jueves. 18.04.2024
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EL PARIETAL DE CHOMSKY (COMUNICACIÓN Y LENGUAJE)

Libro abierto

Mónica Muñoz Muñoz

Tachas 09
Tachas 09
Libro abierto

 

Hay una canción que durante alguna de las última clases acerca de La historia del libro me vino a la mente: “Dicen de mí, que yo he sido un libro abierto, donde mucha gente ha escrito, no hagas caso nada es cierto”. Cuando era niña se me prohibió rayar los libros, había que tomarlos como un objeto de bastante respeto, pasar su páginas cuidadosamente, tomándolas del lado derecho superior, e inmediatamente después de haberlas visto –porque a una la ponía tan nerviosa la responsabilidad de tener un  libro en las manos que pronto debía terminar con ellos, no había tiempo de leerlos, se les hojeaba y ya- entregarlos, regresarlos a su librero, a su nicho, pidiendo inconscientemente perdón por si se les había causado algún daño.

 Y sin embargo, la canción nunca me causó disonancia, era parte de lo cotidiano: “En blanco está, nadie pudo escribir nada, no dejaron ni una huella, a nadie le importaba nada”.  Y los libros no eran para escribir. Nunca. Si doblar o ensuciar el libro era una profanación, rallarlos habría sido como destruir un recinto sagrado.

Sólo hasta que llegué a la licenciatura en letras me di cuenta de que un libro con apuntes de sus lectores era un libro verdaderamente lleno, completo, puesto que uno limpio, pulcro, sin muestras de que nadie lo hubiera leído jamás- era un libro vacío, incompleto, ya que su misión no había sido cumplida. Por lo tanto, al leer el libro escribimos: “Me importas tú, tú si escribes muy bonito, para ti soy libro abierto, escribe en mí te necesito”. Ahí se complementa el asunto, ahí se encuentra la otra mitad, la plenitud, la alegría, la razón para estar vivo[1].  

Y ─a pesar de haber llegado a la conclusión anterior, es decir, a la seguridad de que un libro no es verdaderamente un libro si no ha sido leído, y que por lo tanto, el libro sagrado que inspira respeto porque huele a viejo es sólo un fetiche, un manía de bibliófilos─ pensar en la historia del libro, haber completado el ciclo que inició Svend Dahl, fue en gran parte un abrazo con la bibliofilia. 

Como con cada libro, La historia del libro, de SvendDahl, publicado por Alianza Editorial en 1999, juega como máquina de tiempo a través de las palabras. De forma lineal se recorre la vida de dicho objeto a través de la Historia (5, 000 años para ser exactos), reflexionando sobre el papel que el libro desempeña en cada época. Si  con La musa aprende a escribir, de Eric A. Havelock,  supimos de la necesidad de que los otros nos lean, con La historia del libro la exigencia principal es encontrar un lugar para escribir. Y entonces, uno de los primeros materiales escriptóreos fue el papiro de los egipcios:

 

En las aguas pantanosas y estancadas del delta del Nilo crecía con profusión en la antigüedad una planta que los griegos llamaron papyros, nombre de significado desconocido. Pertenece a la familia de las ciperáceas y es bastante escasa en la actualidad. Los egipcios la empleaban para muchos usos, pero lo que nos interesa aquí es el que se le daba al tallo. Este es triangular y puede crecer hasta una altura de varios metros. Se cortaba la médula en finas tiras que después de secas se disponían en capas paralelas superpuestas por los bordes, añadiendo perpendicularmente a ellas otra serie de tiras. Por medio de golpes y el humedecimiento con agua del río se obtenía una materia compacta (...) Después de haber combinado así las tiras en forma de hojas, se procedía a encolar éstas, para evitar que se corriese la escritura, se las secaba al sol y se las pulía,  para lograr una superficie tersa.[2]

        Mientas tanto, en China, los materiales para plasmar signos que se utilizaban eran el hueso, la concha de tortuga, las cañas de bambú y las tablillas de madera  hasta llegar a la seda, la cual era más tersa que el papiro, pero más costosa. En otras culturas, como la de los mesopotamios, donde se desarrolló la escritura cuneiforme, se echó mano de las tabletas de arcilla. Sin embargo, algo que refleja especialmente la necesidad de escribir del hombre es la utilización de la corteza de árboles y de hojas de palmera, puesto que se escribe en lo primero que se encuentra, en la naturaleza misma, lo que importa es plasmarse para el futuro:

 

No hemos mencionado aún el material probablemente utilizado antes que ninguno: la corteza del árbol; por lo menos las palabras que respectivamente designan “libro” en griego y en latín, byblos y liber, significaron corteza, y si se piensa en las hojas de palmera, que secas y frotadas  con aceite, han venido usándose durante siglos para manuscritos en India y aún se utilizan hoy en día, nada de extraño tiene que una materia análoga como es la corteza vegetal haya sido empleada del mismo modo; se trazarían los signos con un punzón, igual que se hace sobre las hojas de palmera.[3]

Pero el libro no es sólo el material escriptóreo, así que Svend Dahl habla tanto de éste como del que se utiliza para realizar las impresiones, una cuña, un punzón, tinta china o tinta negra. Una vez que se avanza sobre las páginas, SvendDahl describe tantos detalles del libro que uno acaba por entender los avatares a los que se ha enfrentado ese objeto que hoy nos parece tan sencillo, desde cómo empezó la costumbre de titular los textos hasta los métodos sofisticados de encuadernación.

De la Edad Media, cuando el material para escribir escaseó, llamaron mi atención los palimsestos, que son definidos como manuscritos cuya escritura original había sido borrada y otra escrita encima; recordemos que palimsesto significa “raspado de nuevo”. ¿Cómo decidieron los escritores medievales borrar  lo que los antiguos habían plasmado? ¿Cómo se atrevieron a que sus palabras reemplazaran a las de otros en un mismo papel? Y cómo el tiempo los contradice, sacando a la luz, a través de diferentes técnicas modernas lo que ellos en su tiempo se atrevieron a raspar, a borrar, a condenar al olvido.

Para bien o para mal, pensar en los libros medievales nos lleva inevitablemente a El nombre de la rosa de Umberto Eco. Y, aunque de ninguna manera la descripción del libro medieval de Svend Dahl es de suspenso, sí encuentro tópicos comunes entre ambos autores, especialmente la bibliofilia. Cuando supe de la destrucción de la Biblioteca de Alejandría no me impresioné, luego, al leer la obra de Eco, la urdimbre novelesca logró hacerme entender qué significaba el incendio de una gran biblioteca: la pérdida de objetos que nos hablan de otros tiempos, pero no sólo de las ideas sino también de la realidad, del mundo que se sufría y de la vida cotidiana, es decir, del libro físico, de ese artefacto que se acuñó a través del tiempo para llegar a ser lo que hoy es. Ahí el objetivo de SvendDahl también.    

El mismo autor, cuenta que los chinos descubrieron cómo hacer papel hacia el año II d. C., sin embargo reservaron tal descubrimiento para sí, y no fue sino hasta el siglo XII que los árabes llevaron la fabricación del papel a España. Luego, en Italia, se estableció el primer molino de papel. Ahora sí, teniendo el viejo mundo una superficie plana, duradera, tersa y barata para escribir, el desarrollo de libro tuvo que enfrentar otros problemas, tales como la forma de la escritura: carolingia, gótica, etc.

Es en la Edad Media donde la historia del libro pasa a manos de la Iglesia, de los monasterios, el libro se convierte no sólo en un portador de ideas sino también en un objeto de ornamentación, recordemos las encuadernaciones de orfebrería, las de cuero, y los cuerpos de repujado y cincelado.

Después de la decadencia de la cultura medieval, en el Renacimiento, el libro jugó un papel primordial para que dicha época se llevara a cabo. Los humanistas se basaron en las fuentes originales, regresaron a los escritores antiguos, según dice Svend Dahl, para obtener la enseñanza de su arte, su filosofía y su concepción de la vida.   

Así como los renacentistas dirigieron su atención a los autores de los libros, también lo hicieron hacia el libro externo, es precisamente en el siglo XVI donde se encuentran los manuscritos decorados con mayor belleza, de tal manera que Francesco Petrarca es nombrado padre de la bibliofilia moderna. El libro renacentista también es signo de poder. Una nueva visión de mundo se estaba forjando y con ella estaba llegando la modernidad, la imprenta. Son entonces los humanistas quienes reciben los nuevos libros, aquéllos que empiezan a multiplicarse y a multiplicarse gracias al avance de la técnica. 

 

Es difícil admitir que los mecenas renacentistas del libro actuasen movidos por intereses exclusivamente idealistas. Igual que en su actitud ante las bellas artes, el interés que muestran por los libros se explica en gran parte por la vanidad personal y como signo de poder, y  por ello no puede negarse  un móvil político a todo este espléndido culto de la literatura y del arte del libro.[4] 

Al siglo XVII, al del Barroco, corresponde especialmente la ornamentación de los libros; los bibliófilos franceses sobresalen por su colecciones bibliográficas, cuenta Svend Dahl que si bien había grandes magnates y reyes que tenían colecciones sólo por vanidad personal, no podemos decir que sea el caso de todos los hombres del Barroco, puesto que también hubo coleccionistas para quienes poseer libros era algo diferente y superior.

Como derivados de los libros barrocos encontramos a los rococó, libros pesados y pomposos que aparecieron principalmente en Francia, a ellos corresponde de manera fuerte una época de bibliofilia, no sólo en dicho país, sino también en Inglaterra y Alemania, donde en 1709 se protegieron los derechos de los autores con el Copyright Act., se decía que el libro físico tenía que reflejar de alguna manera su interior.

En el siglo XIX, la bibliofilia tuvo varias vertientes, una de ellas fue la admiración por los libros incunables, los que nacieron en la infancia de la imprenta. También se codiciaron los libros con grabados en acero y en madera, además de la litografías y los libros que mantenían sus encuadernaciones originales.

Durante el siglo XVIII en América los libros hechos en imprenta aumentaron de forma considerable su presencia, gracias a Benjamín Franklin, sin embargo, el autor de La historia del libro considera que hasta nuestros días la tipografía americana no ha alcanzado gran importancia independiente hasta nuestros días. 

En el siglo XX, en contraposición a la bibliofilia, “cuando el funcionalismo procedente de Rusia y Alemania y su principio de que lo útil era también lo estéticamente correcto, se trasmitió al mundo de los libros y dio origen a la tipografía elemental, o funcional”[5]. Y seguramente es ahí donde el libro contemporáneo comenzó a cambiar. A volverse de bolsillo, a olvidar la suntuosidad para volverse un objeto para todos, democrático, algo que sin duda me permitió acceder personalmente a él.

 Y sí, valoramos la cultura letrada, los libros y el placer que brindan a quienes los amamos, pero creemos que si La historia del libro es emocionante es precisamente porque da cuenta de un objeto que, a pesar de que este espacio de comunicación pertenezca al ciberespacio, queremos y ambicionamos, aunque debamos tratarlo con menos codicia porque el futuro ha llegado y esas páginas de papel, esas pastas duras y esas ediciones de colección están siendo reemplazadas por la tecnología de nuestros tiempos sin que se pueda hacer mucho al respecto. Ya SvendDahl, nos ha contado cómo que ha sido su transformación a través de la historia. 

Alguien preguntó en los últimos días si el futuro podrá descifrar el libro virtual de nuestra época. Yo espero que sí. Hoy todavía nos encontramos libros antiguos y basta abrirlos para empezar a descifrarlos, ¿cómo podrá hacerse eso dentro de unos años ante una USB o un disco duro, si la tecnología avanza tan rápido como perece? Nos queda sólo desear que ese libro contemporáneo pueda ser, en las épocas que vienen, un libro abierto.

[1] Si se me permite decirlo. Pensemos en un libro vivo como aquél que se deja leer.

[2] Dahl, Svend, La historia del libro, Alianza Editorial,  España, 1999, p. 12.

[3] Íbid. p. 23.

[4] Íbid., p. 89.

[5] Íbid., p. 263.