martes. 16.04.2024
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¿RECUERDAS AVÁNDARO?

Avándaro en perspectiva(s): medio siglo de una historia que busca una grieta para respirar • Esteban Cisneros

Esteban Cisneros

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¿Recuerdas Avándaro?
Avándaro en perspectiva(s): medio siglo de una historia que busca una grieta para respirar • Esteban Cisneros


El fin de semana del 11 y 12 de septiembre de 1971 en Valle de Bravo, Estado de México, se escribió una de las historias más legendarias de la historia moderna nacional. El festival de Rock y Ruedas de Avándaro puede verse como el punto final de una etapa para la música popular o, como algunos prefieren, el inicio de un párrafo nuevo. Pero, ay, el tiempo nos ha enseñado que también podría verse como un hecho aislado, una anomalía de la historia de la música pop y la cultura en México que, sin embargo, resultó definitoria para muchas cuestiones. El Festival de Avándaro es más que el hecho en sí: es lo que mucha gente ha querido hacer de él. Así, podemos verlo como un ente imaginario (todos en la cultura, al final de cuentas, lo son), discursivo, simbólico; un acontecimiento que sucedió, sí, pero que lo que lo ha hecho importante es cómo se ha utilizado para validar discursos, sostener teorías, evidenciar fenómenos. Desde que se puso en marcha, se habló del festival de Avándaro desde la subjetividad total, pues se convirtió en el punto focal y estandarte de movimientos encontrados, de puntos de vista opuestos, de dos (o incluso más) universos cognitivos, de una polarización de valores, de diferentes maneras de entender el mundo.

El de Avándaro fue un festival que está marcado por los extremos en los juicios que se hicieron sobre él desde recién terminada su puesta en escena y en los que siguen haciéndose en nuestros días: para algunos —los que ganaban algo con esta narrativa— fue una orgía repugnante de vicio y decadencia, un sinsentido que sólo pudo tomar lugar en un ambiente de ingenuidad y estupidez total; para otros —los que tienen aquí su interés— es la idealización total del amor, la paz, la vindicación de la juventud y sus expresiones en nuestro país y el despertar musical de México. ¿Dos posturas insensatas? ¿Hay una verdadera y una falsa, o una más verdadera que otra? ¿Hay algún punto medio para lograr comprender mejor y de una vez por todas? ¿O será mejor dejarlo así para que el mito continúe y que siga sirviendo a quien quiera usarlo?

Rock y Ruedas comenzó como una ocurrencia y se convirtió en un gigantesco monstruo, una especie de Golem que fue a la vez bendición y maldición. En Valle de Bravo se organizaban carreras de autos (todo muy pijo) y se creyó buena idea fusionar el evento con la exhibición musical de un par de los grupos que estaban haciendo ruido en tardeadas, clubes y fiestas en el Distrito Federal. Lo que siguió fue que Armando Molina, manejador de muchos grupos y figura central de la escena rocanrolera (escribía los guiones para el segmento La onda de Woodstock del programa televisivo Hoy domingo de Jacobo Zabludovsky y tenía muy buenos contactos), consiguió un montón de bandas para conformar un improbable festival de automóviles rugientes y melenudos estridentes. La noción de una especie de Woodstock azteca, pero con veloces máquinas quemando gasolina, parecía prometedora.

Avándaro, como el rock (y como México, país y cultura), es una suma de contradicciones que logran una tensión que polariza, pues es difícil ver el otro extremo; de lograr verlo, la cuerda imaginaria cedería y, al destensarse, perdería tal vez todo sentido original. Y es justamente el sentido original de Avándaro lo que se ha puesto en juego discursivo desde aquel lluvioso fin de semana. El evento no habría sido posible sin instituciones como Telesistema Mexicano (no sólo en organización e infraestructura, sino también en las cruciales cuestiones de promoción) y los gobiernos local y federal no veían una particular amenaza en el festival; hay que decirlo: incluso hubo ciertos gestos de apoyo, como los famosos autobuses que el presidente Luis Echeverría cedió para la transportación del regreso de los asistentes. Como cualquiera de estos eventos masivos, no inició como una idea idílica, sino como una posibilidad de negocio. Y el rock aún no se había consolidado (¿alguna vez lo hizo realmente?) como la música que iba a gestar una cultura (o contracultura, para el caso) de cambio, revolución y regeneración; para muchos, incluso, era un producto imperialista más, una expresión comodificada accesible para apenas unos cuantos, en proporción.

Por otro lado, el festival representaba una posibilidad de ensayar una reunión juvenil masiva y demostrar que —como en la Plaza de las Tres Culturas y en las calles alrededor del Casco de Santo Tomás— una multitud quería y podía ser pacífica si las fuerzas del (des) orden no intervenían. Era, claro, la oportunidad de vivir un momento histórico (la conciencia automitificadora del rock siempre ha estado presente en él, desde Chuck Berry) y de probar, con mucho hedonismo de por medio, si la Era de Acuario era de verdad lo que se prometía; además, era una válvula de escape del aburrimiento, pues es cierto que aunque México era un ente más moderno, aún estaba anquilosado y estático hasta cierto punto; la música pop es uno de los escapismos más efectivos por su inmediatez y su tendencia a la conexión emocional, lo que la hace no sólo una diversión sino una posibilidad de construcción cognitiva. Y, claro, el xipiteca es gregario, la juventud lo es. A pesar de que la mitología y la cultura del rock ponen al individuo al centro de la experiencia, la colectividad es necesaria para completar el cuadro: compartir con otras personas significa reconocerse, confirmar ideologías, participar, ser una pieza en un mosaico que sólo alcanza su sentido en la suma de sus partes.

Llegado el día, comenzó a llenarse la carretera a Toluca de autos y caminantes. El ambiente debió ser intenso, por supuesto. Los jóvenes tenían fresco el recuerdo de la violencia de octubre del ‘68 y de junio del ‘71 en la parte de atrás de sus cabezas, aún doliendo, cosa que validaba por completo sus cuestionamientos al sistema de gobierno y al establishment institucional. Al mismo tiempo, se ponía a Woodstock como referencia, con su también tremendamente idealizada aura de buenrrollismo. La cultura juvenil estaba en su apogeo, con el acceso a productos culturales que se importaban pero que también se producían de manera local (con una influencia total de la música y la cultura anglosajona, aunque siempre con matices propios); los jóvenes estaban encontrando y consolidando nuevas maneras de comunicarse e interactuar, el país seguía construyendo infraestructura, la economía más o menos se movía y había una sensación de posibilidad. Además —si quiere verse así—, era ya el turno de México de entrar a la era de los festivales masivos de rock: Woodstock y Monterey Pop, sí; Isle of Wight en el Reino Unido, también; pero América Latina ya había puesto la pelota a rodar con el Festival de los Dominicos Piedra Roja en Chile (octubre de 1970), el Festival Buenos Aires Rock en Argentina (noviembre de 1970) y el Festival de Ancón en Colombia (junio de 1971) y México no iba a quedarse atrás. 

La oferta para el consumo juvenil también estaba —cómo no— en una tensión polarizada. Por un lado, era un negocio buenísimo; por el otro, un peligro latente. Había que incentivarla pero reprimirla; canalizarla pero demonizarla. Instituciones como la Iglesia Católica veían una amenaza a la tradición y, sobre todo, a la captación de fieles: era una campaña más clientelar que de valores; otras, como las familias, veían en los movimientos juveniles un posible desvío de los caminos seguros que aseguraban si no cierta prosperidad, al menos una estabilidad al seguir las sendas trazadas por la tradición. La política vio en los jóvenes una oportunidad de capitalizar discursos pero también un perfecto chivo expiatorio en caso de que las cosas se salieran de madre —y sabemos, no sólo porque ya conocemos la historia sino incluso por la misma dinámica de las cosas, que las cosas iban a salirse de madre—; tampoco es sorpresivo que los movimientos juveniles fuesen el pretexto para que la fuerza judicial de la nación, desde entonces cuestionada y cada vez más, demostrase que tenía que existir porque había peligros latentes para la sociedad. Está claro que los jóvenes, en colectivo, no eran un peligro social (en todo caso, los Halcones reclutados para mitigar aquella marcha del Jueves de Córpus eran parte del mismo demográfico), pero es que ellos no estaban pagando la nómina de ninguna fuerza policial, como el crimen organizado comenzaba a hacer ya desde entonces. Como se ve, la juventud se encontró en el centro de una tormenta y no en la periferia como se creyó por muchos años.

A Avándaro llegaron cientos de miles de personas, una de las convocatorias más exitosas de la historia del país. Con todo, puesto en perspectiva, es un número ínfimo en relación a la población total —y juvenil— de México en 1971. Es decir, un porcentaje nada significativo de jóvenes de esa época pisaron los terrenos del festival; no es sorprendente, así, que sean narradores poco confiables en el sentido de la objetividad. Ese es otro de los factores de su mitificación. Al contrario de los grupos que se subieron al escenario, que representaban una música poco centralizada y no necesariamente capitalina —Dug Dug’s, El Epílogo, División del Norte, Tequila, Peace and Love, El Ritual, Los Yaki, Bandido, Tinta Blanca, El Amor y Three Souls In My Mind— una muy buena fracción de los asistentes vivían en el centro del país alrededor de la Ciudad de México o en ella. Si incluso ahí llegó la información distorsionada (por la prensa, por los detractores; por los testimonios de primera mano, por los defensores) incluso horas después de terminado el festival, el resto del país tardó en enterarse y, cuando lo hizo, fue en términos mucho más difusos o exagerados. Para mucha gente fuera de la capital fue un hecho sin importancia; pero, y volvemos al tema, el relato del festival (que no el evento en sí) se transformó rápidamente en discurso: los que renegaban de los movimientos juveniles usaron esa información distorsionada —la parte escandalosa que hablaba de excesos, decadencia, degeneración e incluso muerte— para predicar en contra; los que se posicionaban a favor de ellos usaron esa misma información distorsionada de otra manera —una sucursal del Jardín del Edén en el centro mismo de México— para consolidar su posición. Además de haber sido el primer festival de sus características (que no ya el más grande y, quién sabe, tampoco el más importante porque la transición de siglos entre el XX y el XXI ha visto eventos pantagruélicos en el país), Avándaro es histórico en la modernidad mexicana por haber sido un argumento discursivo, a veces el único, en las negociaciones sociales y culturales intergeneracionales.

En cuanto a la música, era originalmente sólo una parte de la experiencia Avándaro; al final, aunque las carreras no ocurrieron, sucedió como estaba diseñado: lo que sonó en escena terminó como una fracción (importante, pero no definitiva) de la construcción de Avándaro como concepto. La infraestructura terminó por ceder a las circunstancias y, aunque algunos grupos sonaron muy bien, otros se quedaron mudos; algunos instrumentos en escena —como los famosos dos órganos Hammond— se quedaron sin funcionar y los micrófonos terminaron por sucumbir ante el uso extendido y posiblemente rudo. Algunos grupos tocaron mal por desánimo, por no saber cómo reaccionar ante el público y las particularidades de la situación o incluso, tal vez, por su inconformidad con cómo se desarrollaban las acciones de evento —tras bambalinas se contaba con sólo una tienda con algunos catres como camerino y refugio— y el caos que sin duda reinaba. Algunos grupos sonaron muy bien y, por suerte, fueron grabados para la posteridad. 

Este es otro de los factores de su mitificación y también de que los hechos resulten tan borrosos que se tenga que completar la narrativa con detalles orales: el registro del festival no fue completo y tuvo también sus fallas y bemoles. La transmisión por radio, por ejemplo, fue interrumpida cuando uno de los grupos usó “lenguaje altisonante” (en 1971 los medios de comunicación aún eran estrictos con algunos códigos morales que, por supuesto, hoy parecen superados —aunque, ¿a qué costo?—); el pietaje en filme nunca ha sido recopilado de una manera coherente ni cohesiva, más allá de algunos filmes documentales que se centran en fragmentos —por diversas cuestiones, incluyendo claro la que tiene que ver con los presupuestos de producción— como el de Alfredo Gurrola y algunos otros hechos para la televisión o para el mercado del vídeo. Las fotografías de Graciela Iturbide —entre otros— presentan, quizás, un ángulo más periodístico y objetivo, más documental y preciso, pero su exposición en distintos medios —desde las fotos en periódicos hasta las salas de museo y galerías— siempre incluyen como guarnición los discursos sobre el festival que predeterminan el juicio del público. 

Y esta cuestión aparentemente moral era central en esta tensión entre generaciones y entre ideologías y prácticas en la que nació el Festival de Avándaro. Cuando se agotan los argumentos de distinta índole, queda la moral porque puede justificarse de manera unilateral y hasta relativamente arbitraria; de eso nos habla uno de los episodios más sonados del evento, que incluso ha llegado a opacar a la música en ciertas crónicas y hasta en ciertas imaginaciones del festival: la chica semidesnuda que dio tanto de qué hablar. Que ese sea por una parte la muestra de la gran degeneración y, por el otro, el gran gesto desafiante define más o menos la extraña mentalidad nacional tanto de los detractores como de los defensores. Que un cuerpo femenino se haya convertido en el centro de las polémicas y de los mitos es elocuente y de las conclusiones que pueden sacarse, nadie sale necesariamente bien librado. Hoy día estas cuestiones se pueden abrir a discusión más libremente (aunque aún no hemos aprendido a hacerlo en términos constructivos ni a dejar de polarizar y mucho menos de moralizar) y, poco a poco, la “encuerada de Avándaro” —como se le llegó a institucionalizar— ha dejado de ser un escándalo para convertirse en una anécdota más. Porque, seamos serios, ¿qué otro montón de cosas no sucedió en una masa de cientos de miles de personas en descampado? Si seguimos sobre la tesis del festival como elemento discursivo más allá del evento en sí, ¿por qué por tantos años funcionó ese episodio como una sinécdoque de Avándaro?

Porque en esos dos días se tejieron un montón de historias que, contadas de manera individual, podrían dar más sentidos —así, en plural— al festival y, quién sabe, a los movimientos juveniles —también en plural— y a los distintos aspectos del rock mexicano. Conocemos muchas de ellas pero se enfocan en los mismos aspectos, haciendo una narración cohesiva pero no necesariamente coherente. Llovió. Mucha gente se trepó a los tubos del escenario, escapando de los empujones y aplastamientos, o para estar más cerca o tener protagonismo o ya en un trance psicodélico, quién sabe. Porque sí, hubo sustancias, muchas, circulando de mano en mano, de pulmón en pulmón, de panza en panza. Hubo demasiado alcohol (y demasiadas latas de cerveza que en algún momento se convirtieron en proyectiles) y demasiada yerba. Hubo peleas, normal en un ambiente de tanto contacto físico y proximidad, de tanto entusiasmo descontrolado y de tantísima gente. Hubo policías ahí que no intervinieron en el desarrollo del festival; los jóvenes les llamaron alivianados y los detractores, pasivos. Hay el rumor de que algunos de ellos (y algunos periodistas) llevaban drogas. Y hubo mucha "buena onda", lo que sea que eso signifique. Los grupos que se presentaron lo hicieron con un material más o menos arriesgado y propositivo en contraste con la producción musical de apenas unos años antes, aunque sin abandonar la práctica de imitar —aunque ya no solamente calcar— el canon anglosajón. Fue, sin duda, un fin de semana singular, divertido, memorable. Para muchos fue apoteosis, cómo no. Y, al final, el relato colectivo predominó sobre el relato individual.

El paso de los años ‘60 (con todas sus novedades) a los ‘70 (con todas sus asimilaciones) fue una etapa muy limitada y prejuiciosa de detractores y defensores del rock mexicano y sus expresiones: unos estaban muy ocupados criticando el cabello largo y los otros intentando darle forma y figura a un movimiento juvenil congruente. Esta inercia no mermó y permaneció hasta nuestros días, con ideas divisionistas y algo reductivas que se expresan en ideas como que "el rock es música que vale la pena" o en la idealización incuestionable de aquellas épocas se han quedado incrustadas en el corazón cultural de México, cuando también se han convertido en parte de un sistema cultural viciado en buena parte y que, por muchas razones y en muchos casos, ha dejado de ser propuesta para convertirse en pieza de museo.

Una fracción de la juventud que quedó representada por Avándaro al final cometió los mismos errores (advertidos estamos nosotros también) que la generación que criticaba. El divisionismo entre clases sociales, consumos culturales y hasta lugares de origen se mantuvo y hasta se agudizó, al banalizarse el combate de los jóvenes (cosas, sí, del sistema pero también de convicciones ingenuas, pasivas y que no encontraron congruencia ni discursiva ni práctica). Los de más arriba aprovecharon esto para cerrarle al rock puertas que tenía abiertas, para limitarlo y para aprovecharlo como discurso. Esto, por supuesto, mermó la producción de música y cultura rock en cantidad y calidad, pero también demostró que somos medrosos y confirmó nuestra costumbre hacia el trato paternal.

Avándaro, como Woodstock, es un tiro que salió por la culata (para bien y para mal), pero del que podemos aprender y, ya que está tan mitificado, tomar como punto de inicio. Ahí hubo buena música y buenas intenciones; la primera sobrevive y de las segundas qué puede decirse. Hay que aprender de esa generación, porque fue de pioneros que sí deben ser reivindicados como parte de nuestra historia cultural. Por otro lado hay que aprender también que no basta con buenas ideas, sino que hay que trabajarlas no sólo con impulso, sino con cierta astucia e, incluso, pragmatismo. Hoy se necesitan ideas y, sobre todo, acciones con consecuencias tangibles positivas. Nos jactamos de nuestra creatividad y picardía como pueblo, pero siempre lo hacemos cuando improvisamos algo y logramos salir bien librados. Si hubiese una verdadera organización, una verdadera idea, una verdadera convicción compartida, entonces tendría que haber un buen plan (y un buen plan B) para lograr lo que queremos. Avándaro sucedió y fue una gran idea. Han pasado 50 años y tal vez ya es muy tarde, pero sería bueno tomar la lección, rendir tributo como se debe, pasar página y hacer lo que nos toque y comenzar a escribir el cuento en donde se quedó interrumpido y suspendido por años. Y hacerlo bien. La historia no parece estar en nuestras manos ya, pero las tenemos para arrebatarla de quien la acapara o para construirnos algo nuevo.

C/S.



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Esteban Cisneros (León, Guanajuato) es panza verde, escritor, músico de tres acordes, lector, dandi entre basura. Cuanto sabe lo aprendió entre surcos de vinilo y vermú y los Beatles. Está convencido de que la felicidad son los 37 minutos que dura el primer disco de Dexys Midnight Runners. Procura llevar una toalla a todos lados por si hay que hacer autoestop intergaláctico. Edita el fanzine y blog La Trampa del Bulevar y ha colaborado con periódicos, revistas de circulación nacional, otros fanzines y revistas digitales. Editó, en 2020 de una manera independiente, su libro de poemas “Van Dyke Parks” sobre el revolucionario músico estadounidense.
 

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