jueves. 18.04.2024
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Canabis

Emiliano Garibaldi Toledo

Tachas 12
Tachas 12

I

No quiero ni puedo explicar cómo pasó esto, si pudiera o quisiera, simplemente lo enterraría. He intentado con cada uno de los artificios humanos para olvidar, desde yerbas silvestres hervidas en leyendas y heroísmo, hasta aceites espesos que lubrican los engranes del razonamiento y el bienestar. Ninguno ha conseguido encontrar una sola pieza del rompecabezas que me hizo esto que soy, en el que, conforme los fragmentos embonan, aparece poco a poco un muro de árboles, luego otro en dirección contraria, luego otro y otro, que se reproducen a la caza de un sentido y una forma: podría ser un laberinto. Pero un laberinto simple, imperturbable como la cola de un zorro.

II

El primer recuerdo, la primera desviación de mi trayecto, es la lluvia en la montaña donde nací. Ella me arrastró hasta aquí, ella me cantó canciones siniestras para arrullarme, ella me defendió y me atacó durante dos días con sus noches. No dudé, ni dudo ahora, que la lluvia es mi madre, pero también mi muerte. Ella me trajo y me lleva a la colisión de los momentos que hacen detonar el instante. Mi madre es hermosa y traicionera, pero siempre confiaré en sus remedios.

III

Si pudiera, dedicaría, como el señor Blas, una canción a los gusanos que han comido la carne de mis huesos. Pero es tarde y me cuesta concentrarme; debo llegar a las confesiones, y nada mejor que los dos puntos para recobrar el aliento: he sido acusada de asesina, de puta, de rabiosa, de ladrona, de tantas cosas que mi voluntad no discutiría, por eso dejo por escrito que: «soy una puta que se rasca las deidades en el vello de las piernas, me ponen rabiosa las campanas de la iglesia y los panfletos reaccionarios, sólo maté a tres perros falderos que infamaban a la especie (por uno de esos tres estoy a punto de morir envenenada), y sí, también soy parte de la escoria, de los ociosos y harapientos escombros que dejan las ciudades en su camino vertical».

IV

Ellos son los siguientes en este viaje sin sentido; sin sentido porque no se decide hacia donde ir. Ellos son mi familia, ellos me encontraron y creyeron haberme salvado. Dos días después de mi nacimiento, de escuchar sólo la insistente voz de mi madre, de sentir únicamente la humedad de sus caricias, distinguí entre la lluvia las voces entrecortadas de sus miserables corazones, en busca de un lugar tranquilo para huir de la miseria, no la suya, sino la del mundo. Un mundo sin pasiones.

V

Primero distinguí un sonido agudo y chillón, como de las nubes cuando se estiran mucho, después llegaron otros cuatro que se confundieron con el primero. Nunca supe quién me levantó, me tomó entre sus manos y me acarició con ternura. A pesar de su aparente rudeza, sus cabellos largos, sus pantalones rotos y playeras negras, esos niños incomprendidos no podían olvidar su humanidad. Intentaron alimentarme con lo único que cargaban en sus mochilas: galletas y refresco. Nada de eso se acercaba a comida para mí, pero a alguno se le ocurrió llenarme los pulmones con el dulce humo de su hierba y después de un rato mi hocico arrasó con todo, como un enorme monstruo que ataca una ciudad porquesí.

VI

Desde ese momento me llamaron Cannabis, nombre que acepto hasta hoy, el fin de mis días terrenales.

VII

Después de fumar hubo una pequeña discusión sobre quién me llevaría a su casa, ¿a quién le pertenecería? Pues a nadie, fui a vivir al segundo piso de una construcción abandonada, mejor conocida como el Aeropuerto, donde estos adolescentes desorbitados se reunían; ése fue mi hogar durante los tres meses siguientes de mi vida.

VIII

En ese tiempo aprendí a comer cualquier cosa, a dormir con el frío royéndome los huesos, a mirar a través de la oscuridad y a defender con rabia a mi familia y nuestro territorio. Fue una época gloriosa, en la que ni la mente ni el cuerpo están al tanto de sus límites, en la que jugamos entre los riscos del monte a ser acróbatas para el público interior de la arrogancia, en la que se compite por ver quién logra sacar más cosas del centro comercial en los bolsillos de las chamarras, en las manos, entre los dientes, cómo sea —con el feliz fin de contribuir con una bolsa de pan, un jugo, una lata, cualquier cosa— y en la que cada vez que se ve a un policía se tiene la obligación de ladrar una canción ofensiva para la azul autoridad.

IX

Otra pieza gira en el caos del recuerdo y se avecina como un pájaro dormido. Después de meses de felicidad, nuestra casa, el Aeropuerto, nos fue arrebatada por una horda de asquerosos policías, que sitiaron nuestro refugio y encarcelaron a los que estábamos ahí: Herón, un niño de 12 años gordo y moreno, a la vez que un poco estúpido; Maya, muchacho extrañamente inteligente, que se negó a usar zapatos desde los diez años; Fiero, con su mirada oscura y deliciosa para las mujeres, pero también algo siniestra y peligrosa —como se comprobaría seis años después, cuando asesinara a su padrastro a fuerza de 23 fierros distribuidos en todo el cuerpo— y yo. Capi y Lucas, los suertudos, especialmente Lucas, fueron los comisionados para ir a comprar la dulce hierba que nos mantenía unidos, se iban acercando cuando vieron las luces de las sirenas y lograron huir. Así terminaron los días felices del Aeropuerto —ahora convertido en hotel de lujo— y comenzó mi nomadismo, del que luego disfrutaría y sufriría las consecuencias.

X

Fui de casa de Maya a casa de Capi a casa de Lucas, y de ahí otra vez a casa de Maya a casa de Capi a casa de Lucas. Hasta que Maya se cambió de casa. Hasta que Lucas se cambió de ciudad. Hasta que Capi cambió de estado civil. Hoy no tengo casa; agonizo en la banqueta.

XI

En los buenos tiempos (creo que así me llamará Lucas después de mi muerte: El Fin de los Buenos Tiempos) caminamos Todas las Calles de la Ciudad de Cantera, nos revolcamos en los Lodos de Todas las Tierras del Cerro. Esos Buenos Tiempos, como todos, tuvieron su fin.

XII

Tres años antes de mi asesinato, salimos a buscar terreno no muy lejos de la ciudad. Capi aprovechó para saludar a una amiga; Lucas y Fiero se posaron bajo un árbol para forjar. Yo me puse a recorrer los alrededores, en un descampado vi un pequeño conejo pastando, se veía delicioso, tal vez hasta lo comparta con Lucas y Capi, pensé. Me acerqué lentamente, calculando cada paso, cada movimiento, el conejo me ha visto, descubrí. Comencé la carrera, salió como una bala saltarina, el animalillo es veloz, dilucidé. Estuve muy cerca, pero no vi el desagüe, ni sus tres metros de altura, caí y nadie me había visto; el conejo giró en el último momento.

XIII

Llamé y llamé, pero nadie me escuchó, volví a llamar: nadie. Llamé y aparecieron Lucas y Fiero. Estoy salvada, pensé, pero Fiero dudó; Lucas bajó sin pensarlo, me cargó y me subió. Creí que iba a morir, le dije con los ojos. Lo sé, todo está bien ahora, me contestó de la misma forma y acarició mi cabeza.

―Hay que llevarla a que le curen esa pata― le dijo Fiero a Lucas porque tenía que decirlo, no porque hiciera falta.

XIV

Después del accidente, Lucas y yo dejamos las palabras y los ladridos para quien los necesitara. Nos burlábamos de todo y de todos, nos defendíamos y nos cuidábamos sin pedir ayuda. Creo que a él le pasó algo parecido a lo que me pasa a mí, pero en sentido contrario. Lucas vivirá mucho tiempo después de mi muerte, a veces hasta tendrá instantes de felicidad. Se acordará de mí, de las ocasiones en que me escabullía sigilosamente para robarle su hierba, de los momentos en que lo defendí con uñas y colmillos, y cuando también me defendió. Recordará los juegos y la guerra, lo dulce y lo amargo de la sangre, las conquistas y las derrotas, los gruñidos y las risas, y sobre todo: el amor.

XV

Ahora llueve, mi madre ha venido por mí, es la única que se atreve a verme morir. Capi le dice a su esposa que me ha visto muerta en la banqueta, en su casa di a luz a mi única camada de once perros, ellos me cuidaron y cuidaron a mis crías. Maya lo sabe, lentamente se prepara para fumar: saca un papel, desmenuza la hierba, la espulga, la limpia, la enrolla, fuma sentado en el jardín, sabe que no será lo mismo. Lucas es el último en enterarse, acaba de llegar a la ciudad de vacaciones, encuentra a Maya con el churro en la mano, Lucas entiende, por la lentitud de los movimientos de Maya, que algo ha sucedido. Lucas sale de la casa de Maya en dirección a mi cadáver, pero no puede, todavía es un cobarde, no puede evitarlo y llora, se hinca y llora, se limpia la nariz y llora, da un paso y llora, y cuando se aleja de regreso a casa de Maya, dice con una voz tan baja que casi alcanza la voz de mi madre: es el Fin.