jueves. 18.04.2024
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Una breve historia del amor

Por Enrique R. Soriano Valencia

Una breve historia del amor

El amor no es natural ni universal. Se da como un proceso dentro de la evolución y sus modalidades, como expresión de la cultura. El amor nace para el ser humano de la manera más prosaica: con la cópula. Al dar variedad antinatural a la cópula, los homínidos de los que descendemos también hicieron posible el desarrollo del cerebro, con las particularidades de nuestra especie. La noticia buena es, quizá, que el amor nos llevó a lo que somos, pero en ese trayecto el romanticismo está totalmente ausente.

Los homínidos más antiguos son las dos especies del Ardipithecus: ramidus y kaddaba. Habitaron en una zona de África hace, aproximadamente, 4.5 y 5.5 millones de años respectivamente. Este es nuestro antecedente más antiguo y ahí se dio esa actitud poco natural que llevó al desarrollo del cerebro y con ello, de la complejidad de sentimientos que acompañan a lo que hoy conocemos como amor, en diversas modalidades.

En todos los mamíferos –de los que formamos parte– el macho monta a la hembra. La deja preñada y la abandona; no hay filiación. Otros machos la podrían volver a montar, pero el primero tiene mayor probabilidad de dejar su progenie asegurada. Entre más hembras montadas, mayor posibilidad también.

La agrupación en manadas, de forma natural, no se debe al afecto o la devoción entre los mamíferos: es solo protección. Los lazos de filiación tuvieron en ese estado primigenio un carácter más de supervivencia, que de una de las variedades de amor.

El amor, como hoy lo definimos, nace con la modificación en determinados homínidos de la forma de reproducirse. Al utilizar las extremidades inferiores solo para trasladarse, el antecedente del hombre dotó a las superiores para otras funciones de mayor precisión. Con ello facilitó una cópula como no se da en otras especies: de frente, cara a cara. Esto, combinado con la reducción de los caninos (con ello dejó de ser una amenaza mostrar los dientes para convertirse en gesto de amistad) al cambiar la dieta, entonces los antecedentes del ser humano aseguraron la filiación. Ello también propició un factor de diferenciación, la cópula se asoció al placer y ya no solo a la reproducción, para asegurar una multiplicación permanente. Este factor representó el punto culminante para que la naturaleza empezara a moldear al hombre.

Esta modificación desarrolló y multiplicó un tipo de neuronas que están incipientes en especies cercanas: las neuronas espejo. Estas son responsables de la capacidad de diferenciación de los individuos. Es decir, como diría Violeta Parra, «…para distinguir en las multitudes al hombre que amo». Pero no es una particularidad del ser humano; todos los mamíferos poseen ese carácter. Ahí está el perro que reconoce perfectamente a su amo, amén de que sea el olfato el sentido de percepción para recordarlo y ubicar.

El ser humano fue dotado mediante la evolución a sentir amor… y el amor evolucionó con el desarrollo social.

La comunidad primitiva originalmente no difería de cualquier manada de mamíferos: un macho dominante, líder del grupo, con las hembras a su disposición. Pero el factor introducido por las neuronas espejo y la cópula de frente inició un proceso de identificación (en ambos sentidos del vocablo, de saber diferenciar y de reflejarse en otro individuo). Apareció entonces la selección de la hembra, ya no por un simple proceso de que se encontraba en la manada, sino por preferencia específica e, incluso, por apropiamiento procedente de otras manadas. La selección para apareamiento combinada con el placer, dio al incipiente amor las bases que hoy día todavía son vigentes (los bonobos y los seres humanos son los únicos mamíferos que tienen el sexo por placer).

Al apropiamiento de las hembras siguió el descubrimiento de la finitud. Al tomar consciencia el hombre de que su existencia llegaría a su fin, surge la angustia existencial y, por tanto, la necesidad de trascender. Con ello, aparecen dos formas de combatir lo finito: a través de la esperanza de vida después de la muerte (los primeros enterramientos rituales) y la necesidad de perpetuación de sí mismo a través de los hijos (la aparición de un rito nupcial). Entonces entra en la historia la familia (no necesariamente monogámica, pero sí con un solo macho).

En esa etapa el ser humano ya había descubierto la agricultura. Los primeros conocimientos e información empezaban a ensanchar el cerebro, a dotarle de mayor dinamismo. El ritual del casamiento trajo aparejada a esa sociedad más estructurada los primeros conceptos morales: la virginidad y la fidelidad, productos de la necesidad del varón de asegurar la extensión de sí mismo (los hijos). Con ello se aseguraba que quien heredaba los bienes propios era verdaderamente parte de sí.

Es decir, al amor de pareja siguió el amor filial, los grandes amores del ser humano.

Quizá demasiado prosaica la historia del amor; una historia sin romanticismo, que se cimenta en hechos concretos. Pero, finalmente, una de las muchas del género humano, que tuvo como resultado lo que somos.