jueves. 18.04.2024
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MEMORIAS DEL SUBDESARROLLO

El día que nos llevaron al frente

Elena Garro

Tachas 11
Tachas 11
El día que nos llevaron al frente

El día que nos llevaron al frente de la Casa de Campo era una tarde tibia y tranquila. Los soldados habían preparado bajo la rala de los árboles una mesa de tablas para obsequiarnos cerveza. Los franquistas estaban a un paso, detrás de los árboles, en una hondonada. Rondándonos había un oficial alto, moreno, de botas altas, camisola y pendiente a la cintura una pistola ametralladora. El hombre era inquietante y guapo. Nos miraba con malicia. Cerca de la mesa habían instalado una ametralladora sobre un tripié, apuntando hacia el campo franquista. Bebimos un trago de cerveza y Susana Steel, que se hallaba eufórica, contó a los soldados, que la escuchaban boquiabiertos, que ella era prima de Stalin.

—Miren, camaradas, mi nombre en inglés, Steel, quiere decir acero. El nombre del camarada Stalin, en ruso, quiere decir acero. Lo único que hizo mi familia fue traducirlo en Estados Unidos para evitarse dificultades.

La euforia de los soldados no tuvo límite.

—¡Por la camarada Stalín! —dijeron con las cervezas en alto y puestos de pie.

Los mexicanos nos quedamos silenciosos. ¡Era tal la barbaridad que había dicho Susana, que no nos quedaba otra cosa que callar! El oficial alto que nos observaba desde lejos, se acercó:

—¿Quieren tirar sobre los franquistas? —preguntó señalando la ametralladora. Todos dijeron: ¡Sí! Yo dije: ¡No! La primera en levantarse fue la camarada Stalin.

Le enseñaron el manejo de la ametralladora y disparó gustosa varias ráfagas. “Mira a esta pendeja, las mentiras que vino a contar al frente, me dijo al oído María Luis Vera, que siempre estaba de pique con Susana, porque ésta le usurpaba su lugar en todas partes. Dispararon todos. Yo me rehusé. El oficial alto e inquietante se me acercó:

—¿Y tú, camaradita, no tiras?

—¡No! No me da la gana que, por juego, mate a alguien que está arriesgando su vida en serio, o lo deje mutilado. Yo aquí no corro ningún riesgo —le dije enfadada. Se sentó junto a mí, me tocó las trenzas rubias que llevaba enroscadas sobre las orejas y me dijo:

—¡No! Tú no tiras porque eres rusa blanca.

—¿Rusa blanca?... —pregunté asombrada.

—Mira tu pelo y tu peinado —me contestó sonriente.

—Pues no soy rusa.

—Yo sí lo soy, georgiano, me llamo Daniel Zozolashvili y conozco a mis compatriotas —me dijo guiñándome un ojo.

Le pedí que me dejara ver su pistola que por los correajes le llegaba a medio muslo y contestó que era imposible. Ésa era su pistola ametralladora y sólo él podía manejarla. Y volvió a insistir.

—¿De qué parte de Rusia son tus padres.

—De México.

Se echó a reír. Luego uno de sus ayudantes me llevó a un pequeño claro del bosque para mostrarme los cadáveres de algunos franquistas que habían matado allí. Los cuerpos habían caído de cualquier manera entre la hojarasca y sus uniformes estaban sucios y envejecidos. Me tomaron una foto contemplando aquel espectáculo escalofriante y yo guardé valor y no dije nada, aunque, en silencio, le pedí a Dios que tuviera piedad de ellos. No sé por qué no los enterraban. Daniel Zozolashvili era el primer ruso que veía o que hablaba conmigo, aunque yo sabía que había rusos en los frentes y en las ciudades dirigiendo las operaciones. Los amigos nos habían confiado, en voz muy baja, que en España estaba el general Berezin, uno de los hacedores de la Revolución soviética, así como Antonov-Ovseenko, el hombre que había tomado el Palacio de Invierno durante las jornadas de la Revolución de Octubre, cuando Kerenski perdió el poder.