miércoles. 24.04.2024
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Cuatro preguntas

Fernando Rodríguez Guerra

Cuatro preguntas

A Juan, por sus ganas de vivir

 Ocupada como casi siempre en cuestiones comunicativas, Marina Arjona me explicó una mañana algunas de sus ideas y preocupaciones en torno a la necesidad, cada vez más urgente, de que la educación formal —es decir aquella que se imparte institucionalmente fuera de la casa— permitiera a quienes la reciben reducir y aclarar las crecientes y cada vez más elaboradas disonancias cognitivas que nos rodean. El asunto resulta urgente porque quienes más vulnerables se encuentran a los efectos devastadores de tales disonancias, son también quienes —al menos teóricamente— todavía cuentan o deberían contar con el apoyo y la orientación de una institución educativa.

El infeliz suceso que dio pie a tales reflexiones era la reciente y como suele ocurrir en esos casos, oscura muerte de un joven de la Facultad: mal asunto —me decía Marina—  para quienes se quedan y tiene que darle un sentido al sinsentido del suicidio, si comienza por negarse y ocultarse el hecho mismo. Pudor inútil para con los otros y engaño funesto para con uno mismo, que acaba por negar un último gesto de respeto y reconocimiento a quien en vida tampoco pudo conseguirlo. Afectada por el suceso, aquella mañana Marina me hablaba de algunas cuestiones que a ella le parecía de capital importancia hacer explícitas a quienes más vulnerables están a estas confusas disonancias.

La primera pregunta, me decía, la primera pregunta que cualquier persona, alcanzada una mínima autonomía, una incipiente autoconciencia tendría que hacerse, la pregunta fundamental que más pronto que tarde deberíamos todos hacernos es la de si quiere vivir. No hay pregunta más importante, más elemental, más básica, más instintivamente iluminadora para los tiempos confusos que vivimos. Antes incluso que preguntarse por causas o razones para justificarla, la interrogación total en torno al vivir se vuelve indispensable, porque —al hacerlo— nos refugiamos en la raíz misma de nuestra individualidad, más allá de las razones y de la necesidad: en el íntimo deseo de perdurar y en las ganas de vivir. Y es que vivir no es un asunto de necesidad, sino de voluntad. Cuando esta pregunta se plantea de forma no retórica, la respuesta no puede ser —en la inmensa mayoría de los casos— sino una afirmación categórica, definitiva, contundente. Y al hacer explícita tal voluntad —continuaba Marina— nos comprometemos entonces, también explícitamente, a combatir todo aquello que niega la vida: la culpa, el sufrimiento innecesario, las relaciones destructivas, la satisfacción imposible de los otros. Es decir, todo lo que nos enseña la sociedad como deseable o meritorio.

Mencionó después otros tres aspectos que, en forma de preguntas, podían ayudar a clarificar todavía más este asunto. Porque, luego de la manifestación explícita del deseo de vivir, surge inmediatamente la cuestión de cómo hacerlo. Y hay tres ámbitos en los que las personas —particularmente los jóvenes— son especialmente sensibles y conviene por tanto clarificar hasta donde sea posible las disonancias cognitivas que los usos sociales nos imponen. Estas áreas son la aceptación social, la vida de pareja y el tema de los hijos.

Es lamentable la cantidad de esfuerzo y energía que desperdiciamos buscando —inútilmente— la aceptación de los demás. Uno debe saber —de preferencia lo más pronto posible, me decía Marina— qué tipo de persona es, y actuar en consecuencia. Habrá quien se sienta cómodo siguiendo al pie de la letra los dictados sociales y las modas del momento; quienes viven, como dice Luis Rosales en un verso de ‘La Casa Encendida’: “teniendo a su corazón como invitado todo el tiempo”. Del otro lado, están los que, con una acendrada individualidad, viven siempre en permanente tensión con las maneras y los objetivos de la comunidad. Y se trata menos de valorar o calificar ambas posturas (esquemáticamente contrastadas), cuanto de reconocer en qué punto se siente uno más cómodo. Y como en el caso del maltrato, no hay manera más sencilla de reconocer esa diferencia que el hecho mismo de plantearse su posibilidad. Es decir, si uno está constantemente preguntándose si es diferente, es porque de verdad es diferente. El problema está en que casi siempre se formula la cuestión en términos valorativos y se dice “¿qué tengo mal? Que nunca encajo en ningún lado” Y repito, se trata menos de renunciar al principio del placer —la búsqueda del afecto—, cuanto de sujetarlo al principio de realidad —re-conocer lo que nuestro temperamento, nuestra infancia, nuestra propia historia nos ha dado.

Y ¿qué decir de la pareja? Probablemente no haya otro aspecto vital sometido a una presión social tan intensa. Al punto tal que las mujeres (y quizá incluso ya también los hombres) prefieren exponerse a la traumática experiencia de un divorcio o incluso ser viudas antes de permanecer solteras y verse sometidas al escrutinio permanente que las hace sentir rechazadas. Y es que en la compleja escala de valoración social, la soltería es casi sinónima de disfuncionalidad, sexualidad cuestionable e insolvencia crediticia. Nuevamente, lo que puede ser una opción libre y racionalmente elegida, se presenta ante nuestros ojos como una carencia y una inadecuación de nuestra parte.

Queda por contestar la pregunta de si cualquiera debe tener hijos: y basta con mirar a nuestro alrededor para saber que no, que con una ligereza criminal la gente trae al mundo hijos a los que no sólo no puede atender, no sabe cómo hacerlo y —peor aún, no obstante ser el caso más frecuente— no tiene la menor gana de hacerlo. La irresponsabilidad con la las personas tienen hijos para resolver asuntos de índole muy diversa, pero ajenos todos al compromiso y al deseo de la paternidad, corre pareja sólo con el júbilo social que la celebra.

—Y pues entonces sí, pinta mal el asunto —me decía Marina.

Yo le pedí que ya no continuara porque si no iba a ser yo quien —usando la oblicua y por eso mismo estúpida frase que tanta risa nos daba y con la que la gente suele referirse al suicidio—  iba a ser yo quien “iba a hacer una tontería”. Habíamos llegado a nuestro destino y cambiamos de tema.

He intentado reproducir aquí algunas de las ideas que Marina fue hilando en esa mañana calurosa. Lo que sería vano intentar reproducir sería su cálida presencia, su deslumbrante lucidez, su contagiosa risa que no nos acompaña. Pero existió y la celebraremos siempre.