Es lo Cotidiano

Doppelgänger

Eduardo Santiago Rocha Orozco

Tachas 11
Tachas 11
Doppelgänger

Como cada mañana se ve en el espejo dispuesto a iniciar su rutina; al pasarse los dedos por el mentón y sobre el labio, percibe que el bello ha empezado a brotar de nuevo. Cada seis días, se ve a sí mismo metido en esa tarea automática de abrir el agua caliente, llenarse el rostro de crema y rasurar, mientras, el agua hirviendo corre por el lavabo y gradualmente se levanta una nebulosidad blanca que llena el espacio. El rostro proyectado se difumina por la humedad que se adhiere sobre el cristal, pronto, sólo ha de quedar una silueta humana sin ninguna facción que le distinga, una mancha viviente, un humano sin identidad, quizá.

Por momentos, él se detiene y limpia el espejo para no perder el buen curso de su arreglo. El rastrillo se arrastra haciendo resistencia contra una barba incipiente, el transcurso de la navaja sigue en su ascenso del cuello hasta la mejilla, dejando tras de sí una estela de crema removida y piel lampiña. Con lentitud y precisión, sigue el rastrillo en el ir y venir sobre el rostro. Una pelambre se aloja entre las navajas y la vereda queda segada al neutralizarse el filo por las hojas atascadas. Un movimiento brusco y frío, azota el rastrillo de canto contra el borde del lavamanos, los restos de espuma y pelo salen proyectados para irse disolviendo en el agua hasta perderse en su camino hacia el drenaje.

Luego un desliz, se corta la piel dando lugar a una mancha pequeña y no obstante estridente; color rojo que denuncia la falta de tacto en aquel último tajo. Con cierta ojeriza desempaña su vista removiendo la cortina de humedad con la palma de su mano, cuando todo se aclara, empieza a limpiar la sangre para luego detener la mirada frente al reflejo por largo tiempo. No, no es un arrebato de narcisismo, sólo trata de convencerse de que sí luce igual al otro. Contempla su rostro desde todos los ángulos para poder cerciorarse, por milésima vez, de que sus facciones sí son idénticas; compara el rostro que ve en el espejo con el recuerdo de la cara del otro y, para su asombro, no encuentra diferencias notables.

Por un momento piensa: “son sólo pequeños detalles los que distinguen a una persona frente al resto del mundo”, y se pierde ante su propia imagen hasta tener la insoportable sensación de estar viendo a una segunda persona. Luego, el hábito histriónico de ensayar los gestos que su hermano solía hacer, todos sus tics, los que aprendió a fingir con naturalidad; también esa sonrisa socarrona, discreta y despreciable, la que, en vida, el otro solía hacer indiscriminadamente, sin que alguien pudiera distinguirla como un gesto real o fingido. Aprendió a mantener su postura y a usar “esas estúpidas palabras pretenciosas que repetía sin cesar cuando hablaba”; sin mencionar que, también, adquirió su hábitos de pulcritud, al punto de sentir una necesidad obsesiva de rasurarse sin falta cada tres días, el mismo lapso en que su hermano solía hacerlo.

Una vez fuera del baño, se le acerca su esposa, con un gesto melancólico de apoyo le pregunta: “¿estás listo para ir?” Él, de forma mecánica, asiente. Antes de dejarlo, ella le coloca un saco negro sobre los hombros, le besa la mejilla y lo sostiene de la mano por un instante. “Te espero en el coche”, le dice antes de irse. Una parte de él se conmueve al ver el tacto con el que ella maneja la situación, haciéndole notar que está ahí a su lado, pero sin abrumarlo con una atención exagerada. Aprecia la belleza de sus eufemismos, el cómo evita decir “vamos al cortejo fúnebre de tu madre”. Por otro lado, no puede evitar sentirse molesto, una desolación profunda nace en cada detalle que ella le dedica, pues él es consciente de que esas atenciones en realidad no le pertenecen.

Ambos van a la capilla, no hablan. Perdido en una extraña regresión lírica, él, recapitula un momento de su niñez; un accidente en el patio mientras jugaba y una herida profunda en el antebrazo: “Sólo por ese día disfruté de los cuidados constantes y la preocupación de mamá, sólo por ese día me trató como si fuera su único hijo o al menos su favorito”.

El resto del camino sigue atrapado en ese recuerdo, en la vorágine de sensaciones e imágenes, la sangre y su fluir, las gazas y el ardor del antiséptico burbujeante; pero sobre todo, recuerda la silueta de su hermano firme y flemático, parado en un rincón. El gemelo permanecía grabado en esa memoria como una figura nebulosa y silente que se complacía en ser un vigilante incómodo pese a su discreción.

 “Cuando mamá me limpiaba la herida, él estaba ahí, siempre como a diez pasos detrás de ella, al margen de todo, como si por un momento estuviese de más en esa escena donde sólo había cabida para mamá, la herida y yo”.

 Por un momento, pierde el hilo de sus recuerdos y le dedica su atención al mundo exterior. Ella sigue conduciendo y él se detiene a verla; pronto empieza a condensar en su mente el cómo es que están juntos. Lo primero que recuerda es cuando su hermano la llevó a casa para que conociera a la familia. Al instante revive la envidia que lo consumió entonces, pues ambos hasta ese instante, bien o mal, lo habían compartido todo; como gemelos habían estado obligados a hacerlo más que otros hermanos. De pronto todo eso había llegado a un final. En el momento que el otro entró con su novia a casa, cada espacio y persona adquirió un carácter exclusivo y haciendo un balance, él sintió ya no tener nada.

Así fue como pretendió a la mujer de su gemelo, nutrido por el capricho de sentirse pleno en medio de la fantasía insana de arrebatarle todo al otro. Y lo había logrado, a la fecha llevaba poco más de cinco años suplantando a su hermano, el mismo lapso que llevaba muerto.

El día que el otro tuvo que morir, escondió sus restos sin dejar sospecha de que hacía falta, de inmediato tomó su lugar. Para llenar el vacío de su propia ausencia escribió una nota de eterno abandono y resentimiento hacia su familia, así su ausencia (al menos la de su identidad) quedaba, en efecto, justificada; pero el verdadero reto fue disimular sus rasgos de personalidad, pasar por el otro sin que el mundo notara anomalía alguna. Cambió su apariencia al usar la ropa y las cosas de su hermano y al peinarse tal como él lo hacía. Lo imitó en los rasgos más superfluos de su personalidad, desde su exasperante indulgencia a sus ademanes pretenciosamente afeminados, pero siempre cuidando no caer en una burda caricatura, algo a lo que más de una vez estuvo tentado.

Sin ninguna resistencia, todos cayeron en el ardid. “Mamá no tenía motivos para dudar de que yo los había abandonado. Siempre creyó que de mi podía esperar cualquier cosa, para ella siempre fui la oveja negra, quizá el gemelo malvado”. Tampoco hubo dificultades para engañar a la novia del otro, con sólo cuatro meses de noviazgo, no le resultó difícil tratarla, ella mantenía la relación en un curso bastante lento y él nunca tuvo necesidad de improvisar gran cosa. “En sí, aunque simulaba ser otro, yo fui con quien se casó, yo fui quien la convenció en realidad, no el otro, y ella nunca lo sabrá”.

Sin dejar de conducir, ella lo ve desde su lugar, lo percibe pensativo y taciturno, cree saber la razón de por qué y una vez más su sensibilidad la incita a intentar animarlo; sus ojos encuentran los de él, lo toma del hombro y le sonríe exhortándolo a que le devuelva el gesto. De inmediato contesta el estímulo con la respuesta esperada pero, una vez más, la mueca esconde una nostalgia amarga tras su tierna aprobación.

Él desvía la mirada y sin haberlo pretendido se detiene a contemplar el reflejo del retrovisor, ahí encuentra un par de ojos adustos, los que siempre censuran esa unión mal habida; como cuando solían bañarse con ella y la ducha se convertía en pretexto y escenario para sus amoríos. Siempre, a la mitad del idilio encontraba en el espejo la imagen del otro fijando los ojos en los de él, y así el contacto se veía interrumpido ante un delirio repentino de persecución y, en ratos, el de una extraña sensación de celos. Un día sin dar razones se negó a seguir la rutina, ella no se lo tomó a mal y vio la negativa súbita de su marido como algo normal, ella misma ya empezaba sentirse aburrida de los arrumacos en la ducha; pero jamás se habría imaginado que en su vida sexual él llegara a prohibirle llamarlo por su nombre. “En ese momento sólo grita, no digas nada o llámame de cualquier otro modo pero nunca por mi nombre”.

Ella estaba lejos de saber que aquel capricho tan nimio e inusual respondía a una necesidad desesperada, el descanso de verse en la tarea de revivir un muerto a través de su carne y el reconocimiento indirecto de que él en ese momento no era el otro sino una entidad indeterminada, desconocida para ella y no obstante suya.

Por fin llegan a la capilla, la ceremonia ha dado inicio. Él queda atontado frente a la solemnidad en las palabras del sacerdote y oye todas esas razones opuestas al terrible absurdo que llena su vida mientras ve los restos de su madre en el féretro. Escucha de una vida mejor después de la terrena, donde años de mediocridad se han de resarcir en la gloria. Su mente se petrifica en aquella idea y una posibilidad lo inquieta: “¿Pero y si no he vivido mi vida sino la de otro, qué compensación podría recibir después si ya no soy lo que fui y finjo ser algo que ya no es?” Por primera vez, se hizo consciente del gran desequilibrio en el que estaba viviendo en medio de su juego de ser un actor que no distinguía un adentro y un afuera del escenario.

 Por dentro, él se debatía en un conflicto por definir identidades en medio de un caos mental irreconciliable pero, por afuera, los asistentes del cortejo creían ver todo claro, frente al féretro de la vieja estaba un buen hijo, el gemelo que la acompañó en su ultimo adiós, no el revoltoso que nadie se permitía mencionar ya y que desde hacía mucho tiempo se había ganado el desprecio de todos, haciendo de su deserción no una desdicha sino un beneficio para todos.

 La multitud de deudos camina tras los que llevan el féretro sobre los hombros, en medio del mutismo y agotado por su carga, él recuerda cómo murió su madre. Todo se dio cuando la visitó en el hospital en un día cálido, ella estando en cama, estable y lúcida pero los médicos sospechaban de su situación, de modo que lo mismo podía vivir un año más o morir al amanecer. Manteniendo su papel, se presentó a cuidarla y, de pronto, sintió un repentino temor de ser descubierto. Luego de meditarlo un momento, supo que si había logrado mantener su treta por tanto tiempo se debía a que al resto del mundo le bastaba una imagen convincente y su mímica más superficial, pero jamás se había tenido que enfrentar a pasar mucho tiempo con alguien que lo conociera profundamente a él y a su hermano.

Para disimular su inseguridad y no crear ninguna sospecha decidió no dejar espacio para silencios incómodos, habló sin detenerse a pensar mucho sobre qué. Pasados unos minutos su madre también y, ya en ese punto ella no quiso parar. A esas alturas él había perdido el control de la charla, su madre insistía en revivir sus años de juventud al contarle distintas anécdotas que se fundían en una sola. En ese instante, hacía demasiado calor, él estaba agobiado, ya no tenía ánimos de conversar y terminó por contentarse con permanecer sólo como un oyente que de pronto asentía o preguntaba sobre algún detalle de la narración para hacerle notar el que estaba al tanto de la historia.

Llegó un momento en que se encontraba sin sentir ninguna tensión, su madre hablaba sin parar pero nada de lo que decía se revelaba como una verdadera amenaza para su secreto. El objetivo de cada palabra no consistía en ponerlo a prueba, nadie estaba vigilando sus respuestas o la veracidad de sus afirmaciones. En realidad no tenía nada que temer. Para el anochecer no podía más que estar seguro de eso, entonces sintió un terrible vacío que lo dejó aún más alterado que su locura persecutoria.

Era pesado el calor y de poco servía el aire acondicionado, entre escuchaba la voz de la anciana en medio del ruido del ventilador, el bochorno y el ansia temible de un deseo perverso por tentar a la suerte e ir revelando la verdad en pequeñas dosis de pistas e indirectas.

“¿Recuerdas algo de cuando era pequeño?”, preguntó el hijo detonando un relato entusiasta y nostálgico sobre un pequeño, pero mientras avanzaba la historia se iba haciendo patente un vacío, faltaba un hijo en la narración y en el justo momento que pudo ser mencionado la voz de la anciana se desvió del curso en un intento burdo de negarlo por milésima vez. En defensa de su ego herido, él pretendió forzarla a retomar el rumbo con un recurso sutil: “¿Recuerdas que solía jugar en el patio?” dijo en un intento de crear un estímulo ineludible, pero la referencia al lugar sólo a él le resultaba simbólica. Su madre asintió con tranquilidad y mientras se secaba el sudor de la frente, narraba otra vieja vivencia. Entre el calor que iba creciendo y el suplicio apenas soportable de respirar aire caliente, junto a la comezón y la sensación despreciable del cuerpo cociéndose en su propio sudor, el hijo escuchaba.

 Frente al fracaso de sus indirectas, el calor y la necesidad de un alivio contundente, él se deshizo de su camisa y sin decir ninguna palabra esperó la reacción de su madre. “El clima está insoportable, ¿verdad?” fue lo que recibió en respuesta. Entonces, toda posibilidad de ser reconocido le pareció vedada y a pesar de su decepción no podía permitirse confesar su secreto. Sin decir palabra se acercó adusto y amenazante tomando a su madre del pelo, la zarandeo obligándola a ver la cicatriz de su brazo, la marca que sin ser causa de orgullo era la única distinción que le quedaba en el mundo, la insignia que antaña lo había vuelto el único ante su madre. Entonces, la tranquilidad los abandonó sin existir ningún remedio, entre el pánico y el ardor de la atmósfera, la habitación se vio llena de confusión en estado puro y resentimiento, la cólera desbordaba junto un deseo violento en medio del silencio, pero todo al final se vio disipado con un lamento apagado en seco y la inoportuna alarma del marcapasos. Ante sus ojos, la línea del marcapasos seguía su curso sin altibajos, y él estaba ahí viendo la expresión de su madre, aterrada sin duda, derrumbada en su camilla mientras los paramédicos llegaban al cuarto para atenderla en vano.

El cortejo ahora se encuentra contemplando el féretro yaciente en el subsuelo, la tierra empieza a caer sobre la caja de madera y, a la par, él observa cómo todo se desvanece frente a sus ojos al estar convencido de que con su madre se ha ido la única persona en el mundo que habría podido reconocerlo. Sigue cayendo la tierra sobre los restos de la madre, mientras, el mundo entero ve al deudo parado sobre el borde de la zanja; todos piensan que él es el otro y nadie más, pues no tienen motivo para creer algo distinto. Mientras, él se detiene en la cruda certeza de que transcurridos tres días estará frente al espejo, una vez más, para rasurarse como lo ha hecho desde hace poco más de cinco años. Entonces queda abrumado ante la posibilidad latente de un día verse en el espejo y quedar convencido de que él siempre ha sido el otro y nadie más.