Es lo Cotidiano

MEMORIAS DEL SUBDESARROLLO

Se nos murió el muerto

Marcelino Díaz Mares

Se nos murió el muerto

Hablando con uno de esos señores que saben mucho de la historia de León, me enteré de que esta ciudad estuvo a la altura de Guadalajara y cuando todavía Monterrey no resollaba tan fuerte. Se la acabó una inundación, creo que del siglo XIX. Y por allí anduvo punteando la ciudad de los zapatos y la fueron echando para atrás el cerro de la Silla, Puebla, Mérida, y luego Ciudad Juárez y Tijuana y creo que hasta Nezahualcóyotl. De todos modos León rifa, como dicen los chamacos y esa raya seca que es el Río de los Gómez se convierte en un demonio de vez en cuando y mete buenos sustos.

Yo he vivido por toda la ciudad, de alguna manera me siento como un Pepe Guízar de petatiux, porque miré desde el Calvario cómo se iba poblando Jardines del Moral y cómo desde el cerro pelón, por la Flores Magón avanzaban las casas hasta arañar la Cruz de las Hilamas y cómo ponían un zoológico muy cerca de donde hubo tanto ahogado en los días festivos, sobre todo en Semana Santa, en la presita de Ibarrilla y no se diga en los Castillos. Se alargaba para acá y no se encogía ninguna de sus partes. También viví en las nopaleras de San Carlos, antes de que hicieran la unidad deportiva y el campo de beisbol dedicado a Domingo Santana y las calles sobrepasaron la ciudad del Niño Don Bosco allí donde decían que habían vivido los polacos durante la guerra, pero que yo conocí ya como orfanatorio de los salesianos. Era una ciudad que olía a alfalfa por cualquiera de sus orillas, porque no dejaba de ser Bajío, y todavía había lechugas y jícamas.

Por 1971 se salió de control el otro mustio, el río del Muerto. Después, en el 73 le tocó a Irapuato y en 76 a Silao, les fue como en feria y el daño fue para toda la ciudad. Pero la desgracia es mucha así sea para una familia, aunque no haya pérdidas de vidas humanas,  y aquí, por fortuna, sólo agarró unas cuantas cuadras; pero, por desgracia, se llevó lo poco que tenía gente de las más pobre entre la más pobre. Cierto, Aquí ni siquiera fue el de los Gómez.

Los culéis de la Garita y Peñitas decían que sólo el de los Gómez era río, que los demás eran arroyos o arroyitos. Pues ese verano tronaron todas las tuercas en el cielo y en una crecida el Muerto revivió y se llevó a una muchacha. Guapa, la criatura, con esa belleza que da la juventud, nueva para la vida. La fueron a encontrar más allá de San Pancho. También ese año el aguadal entró por los corrales y se llevó la carreta del cojo de la verdura y, lo peor, al burro. Por allí se quedó atorado el animal muchos meses, a la vista de todos. A nadie le interesó rescatarlo, hasta que alguna nueva crecida lo desatoró y lo llevó a correr agua. Primero, pues no se podía llegar hasta él y después ya le pareció que no merecía tal inversión a su dueño. Al fin y al cabo allí demostró que merecía ser cojo. Tal vez pagó por adelantado. La comunidad lo castigó porque un tiempo jaló él la carreta y después mejor se desapareció, pero las ventas se le hicieron caca.

Yo vivía en la vecindad de la Ramos y allí el agua entró por el corral y salió por la puerta. Ya habíamos oído el bramido del agua, pero creímos que no iba a salirse de su cauce. Por suerte esa orilla del río está hacia arriba, de modo que con la fuerza llegó, topó con el puente y se fue para los dos lados, pero al poco tiempo regresó, se fue por pura gravedad hacia la Chayote y dio la vuelta por la rinconada de la Mora y tuvieron que abrir el muro para que regresara a su origen y se las averiguara con el río de los Gómez.

Yo no tenía mucho que perder ni que cuidar. El colchón se mojó igual que todos los de la vecindad y la mayoría de aquel rumbo y se pudrieron y algunos salieron a la calle empujados por la corriente. Allí iban gallinas, puercos, puertas, licuadoras, ropa, canastos, trastes, de todo. Y lo más curioso fue que algunos se fueron hacia el jardín de San Francisco como pedo de indio y de rato regresaron por la calle Ramos conforme bajó el empuje de aquel lado y se fueron hacia la Chayote.

No duró mucho, pero el mal ya estaba hecho. Como por aquí las casas tienen más corral que cuartos, pues por la pura retaguardia recibías el remojón y cómo controlabas aquello. Algunos de casas chicas cuya propiedad no daba al río y tenían barda en la parte trasera, pues nada más se las ingeniaron para poner costales con tierra o maderas o ladrillos apilados a la entrada y santo remedio.

Si el agua se salió de control a las cinco, ya para las diez de la mañana el agua estaba sujeta a cauce. Y entonces sí empezaron los llantos y los reclamos, la realidad de que no había ni para comer. Si hasta eso que para el mediodía empezó a llegar la ayuda: bolsas de comida y de ropa.

El problema era que ni siquiera había donde sentarse o donde tirarse a dormir de manera pensativa la desgracia. Recuerdo que a la hora crítica, algunos chamacos y unos cuantos hombres maduros se dieron a la tarea de amarrar lazos, sujetos a los barrotes de las ventanas de lado a lado de la calle. Poco a poco se le ganó la fuerza a la corriente y ni modo se tuvo que volver a vivir.

En ese tiempo estuve solo, sin quien me extrañara. Así que lo que perdí no fue mucho, sólo el catre. Recorrí con esa garantía que da el que no se te va a morir nadie, el que si te carga pifas no vas a provocar ni llanto ni penurias. Y pude ver a gente en las azoteas, a niños que iban sobre artesas o sobre tinas de metal. Era el contraste entre la tragedia y el juego.

Pasamos ese día en la zozobra. Llegó la noche y empezó a llover, primero quedito y luego con fuerza, con la dureza del agua sobre la lámina, con el impacto de las gotas sobre cada uno de los movimientos de nuestro corazón. Esperábamos de nuevo el impacto del agua, la llegada por corrales, quizás trayendo animales y objetos de más lejos, a mostrarnos que con un arroyo muerto no se juega. Pero no, sólo revivió una madrugada.

Me encerré en mi cuarto, como si hubiera algo que guardar. Creo que era vergüenza, porque apenas la poca luz exterior salió, me recargué en uno de los muros de adobe sin enjarre y me fui dejando caer hasta apoyar las nalgas en el piso de tierra, todavía lodoso, y mis piernas encogidas. Apoyé la cara sobre las rodillas y me puse a llorar, a llorar por el muerto, por mí, por todos, esperando que el agua llegara y me evitara la pena de salir otro día, pero aquí estoy.