martes. 16.04.2024
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¿Tachas?

A un novio con el que se rompía definitivamente, no había costumbre de volverle a hablar ni siquiera saludarlo cuando se le encontraba por la calle, detalle bastante sintomático de las escasas raíces de amistad que se habían echado con aquella relación.

Las posibilidades de ruptura se aminoraban notablemente cuando el novio empezaba a “entrar a casa”, primer estadio de formalización real de las relaciones, y al que sólo seguía, antes de la boda, la petición de mano.

Un novio que ya entraba en casa suponía una doble garantía para las madres casamenteras: la primera, la de mayor compromiso que adquiría dando ese paso; la segunda, la del control más directo que se podía ejercer sobre unas relaciones que ya no se desarrollaban únicamente del portal para afuera.

Un novio de portal —justificaba su teoría la tía— viene, llega, sale y un buen día desaparece sin dejar rastro ni reclamación posible… Pero el novio, que sube el piso, merienda, juega las partidas de cartas, asiste a las tardes en que un familiar tiene anginas, conoce a las criadas, recibe recados por teléfono en el número de la novia, participa de santos y cumpleaños, ese novio, hija mía, es más difícil que huya… ése ¡no se escapa!

Resulta más difícil, efectivamente, romper con una novia cuando ya se entraba en casa, como también pretender de ella favores que atentaran seriamente contra su pudor.

Hasta la petición de mano, ceremonia que tenía lugar pocas semanas antes de la boda, con el consiguiente intercambio de regalos, la coacción de la familia se hacía progresivamente abrumadora e inesquivable. Y cuanto mejor se viera tratado el recién admitido a aquellas habitaciones donde se servían meriendas, se oía la radio, se dilucidaban cuestiones económicas y se hacía crochet, más prisionero se sentía. También podía sentirse prisionera ella, claro está, pero la conformidad que le habían predicado desde la infancia le impedía ahondar en aquella vaga insatisfacción experimentada a veces al comprobar que su novio seguía siendo para ella un perfecto desconocido al que se acepta y se perdona a ciegas.

La paciencia debe acompañar a la mujer día y noche, como si fuera vuestra sombra, sentarse en nuestra mesa, no abandonaros en los momentos de emoción y sosteneros en las horas de amargura, porque entre el fondo del alma del hombre y de la mujer media siempre tan gran distancia que hasta el hombre dotado de delicadeza excepcional hará sufrir, cuando menos lo piense, a la mujer menos susceptible.

Sobre la época, ya tan lejana, de las miradas, que se inició bajo los auspicios del jugueteo, la audacia y la promesa, empezaba a caer un manto polvoriento de domesticidad, una coraza de buen sentido. La novia empezaba a hacerse el ajuar, a no salir con las amigas cuando él tenía que estudiar, a “guardarle ausencia” si se iba de viaje, a no interesarse más que por el porvenir del novio, por sus quiebros de humor, por aquellos súbitos silencios que se instalaban a veces entre ambos como una barrera cuyos cimientos jamás se investigaban. Y toleraba de mejor o peor grado que él siguiera saliendo con los amigos, yendo al café de noche y sabe dios si teniendo alguna aventura con la que consolarse de tanto estancamiento. Empezaban las riñas, las medias verdades y las lágrimas, las discusiones cerradas en falso con algún verso furtivo, que acentuaban la sensación de agobio. Y así se llegaba al día de la boda. Totalmente a ciegas.

Los novios a punto de contraer matrimonio se parecen al funámbulo que, con los ojos vendados, vacilante, anda sobre el abismo. …La gran desgracia es que son ignorantes. ¿Qué saben de sí mismos y del otro? Que son jóvenes y guapos, ricos o pobres, de buena familia o de carácter amable. Esto “creen” saberlo. Todo lo demás lo “esperan”.  

Unos años más tarde, cuando algunas revistas católicas de vanguardia empezaron a plantearse la necesidad de abrir los ojos de las futuras esposas y acometer aquellos temas de la relación entre los sexos de una manera más realista, un autor criticaba así la falta de información sexual que había presidido hasta entonces la educación de las mujeres:

Las mujeres devotas y burguesas de las últimas cuatro o cinco generaciones, víctimas del pseudoespiritualismo erótico y “rosa” del siglo XIX, adoptaron ante el problema sexual la actitud del avestruz, defendiendo con tenacidad el ideal de lo que dieron en llamar “inocencia”, …ignorancia a ultranza de todo lo relacionado con el sexo, por considerarlo en principio feo, malo e inconveniente… Parece como si se quisiera sentar el postulado de que lo sexual, en principio, es malo …El sacramento del matrimonio resulta forzosamente menospreciado y reducido al triste papel de una tolerancia excepcional, una salvedad, algo así como una “vista gorda” de Dios …Prueba de ello es la costumbre, existente todavía en muchas congregaciones de “hijas de María”, de expulsar de su seno a las que contraen matrimonio …Tengo referencias de que en alguna congregación esa expulsión se lleva a cabo, además, de forma pública y vejatoria, quitando a la novia la medalla en pleno altar y apenas ha pronunciado el “sí”, padre.

Excedería de los límites de este trabajo, ya demasiado dilatado, el análisis en profundidad de las secuelas que esta ignorancia pudo significar para la buena marcha de las relaciones matrimoniales.

De todas maneras, creo que a estas alturas de la década de los ochenta ya se ha hablado cumplidamente, y de forma incluso algo abusiva, de la represión sexual de los años de posguerra, a la que se ha echado la culpa de todos los infortunios padecidos por los matrimonios que hoy ven a sus hijos comportarse de manera diametralmente opuesta en sus relaciones amorosas.

A mi modo de ver, aquella represión sexual, aunque pudo efectivamente provocar la infelicidad de muchos matrimonios, no era ni mucho menos tan grave como otro fenómeno más desatendido y subyacente al primero: el de la represión de la sinceridad entre los hombres y mujeres a lo largo de los años de trato que jalonaban su permanencia en aquella “escuela de noviazgo” tan decantada. La exaltación de la insinceridad, a que ya he hecho suficiente referencia, llegaba a postularse en términos tan descarados como los siguientes:

Para ganar en quites de amor hay que empezar por perderle el respeto a la sinceridad.

Empezando por allí, ya hemos visto el proceso que seguían los estudiantes de aquella asignatura; no hace falta insistir en ello. A lo largo del presente trabajo creo haber dejado suficientemente claro que la pérdida del respeto a la sinceridad fue causa primordial del descalabro y nunca de ganancia en los quites de amor que he venido analizando.

Más que las trabas que se les ponían a los novios de postguerra para besarse sin remordimientos y tener ocasión de conocer, antes de la boda, sus respectivos cuerpos, considero perniciosas las que se les pusieron, al amparo de la insinceridad, para llegar a ser amigos y conocer sus respectivos deseos, miedos, decepciones y esperanzas. En una palabra, para dejarse querer y ver por el otro en su verdad desnuda, no con arreglo a los datos falsos que se proporcionaban mediante la representación de un papel.

Carmen Martín Gaite 

A mediados de marzo de 2008 leí que según una encuesta publicada en el Reino Unido la cuarta parte de los ingleses pensaba que Winston Churchill era un personaje de ficción. Por aquella época yo acaba de terminar el borrador de una novela sobre el golpe de estado del 23 de febrero, estaba lleno de dudas sobre lo que había escrito y recuerdo haberme preguntado cuántos españoles debían de pensar que Adolfo Suárez era un personaje de ficción, que el general Gutiérrez Mellado era un personaje de ficción, que Santiago Carrillo o el teniente coronel Tejero eran personajes de ficción. Sigue sin parecerme una pregunta impertinente. Es cierto que Winston Churchill murió hace más de cuarenta años, que el general Gutiérrez Mellado murió hace menos de quince y que cuando escribo estas líneas Adolfo Suárez, Santiago Carrillo y el teniente coronel Tejero están vivos, pero también es cierto que Churchill es un personaje de primer rango histórico y que, si bien Suárez comparte con él esa condición al menos en España, es dudoso que lo hagan el general Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo, no digamos el teniente coronel Tejero; además, en tiempos de Churchill la televisión no era el principal fabricante de realidad del planeta, mientras que uno de los rasgos que define el golpe del 23 de febrero es que fue grabado por televisión y retransmitido a todo el planeta. De hecho, quién sabe si a estas alturas el teniente coronel Tejero no será sobre todo para muchos un personaje televisivo; quizá incluso Adolfo Suárez, el general Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo lo sean en alguna medida, pero no en la misma que él: aparte de los anuncios de las grandes cadenas de electrodomésticos y las carátulas de programas de chismorreo que prodigan su estampa, la vida pública del teniente coronel golpista está confinada a los pocos segundos repetidos cada año por televisión en que, tocado con su tricornio y blandiendo su pistola reglamentaria del nueve corto, irrumpe en el hemiciclo del congreso y humilla a tiros a los diputados reunidos allí. Aunque sabemos que es un personaje real, es una imagen irreal: la escena de una españolada recién salida del cerebro envenenado de clichés de un mediano imitador de Luis García Berlanga. Ningún personaje real se convierte en ficticio por aparecer en televisión, ni siquiera por ser sobre todo un personaje televisivo, pero es muy probable que la televisión contamine de irrealidad cuanto toca, y que un acontecimiento histórico altere de algún modo su naturaleza al ser retransmitido por televisión, porque la televisión distorsiona el modo en que lo percibimos (si es que no lo trivializa o lo degrada). El golpe del 23 de febrero convive con esa anomalía: que yo sepa, es el único golpe en la historia, grabado por televisión, y el hecho de que haya sido filmado es al mismo tiempo su garantía de realidad y su garantía de irrealidad; sumada al asombro reiterado que producen las imágenes, a la magnitud histórica del acontecimiento y a las zonas de sombra reales o supuestas que todavía lo inquietan, esa circunstancia quizá explique el inaudito amasijo de ficciones en forma de teorías sin fundamento, de ideas fantasiosas, de especulaciones noveleras y de recuerdos inventados que lo envuelven. 

Pongo un ejemplo ínfimo de esto último; ínfimo, pero no banal, porque guarda precisamente relación con la vida televisiva del golpe. Ningún español que tuviera uso de razón el 23 de febrero de 1981 ha olvidado su peripecia de aquella tarde, y muchas personas dotadas de buena memoria recuerdan con pormenor —qué hora era, dónde estaban, con quién estaban— haber visto en directo y por televisión la entrada en el Congreso del teniente coronel Tejero y sus guardias civiles, hasta el punto de que  estarían dispuestos a jurar por lo más sagrado que se trata de un recuerdo real. No lo es: aunque la radio retransmitió en directo el golpe, las imágenes de televisión sólo se emitieron tras la liberación del Congreso secuestrado, poco después de las doce y media de la mañana del día 24, y apenas fueron contempladas en directo por un puñado de periodistas y técnicos de la Televisión Española, cuyas cámaras grababan la sesión parlamentaria interrumpida y hacían circular aquellas imágenes por la red interior de la casa a la espera de ser editadas y emitidas en los avances informativos de la tarde y en el telediario de la noche. Eso fue lo que ocurrió, pero todos nos resistimos a que nos extirpen los recuerdos, que son el asidero de la identidad, y algunos anteponen lo que recuerdan a lo que ocurrió, así que siguen recordando que vieron el golpe de estado en directo. Es, supongo, una reacción neurótica, aunque lógica, sobre todo tratándose del golpe del 23 de febrero, donde a menudo resulta difícil distinguir lo real de lo ficticio. Al fin y al cabo hay razones para entender el golpe del 23 de febrero como el fruto de una neurosis colectiva. En la sociedad del espectáculo fue, en todo caso, un espectáculo más. Pero eso no significa que fuera una ficción: el golpe del 23 de febrero existió, y veintisiete años después de aquel día, cuando sus principales protagonistas ya habían tal vez empezado a perder para muchos su estatuto de personajes históricos y a ingresar en el reino de lo ficticio, yo acababa de terminar el borrador de una novela en que intentaba convertir el 23 de febrero en una ficción. Y estaba lleno de dudas. 

Javier Cercas