sábado. 20.04.2024
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Problemas espirituales

Son consecuencia, como en el siglo XVII, de un doble conflicto: contra el lastre de la tradición, el deseo de renovación; contra el deseo de la renovación, el orgullo de la originalidad nacional.

La primera parte del siglo aporta poco a este conflicto. El romanticismo es literario —más que en el siglo XVIII— es una copia. La España tradicional no es más que un vestigio. Hacia 1840 la antigua España conserva más gestos que pensamientos. Esto basta para que se mantengan, en lugares apartados, emocionantes supervivencias medievales, pero no para proteger la seguridad de la fe en regiones de contacto y en las grandes ciudades. A mediados de siglo, un sacerdote catalán, Balmes, y un liberal convertido, Donoso Cortés, hacen un vehemente llamamiento a favor de una vivificación de la tradición; pero su posición es de carácter defensivo y su influencia no será inmediata. La masa del clero español no escuchará la lección, y guardará sus pretensiones a la dirección total del pueblo, sin justificarla con una mayor cultura. El clero confundirá el mantenimiento de las prácticas con la solidez religiosa. Aún en nuestros días, un extranjero puede extrañarse de la fuerza que guarda en España la religiosidad inconsciente y el desconocimiento, en el hombre medio, de los rudimentos fundamentales del catolicismo. En la adhesión u oposición a la religión, el componente intelectual es débil; de ahí vienen los combates apasionados. Es el signo de una quiebra en la educación popular: escuela y catecismo a la vez. Este fracaso es apenas discutible. En el siglo XX la iglesia española soñará a veces con ser la cabeza de una Contrarreforma: pero la Prerreforma de Cisneros, educadora del clero en el siglo XVI, no tuvo correspondencia histórica en el siglo XIX. El movimiento espiritual español contemporáneo, incluso en sus aspectos tradicionalista y místico, se ha producido fuera de la iglesia o contra la Iglesia; es un movimiento de “intelectuales”.

Este movimiento nace, entre 1860 y 1880, en tres formas. En primer lugar, se trata de una floración de novelas, desiguales, pero curiosas por su orientación. Un Pereda defiende a la vieja España, no sin ironía. Un Valera, un Pablo Valdés, una Pardo Bazán la critican, no sin ternura. Por encima de las divergencias, reina en todos ellos una preocupación: delimitar lo nacional, definir “lo español”. Aquí se descubre a un pueblo en crisis moral, dudando de sí mismo, pero vinculado, ante todo, a las particularidades de su alma.

Hay otro movimiento intelectual que parece muy diferente en sus orígenes. Es ese extraño “Krausismo”, importado de las universidades alemanas en los años 40 por un joven becario del gobierno, Julián Sanz del Río, cuya influencia entre 1855 y 1865 opera una pequeña “reforma”. Se trata menos de ideas que de una actitud ante la vida. Pero de ahí salieron ese espiritualismo laico, esa rigidez de principios, esa fe en la educación, que anima a los hombres de la Primera República. La extensión de la capilla será más tardía. Pensemos, sin embargo, que hacia 1865-1875 se fijan también, a través de la querella Marx-Bakunin, las dos corrientes del pensamiento revolucionario español; y convendremos en que es preciso buscar en este decenio las fuentes en que ha bebido la España de nuestro tiempo. No obstante, se acostumbra a buscarlas preferentemente en la Generación del 98. Puede hacerse así, siempre que se defina esta generación en su sentido más amplio, comprendiendo en ella toda reacción contra el nuevo complejo de decadencia que la derrota de 1898 vino a exasperar.

Después de 1880, el krausismo con Francisco Giner de los Ríos, se consagra a la educación: una especie de “Parauniversidad”, la Institución Libre de Enseñanza, emprenden una renovación de la pedagogía y de la investigación que cuajará en 1907, en la oficial “Junta para la Ampliación de Estudios”, con establecimientos de segunda enseñanza, centros de estudios científicos y becas para el extranjero. Las fórmulas prácticas son nuevas: encuestas, excursiones, coeducación de sexos, pasión por la naturaleza y por la cultura popular, preferencias por la biología y la sociología. Gracias a la Institución, España no solamente iguala, sino que con frecuencia supera, a los países vecinos, en materia de educación superior. Puede hacérsele una reserva: esta obra no llega ni a la vieja España, fiel a la educación religiosa, ni al pueblo, que continúa sacrificado; hacia 1900 más de la mitad de los españoles no saben leer. De suerte que la “inteligentsia” krausista se limita a ser un hecho aislado, artificial, extrasocial. Un día vendrá en que habrá ocupado el poder, y entonces ese fenómeno no será extraño a su inexperiencia e impotencia.

Podemos vincular a la Institución aquellos historiadores y sociólogos de los años 1890-1900, aún con deficiente instrumental, pero buenos exploradores, cuyo esfuerzo recuerda el del siglo XVIII, por su deseo de lo universal unido a la simpatía por el viejo fondo nacional. Tal es el caso de Joaquín Costa, que busca como angustiado las particularidades, españolas en materia derecho consuetudinario, folklore, economía rural e hidráulica colectiva. Luego, un Hinojosa y un Altamira que, más científicamente, establecen los fundamentos de una historia social y psicológica de su país. A partir de 1898, Costa se lanza también a la política activa, organiza a los campesinos aragoneses contras el fisco, se dice republicano y luego revolucionario. Propone toda clase de fórmulas para el provenir; es el “arbitrista” del siglo XIX. Aunque admirado, su gloria se esfuma rápidamente ante la de escritores más brillantes. Desde entonces, la “generación de 1898” adquiere valor sobre todo literario.

Igual que Quevedo condenó al “arbitrismo” en nombre de una desesperanza orgullosa, así, hacia 1898, unos hombres se encuentran unidos en el desprecio de lo positivo para comenzas líricamente sus decepciones nacionales. Estos hombres no forman “escuela” y son muy diferentes. Pero edifican su obra en torno a las mismas amarguras y a las mismas razones de orgullo. Baroja pisotea la tradición, pero rechaza las lecciones del exterior. Antonio Machado, joven profesor de Soria, centra su meditación poética sobre el paisaje de Castilla la Vieja, pero denuncia “la sangre de Caín”, de “estómago vacío y alma huera” del español. Ganivet muere desesperado lejos de su patria, después de haber trazado su Idearum, para probar que no hay común medida entre España y Europa. Unamuno pide para su patria el primer puesto en esa reacción contra el cientificismo y contra la fe en el progreso, que se dibuja un poco en todas partes por la misma época. Se complace en pulverizar las fórmulas rutinarias, en proponer la hispanización de Europa y en presentar al Quijote como modelo. Es el mayor genio verbal de España desde hace siglos. Pero este verbalismo, y sus paradojas, proyectan sobre el alma española incertidumbre y contradicciones para el porvenir.

Primera contradicción: al espíritu científico heredado de Giner, en el que se inspiran magníficas escuelas filológicas, históricas y biológicas, con los Menéndez Pidal, Sánchez Albornoz, Marañón, etc., se une un peligroso prestigio del brillo literario, del “snobismo” filosófico a imitación de un Ortega y Gasset y de un Eugenio d’Ors.

Segunda contradicción: los escritores españoles, que siguen a los del 98, “toman partido” de tal manera que llegan a sentirse destinados, cuando la crisis de 1931, a dirigir moralmente la nueva España. En realidad, no podían arrastrar ni a la España tradicional, que los maldecía, ni al proletariado, que ellos mismos ignoraban. Cuando comprobaron la violencia de las luchas materiales en la política, optaron por retirarse, unos estruendosamente, los otros en silencio, no sin despreciar a los que seguían “comprometidos”. Esta escisión y esta incertidumbre espirituales han sido un nuevo drama de la España de nuestro tiempo.

Última contradicción: los hombres del 98 quisieron, al mismo tiempo, criticar el complejo español y exaltar su mito. Algunos discípulos sólo conservarán el aspecto denigrativo y caerán en el desánimo. Otros conservarán el aspecto del orgullo, y, simplificándolos, atribuirán a los temas de Ganivet y de Unamuno el mismo papel que los nazis al racismo y los fascistas al “Imperio”. Puede que un Maeztu lo hubiera deseado así. Un Azorín lo aceptará implícitamente. Pero Unamuno, al morir, tendrá su momento de angustia.

Sin embargo, y como siempre en España, la síntesis se realizará entre el aliento tradicional el no conformismo. Mas, para esto harán falta algunos genios: Federico García Lorca, Miguel Hernández o Pablo Picasso, y un gran impulso popular: el de 1936.

Pierre Vilar