor de Concierto barroco.

      ?Es, Carpentier, el literato latinoamericano que mejor entiende, y describe, la música clásica ?dijo a Porfirio Romo (el editor de Carpentier en México) la tarde del viernes 24 de mayo de 2013, en el bar La Flor de Valencia, Eusebio Ruvalcaba (1951-2017), de los mejor dotados para hablar y escribir sobre la música de concierto, hijo, al fin, de don Higinio, tal vez el mayor violinista que ha tenido nuestro país.

      Y Eusebio ?uno de los más procelosos escritores de la música clásica (en 2013 publicó una breve antología de su crítica sonora con el título de Temporada de otoño (Almaqui Editores)? escuchó que Porfirio Romo le decía que Erik Satie era uno de los músicos cobijados por Carpentier. Y yo me quedé pensando, testigo de ese encuentro, pensando, pensando… hasta que ya, en casa, consulté los tres tomos voluminosos del autor cubano para corroborar dichas certezas e intuiciones, y lo que hallé me dejó impávido, ya que no recordaba con precisión a quién Carpentier mencionaba con mayor constancia, resultando victorioso nada menos que Igor Stravinsky, con 252 páginas dedicadas enteramente al compositor ruso, seguido de Richard Wagner (186), Debussy (185), Schönberg (168), Beethoven (127), Milhaud y Ravel (ambos con 125 referencias). Satie sólo obtuvo 44 páginas, ¡tres más que nuestro Carlos Chávez!

 

 

Igor Stravinsky

 

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Pero no sólo de ese género cultivado escribía Carpentier, sino también de la música popular. Entendido en el arte sonoro (incluso reparaba en los estudios directamente de las partituras), no había tema que eludiera. En sus recopilaciones periodísticas, Carpentier no deja fuera ninguna corriente de la música, y las aborda con precisión y de manera desprejuiciada e inteligente: en su momento le dio la bienvenida al rock and roll sin poner, como tantos otros comentaristas del arte musical, el grito en el cielo (¡como Carlos Monsiváis en México, aunque parezca incierto, si bien con el paso de los años reculó para darle su lugar al rock!). Del mismo modo que desmenuza con paciencia la música, se sumerge en lo más profundo de la América ignota.

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En su texto intitulado “Polémica y crítica”, publicado el 9 de junio de 1954 en Caracas, Alejo Carpentier nos recuerda las palabras del musicólogo argentino Enzo Valenti Ferro: “En un tiempo creí en la crítica objetiva. Pero la experiencia me ha hecho cambiar de opinión. Sostengo que la crítica no puede ser objetiva. Aún más: debe ser profunda, valiente y apasionadamente subjetiva. Yo no puedo juzgar con frialdad las expresiones artísticas que me apasionan, ni las pseudo obras de arte que abomino. Servir con fervor o intransigencia debe ser el deber de la crítica”.

      En seguida, Carpentier apunta: “Bien. Pero en ese caso el crítico se convierte en polemista al servicio de tal o cual estética, de tal o cual escuela, o modo de considerar el problema de la creación musical. Ya se sabe que toda crítica tiende a ser más o menos subjetiva, ya que se basa, fundamentalmente, en una opinión personal. Nadie se presta de buenas ganas a alabar lo que detesta, lo que choca con su sensibilidad, lo que parece sencillamente desagradable”.

      Sin embargo, sabedor de lo que decía, Carpentier aclara: “Pero debe recordarse también que al subjetivismo crítico debemos algunas de las más grandes injusticias cometidas, desde hace siglos, con muchas obras de arte que se revelaron, en el correr del tiempo, como creaciones capitales. No hay por qué citar los ejemplos de juicios erróneos acerca de la Novena Sinfonía, de la obra de Wagner, de Debussy y Stravinsky, que se constituyeron en triste antología... Pero... ¿y si se admite, por otra parte, que el objetivismo del crítico sólo puede ser muy relativo?”

      No conforme con sus premisas, nos pone ejemplos: “Puede usted sentir la mayor antipatía por la obra de Berlioz, pero no puede negar que el autor de la Sinfonía Fantástica hizo cristalizar un cierto tipo de expresión romántica, y se adelantó, en cerca de un siglo, a la técnica instrumental de su tiempo. ¿Esto, acaso, carece de importancia? ¿No obliga al crítico más apasionado a enfocar la cuestión con cierto objetivismo?”

 

 

Hector Berlioz

 

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Un año antes, en 1953, Carpentier había publicado en el mismo periódico, El Nacional de Caracas, una nota sobre el humor crítico de Satie: “Un día que andaba mal de finanzas (¿y cuándo no andaba mal de finanzas Erik Satie?) lo nombran crítico musical de un diario. Y lo mandan a reseñar el estreno de una ópera de Ambroise Thomas”.

      He aquí el texto de Satie: “A poco de sentarme en mi butaca me doy cuenta de que he perdido mi paraguas. ¡Un paraguas tan bueno! No puedo quitarme la idea del paraguas de la cabeza. Y cuando termina el primer acto, corro adonde está la acomodadora para pedirle que me ayude a encontrar mi paraguas. Ella me lo promete. Y me instalo a escuchar el segundo acto, con algún alivio. Pero, apenas suena la introducción, vuelvo a pensar en mi paraguas. ¿Y si la acomodadora no encontrara mi paraguas? La angustia me oprime. Y termina el segundo acto, sin haber podido pensar sino en el paraguas. Corro a donde está la acomodadora. Me promete que hará lo imposible por encontrar mi paraguas. Me dice que no me desespere. Logra tranquilizarme un poco, y me dispongo a escuchar el tercer acto, pero en eso me pregunto si la acomodadora no me habrá mentido por serenarme. Esa idea me angustia, me atormenta. Y cuando termina el tercer acto, estoy desesperado por la idea de haber perdido un paraguas tan bueno. Pero... ¡no! La acomodadora no había mentido. Ahí estaba mi paraguas. Me lo entrega, sonriente, y salgo del estreno de la nueva ópera del señor Ambroise Thomas con verdadera satisfacción”.

      Huelga decir que Erik Satie duró un día como crítico del diario, dice Carpentier.

 
              Erik Satie

 

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Contra lo que pudiera suponerse (por aquello del escozor intelectual por la nueva música en esos primeros años luego de la aparición del término “rock and roll”, acuñado en 1951 por el programador de radio estadounidense Alan Freed, género visualizado con reticencias por personalidades como Jorge Luis Borges, quien apenas pudo reconocer la buena calidad musical de Los Beatles), por lo menos en la zona del castellano, no hubo otro crítico más entusiasta que el propio Carpentier al darle una cordial acogida a esta corriente musical: “Desde sus púlpitos, los predicadores de diversas congregaciones condenan el baile de moda, oponiéndole corno ejemplo la honestidad y sano esparcimiento, la rústica alegría de los barra dances de figuras. Pero el rock and roll se ríe de las censuras y conquista adeptos en todas partes, en tanto que los espíritus austeros denuncian su frenesí como un síntoma de desequilibrio en las nuevas generaciones”.

      Carpentier no veía “motivo para tanta alarma —escribió el cubano a principios de los sesenta en un ensayo que hoy se halla compilado en el segundo volumen de Ese músico que llevo dentro, colección bibliográfica que reúne en 1,446 páginas los 595 artículos periodísticos referentes a la música que escribiera en vida don Alejo Carpentier—. Su fórmula musical dista mucho de ser una novedad. Se trata de una fusión de elementos que coexisten en el jazz desde hace más de 40 años. Su ritmo es mucho menos desquiciado que el del mambo, por ejemplo. En lo que se refiere al baile, éste lleva el movimiento y el frenesí a sus extremos límites. Hay que ser joven para entregarse al rock and roll. Lo cual presupone agilidad, energía, destreza: las mismas cualidades que se necesitan para realizar un ejercicio gimnástico. No veo, pues, cómo puede considerarse inmoral y malsano un baile donde se baila por bailar. El rock and roll, reñido con toda etiqueta, con toda galantería, es algo que se destina exclusivamente a la gente joven (nadie imaginaría una dama en traje de noche y un caballero en smoking entregados a las ocurrencias del rock and roll), rica en energías que despilfarrar. Es, en realidad, el más inocente de los bailes. Queda el capítulo de su frenesí, que ciertas personas ven como una inquietante novedad. Pero la boga momentánea de ciertos bailes frenéticos es cosa que se observa a todo lo largo de la historia de la danza. Los romanos del Imperio conocieron fiebres parecidas. También nuestros abuelos conocieron formas de rock and roll... por no hablar del can can que tanto agradaba a Toulouse-Lautrec, y del cake walk, que inspiró a Claude Debussy la pieza final de su Children’s Comer”.

 

The Beatles

 

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Y haber dicho esto en los mismísimos años en que el rock causaba estupor y rechazo en las grandes ciudades no fue algo sencillo, sino un razonamiento arrojado. E intelectualmente valiente, aunque  Carpentier ignoraba, al igual que distintos transgresores y osados críticos, que varios lustros más adelante los roqueros con smokings y las roqueras en trajes de noche serían premiados por la industria discográfica por sus acatamientos e indulgencias, sometimientos e inalteraciones, a los reglamentos impuestos para mantener bien aceitada la maquinaria económica de la  música.

      No le faltaba razón a Carpentier cuando hablaba sobre la ingenuidad de esta venturosa música, temida y detestada en su inicio por las capas convencionales de la sociedad.

      Carpentier, en cambio, la recibió cordialmente. Sin ningún prejuicio de por medio. En México no fue sino hasta 1991 cuando el rock (ya sin el roll en la cola) adquirió su cartilla de identidad: 40 años después de iniciada, esta música dejó de ser, por fin, un elemento prohibido en la sociedad. No vayamos más lejos: aun autorizado el rock en el país, durante las administraciones panistas (de 2000 a 2012) no sé si en una delicada ironía o en un franco gesto de preocupación moral, ¡advertía el funcionariato que en este baile se vislumbraban ciertos rasgos de impropia procacidad!

      Carpentier seguramente se reía de esta apreciación desde su tumba, veinte años atrás sepultado.