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Filosofía y tecnología en el siglo XXI

Sergio Espinosa Proa

Tachas 07
Tachas 07
Filosofía y tecnología en el siglo XXI


Voy a empezar declarando una obviedad, a saber, que la tecnología mantiene con la filosofía una singular relación de amor y de odio, de admiración y de desprecio, de inquietud y de indiferencia. Es en eso muy parecida a la —bastante complicada— relación de la hija menor con sus padres. En gran medida, o en el fondo, ni la filosofía ni la tecnología quieren saber mucho una de otra. La primera no entiende a la segunda, y ésta no está muy segura de lo que le debe a aquélla. La tecnología realiza muchos de los sueños de la filosofía, pero también parece que, maniatada durante siglos, la técnica ya terminó saliéndose de todo control. Ya no “pide permiso” y diríase que tampoco le sale muy sincero el pedir perdón. Se cruzan entre ambas muchas deudas, muchas decepciones, muchas vacilaciones y suspicacias; una espera de la otra aquello que en sí misma está congénitamente imposibilitada de ofrecer. Pero vamos por partes.

Es de esperar que ahora proponga una definición de una y otra, y que enseguida haga un poco de historia para situar esta relación que, según digo, no es precisamente de armonía y respeto mutuo. Pero prefiero practicar otro camino. No sé, la mera verdad, qué cosa vaya a salir al final.

Creo que en principio podríamos enfocar saludablemente este tenso nexo que hay entre la filosofía y la tecnología si invitamos a un tercer personaje. Dejemos que la magia sirva como ostinato, como bajo continuo en este difícil diálogo.

La magia, o lo mágico; en estas palabras, advirtámoslo, caben en realidad más cosas de lo aconsejable. Los Beatles tienen un álbum, creo que de 1967, que se llama Magical mistery tour, “Viaje mágico y misterioso”. En esos tiempos parece obvio que lo mágico tenía que ver con la experiencia psicodélica: con el viaje, que es como se le llama a la experiencia con un alucinógeno potente. Más o menos por las mismas fechas apareció un libro igualmente mágico y maravilloso, Cien años de soledad del colombiano Gabriel García Márquez. De hecho, el libro sirvió para bautizar a toda una serie de novelas de ese período, que desde entonces se conoce como realismo mágico o, en una expresión menos comprometida con la psicodelia, lo real maravilloso (a la cual se le agrega: “americano”).

Ese álbum y ese libro son realmente maravillosos. ¿Porqué? Cuando se usa la palabra “mágico” en este sentido, se quiere decir algo respecto de la realidad, algo así como que la realidad no es siempre lo que parece, que la realidad tiene un lado o una dimensión que escapa a la experiencia normal, a nuestra experiencia cotidiana de las cosas. Lo mágico es algo que pertenece a las cosas pero que no siempre es percibido por todos y casi nunca se muestra bajo condiciones habituales. Necesitaríamos estar un poco “salidos”, un poco “alucinados” para captar esa dimensión que sin embargo pertenece a las cosas. Y como no cualquiera en esta sociedad puede —o quiere— experimentar con sustancias psicotrópicas, sabemos de cualquier manera que el mundo tiene un lado mágico y misterioso gracias a la música y a la literatura, es decir: gracias a las obras de arte.

Que el mundo no es lo que (siempre) parece: tal es la certeza de quien, en uno o en otro momento, ha percibido su “magia”.

Pero, antes de seguir por esta vía, observemos que hay otro sentido en que se usa esta palabra, un significado que sobre todo las ciencias antropológicas han desarrollado como un término “técnico”. Habría, según esto, un pensamiento mágico que se opondría frontalmente a lo que, también en fechas relativamente recientes, se ha dado por llamar pensamiento científico. Esta oposición tiene como criterio esencial la cuestión de la verdad. La magia es algo que pertenece a la Humanidad, pero sólo cuando ella no ha alcanzado todavía la “madurez” de la ciencia. El tramo que va de la primera a la segunda es el tramo en donde se produce el tránsito de la ilusión a la “realidad”, algo análogo al paso que lleva del sueño a la vigilia. “Mágico” es entonces un modo “primitivo” o “rudimentario” o “infantil” o “prelógico” de pensar el mundo y de actuar en él. La magia se refiere así a una época que precisamente la ciencia ya ha situado en la historia, una época que ya, gracias precisamente a ella, ha sido superada, declarada obsoleta, arrumbada —o, lo que es casi lo mismo, clasificada científicamente— en los museos etnográficos de todo el planeta.

Desde el punto de vista adoptado por la ciencia, que es básicamente una perspectiva evolutiva o definida por la idea de progreso, la magia respondería, en general, a las mismas necesidades que la ciencia, pero de hecho sería, a fin de cuentas, una especie de ciencia o de técnica fallida. Desde el sano sentido común, por su parte, la magia es un estado o un modo de aparición de las cosas que no es “común”: allí donde éste se muestra en toda su maravilla y en todo su misterio. Ahora bien, ¿qué opinión tiene la llamada “filosofía” frente a la magia? Antes de entrar a ello, detengámonos otros momentos en la consideración “natural” de la magia o de lo mágico.

A todo aquello que interrumpe o transtorna el orden cotidiano, a todo aquello que altera o distorsiona o intensifica nuestra percepción de las cosas, a todo eso —y a otros estados asociados— le conviene el adjetivo de “mágico”. Pero es mágico precisamente porque la acción del hombre queda como suspendida, porque el mundo se nos presenta en una suerte de virginidad, de pureza, de inocencia originarias. El mundo, para decirlo en otros términos, aparece en su carácter profunda y radicalmente ajeno. Magnífico y ajeno, magnífico y maravilloso por ajeno. Que exista una magia del mundo, de las cosas, de las personas, de las relaciones, significa en lo esencial que nada de todo ello podría estar meramente a nuestra disposición. Significa que algo en todo ello se sustrae a nuestra voluntad, a nuestros caprichos, a nuestras preocupaciones, a nuestros miedos, a nuestras expectativas.

Curiosamente, la ciencia concibe a la magia de un modo por completo inverso. La magia, según la ciencia, quiere lo mismo que ella quiere; a saber, el dominio de las cosas. La ciencia quiere saber, pero si sabe es porque, en el fondo, lo que busca es asegurarse de que las cosas y sus relaciones serán lo que son y se mantendrán a la mano, es decir, a disposición de nuestra voluntad. En una fórmula matemática y en un encantamiento mágico existiría una misma exigencia de control, de aseguramiento, de ampliación del poder humano sobre las cosas del mundo. No es casual que la ciencia se considere a sí misma como una “superación” de la magia, pero precisamente porque sólo se supera lo que corre en la misma dirección.

Por lo que hasta aquí se ha dicho, será fácil advertir que mi opinión consiste en que la magia ni quiere lo mismo que la ciencia ni corre en la misma dirección que ella. No es ciencia “malograda”. Ella quiere otra cosa, y por eso sabe e ignora de una manera distinta a la ciencia. Por eso mismo, es imposible o ilusorio que la ciencia “supere” a la magia, que la declare primitiva o infantil o enferma, que es lo que ha hecho casi desde el comienzo.

Casi desde el comienzo, es decir: desde que la ciencia era filosofía.

Ciertamente, la filosofía es la matriz de las ciencias, su molde primario. Sin aquélla no podría haber nacido ninguna de éstas. pero las ciencias no se pueden confundir con su matriz. En la filosofía hay otras cosas además de ciencia. Hay algo de magia, pero magia en el sentido en que acabo de definirla. Vamos a ver. Primero había, en Grecia, sophós, es decir: sabios. Sabios que eran diestros en algún oficio, que sabían lo que hacían, que lo hacían a conciencia: que eran expertos en algo. Junto a esos sabios había otros personajes casi igualmente sabios, pero que se dedicaban no a algún oficio en particular sino que eran maestros de la palabra. Eran llamados “Maestros de Verdad”. Su arte no era ni la carpintería ni la navegación, no era la orfebrería ni la escultura, no era el diseño de mapas o la fabricación de instrumentos. Su arte era el arte de saber en qué consistía saber, el arte de saber qué podían saber del mundo las palabras mismas. Por eso mismo, sus palabras no se exponían públicamente, ni en cualquier momento, ni se expresaban en un lenguaje común, sino que salían de un lugar oculto, bajo ocasiones especiales, y tenían forma de enigmas. No eran lo que ahora llamamos “proposiciones lógicas”. Decían la verdad, pero su verdad estaba mezclada con una suerte de desconfianza hacia la forma en que esa verdad tenía que aparecer.

Lo que hablaban era pensamiento, sin duda, pero un pensamiento que sabía ante todo que no es posible saberlo o pensarlo todo, un pensamiento enigmático que señalaba hacia el mundo pero que sabía que saber o pensar no es condición suficiente para dominarlo. Era un pensamiento que no contenía conceptos lógicos pero que constituía una mina de símbolos. Símbolos abiertos y expuestos al misterio de todas las cosas. Símbolos o enigmas en los que cabía íntegro el misterio de las cosas y de las palabras, símbolos en los que no se evaporaba o reducía o desplazaba ese carácter misterioso.

Pero luego esos maestros comenzaron a ser reemplazados por otros sabios. Los nuevos sabios ya no eran lo que se dice “sabios”; eran lo que se dice filó-sofos, es decir, amantes del saber, personas que se definían menos por la posesión del conocimiento que por su búsqueda. En apariencia, estos nuevos sabios eran más prudentes o más moderados o más humildes que los anteriores. Los filósofos ni siquiera se admitían a sí mismos en cuanto que sabios. Eran eternos aprendices, eran buscadores y no detentadores o propietarios de la sabiduría. Pero esta autolimitación sólo es aparente. En realidad, terminaron por torcer el rumbo del pensamiento y del saber, una desviación y una reconfiguración del pensar que desemboca, hoy por hoy, en el paisaje de las tecnociencias y de sus instituciones.

De sus nuevos mitos, también.

Los filósofos nacieron, en Grecia, en franca oposición a los sabios de antaño. Nacieron oponiéndose a los poetas —Platón frente a Homero, Sócrates frente a Sófocles— y a toda esa sabiduría enigmática y extraña que siguen conservando las obras de los grandes trágicos. Todavía se sigue creyendo que el paso del mito al logos —de la magia a la ciencia— es un paso gigantesco en eso que algunos escritores llaman “el ascenso del hombre”. El paso del mito al logos —es decir: la invención de la filosofía— es concebido como un progreso, como una liberación.

Como una liberación, precisamente, del pensamiento mágico. De la superstición. De la ignorancia.

Esta idea sigue siendo, desde luego, defendida en la mayoría de los reductos académicos — y en sus áreas de influencia, tengan o no un alcance masivo. Pero no en todos. Cada vez se abre paso con mayor fuerza y poder de convicción una idea que ya no es tributaria de esta concepción evolucionista y, para usar una palabra feísima pero muy precisa, logocéntrica. La idea que actualmente —aunque en realidad se podría remontar a una época extremadamente antigua— se está comenzando a imponer es que entre el pensamiento mítico o mágico (que no son exactamente lo mismo pero cuya afinidad aquí podemos dar por sentada) y el pensamiento racional no hay por fuerza una relación de superioridad. Hablando con claridad: la filosofía no es más “madura” que la magia. Ese presunto paso del mito al logos no es un paso sino una fractura, un cambio de marcha, una mutación del sentido, una nueva dirección adoptada por el pensamiento.

Y algo similar podría afirmarse respecto de la relación que guarda la filosofía con las ciencias. Adelantemos otra proposición. El pensamiento mágico es una forma de sacrificio, el sacrificio de las palabras y de los actos: el sacrificio de la voluntad frente a un mundo cuyo sentido profundo se nos escapa. Aunque no su generosidad. Los conjuros mágicos, los salmos del mago o del chamán, no significan nada, no buscan fijar “la verdad”, no quieren ejercer dominio sobre las cosas. Cuando la magia se asocia con ese control, cuando los conjuros mágicos se conciben como encantamientos que buscan hacerse obedecer por las cosas —por los elementos de la naturaleza, por la voluntad de las personas—, tendríamos que reconocer ya en ellos la influencia de la filosofía y de la ciencia.

En la filosofía persiste, a pesar de su evidente cambio de marcha respecto de la magia, un componente abierto a la extrañeza radical del mundo. La filosofía es un animal bifronte. Es un pensamiento que quiere conocer el mundo para que este conocimiento le proporcione seguridad y dominio sobre las cosas. Pero para alcanzar este objetivo no le queda más remedio que abrirse y exponerse a esa especie de intemperie en la que habita el pensamiento mágico. Con esto quiero decir algo en verdad bastante simple. La filosofía es la matriz de las ciencias, pero en cuanto matriz, está constituida por un suplemento, por un modo del pensar que no se agota en las ciencias. En pocas palabras, la filosofía hace nacer a las ciencias porque en ella hay siempre un componente o una dimensión poética.

Aquí ya hice intervenir un cuarto personaje, la poesía. No me detendré demasiado en su descripción. Baste decir lo siguiente: si ustedes le sustraen el componente o la dimensión enigmática al lenguaje de la magia, obtendrán ese discurso que se llama filosofía. Si, a su turno, le sustraen el componente o la dimensión poética a la filosofía, obtendrán ese discurso o ese conjunto de prácticas y procedimientos que se llama ciencia.

La filosofía es un cambio de rumbo del pensamiento, pero de ella no ha sido erradicada del todo la experiencia de la magia. Esta experiencia, según he dicho antes, es la experiencia del carácter esencialmente misterioso e inagotable del mundo. Es la experiencia del vaciamiento del lenguaje y de la acción. Es la conciencia de un lado siempre sustraído a la conciencia. Es la alegría ante lo irreparable. Es la expresión de un amor sin nostalgia por todo aquello que se pierde y escapa y desaparece.

Es, como resulta obvio ya, el sobrecogimiento matinal que provoca la experiencia desnuda de la vida en su entrelazamiento fundamental con la muerte.

La filosofía nace ya como consecuencia de un progreso, pero es el progreso de la desconfianza y del miedo ante ese carácter maravilloso e incomprensible de la existencia humana en su finitud. Lo que ha vencido en ese nacimiento no es tanto la confianza en el poder de nuestro saber y de nuestra voluntad sobre las cosas, sino la debilidad y la impotencia ante esa experiencia que nos pone, sin falsas modestias y sin falsas soberbias, frente a la fugacidad y a la fragilidad de cada una de las cosas que nos importan y que nos pasan.

En las venas de la filosofía corren casi parejas esa asunción (trágica) de nuestra finitud, de nuestra  mortalidad, y esa fe en el poder de las palabras y de las acciones para ponernos a salvo de ella. Una fe que, gracias a su vertiente poética, nunca llega a estar completamente ciega. Esta vertiente poética, según he afirmado, es ambigua. Por un lado, es ciertamente una confianza en el poder de la palabra; pero ese poder no es un poder que ponga la muerte a nuestro servicio. Allí pasa justamente el corte, la línea divisoria entre el poder y el dominio, que en absoluto designan la misma cosa. El poder no tiene nada que ver con la posesión o con el control. El poder es poder de dar Poder dar lugar. El poder no es imponerse a las cosas, no es avasallarlas, sino algo acaso más difícil —y que por eso reclama un enorme poder—: el poder es dejar ser a las cosas en su propio ser.

Ahora, creo, ya se va viendo porqué la relación de la filosofía con la tecnología es delicada y tensa. Descarguen ustedes a la filosofía de su componente o dimensión poética y obtendrán una ciencia. Descarguen a las ciencias de su componente o dimensión filosófica y obtendrán... una tecnología.

La tecnología es un saber hacer del que se ha expurgado por completo la magia y el misterio del mundo. Para la tecnología ya no hay misterios y tampoco enigmas: hay problemas, y si hay problemas es porque previamente —lo sepamos o no— se ha decidido que hay soluciones. De nada sirve que los autores de libros o folletos de divulgación científica sigan, por inercia, empleando esas mismas palabras. Todo el “progreso” que nos lleva de la magia a la filosofía, de la filosofía a las ciencias y de las ciencias a la tecnología es una progreso en la reducción de la noción de poder a la noción de dominio. La magia es un dominio fallido del mundo y por eso cede el paso a la filosofía, que sigue siendo un dominio insuficiente y debe dar lugar a las ciencias. Pero éstas sólo alcanzan el verdadero dominio cuando cristalizan en tecnología.

Esta es, a grandes rasgos, la historia. En tal sentido, el siglo XXI escasamente será otra cosa que una profundización del proceso. La magia anunciaba (mal) eso que sólo la tecnología está en condiciones de asegurarnos. En otras palabras: ¿para qué la magia, para qué la tragedia, para qué la poesía, para qué la filosofía, para qué las ciencias, si ya estamos en posesión de la tecnología?

Sin embargo, muchas señales apuntan en otro sentido. Y no se trata, por favor, de esperar a que ese aguado y a la vez azucarado “humanismo” de los curas y de los profesores de buena voluntad ayude a compensar los “excesos” de la técnica. El asunto es que precisamente el “humanismo”, azucarado o no, es la premisa esencial de la conversión de todo en técnica, es decir: en medio de otra cosa. Poner al hombre en el centro de todo lo real es la decisión que ha contribuido como ninguna otra a la actual insubordinación de la técnica.

No, las señales son de otra naturaleza. La filosofía sigue siendo necesaria precisamente porque ella no es una técnica. Y lo mismo puede decirse de la poesía, de la música, de la magia. La magia, para decirlo poéticamente, no es de este mundo. No pertenece al mundo del cálculo, de la planificación, del proyecto, del trabajo, de la utilidad, del sentido. La magia es el lado no productivo de las cosas. Es la parte que en cada una de ellas hay de no servil, de no doméstica, de no sometida a la (a nuestra) voluntad.

Creo, para finalizar, que mientras más crezca la burbuja tecnológica y más cosas queden bajo su imperio más se echarán de menos y más crecerán, en el sentido en que aquí ha sido defendido, la magia y la poesía y el misterio y la maravilla de nuestro mundo. Pero explicar cómo y porque esto no puede dejar de ocurrir ya sería el tema de otra charla.