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Viaje en tren de pasajeros

Mónica Muñoz Muñoz

Viaje en tren de pasajeros

En 1996, en México se decidió cerrar el servicio de tren de pasajeros, después de haber consolidado sus funciones en tiempos de Don Porfirio, de haber resistido los embates de la Revolución y la guerra cristera, de haber acompañado al país y ser protagonista en el camino semirrecorrido hacia la alfabetización y la industrialización y, también, después de haberse convertido —en sus últimas décadas— en un transporte barato, accesible para quien quisiera cruzar México con unos pocos pesos. Quizá fue el cine o los libros de historia que hicieron que me forjara una imagen ideal de un viaje en tren, por lo menos la tenía aquella vez que viajé en uno, en 1995.

Apoyando a mi padre en el ahorro y queriendo vivir —quizá por única vez en la vida— la experiencia de viaje en un tren mexicano, decidimos ir a la estación de ferrocarril en la ciudad de Aguascalientes. Había sido un día cansado, iríamos a la frontera, a Ciudad Juárez, específicamente, para que nos fueran entregados los papeles, el sueño cristalizado de Don Leo, mi padre, que después de haber pasado su juventud y sus primeras décadas como jefe de una familia de 11 hijos, cruzando la  frontera de forma ilegal cada vez que la necesidad apretaba, por fin se convertiría en residente, dejaría atrás el adjetivo de mojado.

La mañana en Aguascalientes la pasamos en el consulado mexicano, tramitando, por última vez, el pasaporte mexicano, requisito indispensable antes de llegar al consulado americano en Ciudad Juárez. Después del mediodía todavía teníamos la disyuntiva: Ómnibus o tren. Mi madre abogaba por la primera opción, yo daba cuerda a mi padre apoyando la segunda, con la ilusión de una chiquilla que quería viajar como en tiempos de Don Porfirio…   

Apenas ayer, una amiga entrañable, Diana, me convencía de lo rico que es nuestro país, México, para escribir sobre él: ‘Europa es tan perfecto que no tienes sorpresas para contar, no deja espacio para la improvisación, la creatividad o la anécdota’, pues una de esas sorpresas es la que quiero contarles en estas líneas.  Llegamos a la estación de ferrocarril a las dos de la tarde, pedimos tres boletos a Ciudad Juárez, Don Leo, que al ver el entorno empezó a desconfiar de su decisión, especificó al taquillero que queríamos viajar en un pulman, esa vieja categoría que sólo conocemos a través de la época del cine de oro mexicano y por los sueños de grandeza del porfiriato, ilustrada con mesas de café y camas dobladizas. El taquillero lo miró con displicencia y dijo ‘es el único tren que hay’, los pulman habían desaparecido hacía décadas.

No dimos marcha atrás, compramos los boletos y pasamos a la sala de espera, un gran patio construido alrededor de las vías, invadido de viajantes que esperaban el momento del abordaje postrados en el suelo, recargados en algún poste o sentados en una pequeña mochila. Hicimos lo mismo. El sol aún calaba cuando comenzamos la espera, en teoría, el tren saldría a las cuatro de la tarde. Sin una comida decente a la vista y adivinando que pasaríamos la noche a bordo de un transporte de dudosa comodidad, compramos en la cercanía algunas golosinas para el viaje, cosas ligeras y de procedencia segura: jugo, refresco, frituras y chocolates de marca reconocida. Dieron las cuatro. Las cinco. Las seis. Mi madre nos instó por última vez a que nos fuéramos de ahí, pero Don Leo y yo estábamos dispuestos a comenzar la aventura.

Alrededor de las 7:30 de la noche se anunció el abordaje. Apenas dimos los primeros pasos dentro del vagón, estuvimos seguros de que el viaje no sería un sueño del porfiriato, por el contrario, sería la comprobación de que en nuestro país el liberalismo  (en los años noventa, mientras se promovía el neoliberalismo) había sido un completo fracaso. Los sillones eran de plástico duro, incómodos, inflexibles, irreverentes, pero eso no era lo que más asustaba, había a nuestro alrededor tantas miradas de desolación, tristeza y —tal vez— hambre, que uno quería salir corriendo. Cerca de las nueve de la noche pasamos por la ciudad de Zacatecas, todavía, al atravesarla, tuve la esperanza de que nos bajaríamos de  aquella obscuridad pero el tren se detuvo unos minutos y ninguno de los tres dijo nada. Aguantaríamos y viviríamos la aventura, a rajarse a otra tierra. Varias ventanas estaban rotas y —desde luego— no había ni una pequeña lámpara que iluminara el interior del tren.

Después de 18 años los recuerdos son vagos pero de aquel viaje por las vías de México recuerdo que oí, a medianoche, narrar historias tristes cerca de Estación Camacho y Cañitas de Felipe Pescador, ahí, cerca de la una de la mañana, cada noche bajaban los jornaleros que habían subido una o dos horas antes, cansados, sucios, hambrientos; habían cumplido una larga jornada laboral en las minas circunvecinas. Otros individuos, en cambio, abordaban, tenían que llegar antes del amanecer a las ciudades del norte, las fábricas los esperaban.

Con frío logramos conciliar el sueño. Unos minutos después, un hombre con una ropa similar a los viejos uniformes elegantes de los conductores, pero maltrecho y sucio, nos puso la luz de una batería en los ojos para vendernos café, nos negamos. Una hora después, la luz, otra vez en la cara, nos ofreció café, nos volvimos a negar, la historia se repitió cada hora hasta que amaneció, ¡café!, ¡café! Al alba bajé nuevamente los pies de mi asiento, con miedo, las ratas que gruñeron toda la noche me habían obligado a mantenerlos doblados, abrazándolos. Nos reímos un poco, las ratas se habían comido los chocolates que dejé bajo el asiento. Quizá el día sería mejor que la noche.

Cerca del mediodía el tren se detuvo en una estación desconocida. El paisaje era desierto: tierra, hambre y calor. Nadie dijo: ‘pueden bajar, descansaremos un poco’, sin embargo bajamos por unos minutos de aire caliente exterior. Sólo vendían coca-cola, no había comida. Volvimos a subir esperando que el tren continuara su marcha. Una hora, dos horas, tres horas y nada, seguíamos en el mismo lugar, por fin ataron el vagón en el que íbamos a una locomotora distinta que recién había llegado, la nuestra quedó atrás.

Eran las cuatro de la tarde cuando llegamos a Ciudad Delicias, Chihuahua, mi padre bajó por comida a la estación, en medio del sopor yo no quería despertar, prefería dormir, pero la tensión que provocaron los inspectores de indocumentados me hizo abrir los ojos. No era la primera vez que subían durante el viaje, había que oír sus gritos y ver su lenguaje corporal violento, subían y pedían a los sospechosos credenciales de elector, si no había credencial debía haber dinero, todos los veíamos. Esos ojos tristes y hambrientos que vi por primera vez en Aguascalientes eran —en su mayoría— de indocumentados latinoamericanos. Muchos no lograron llegar a Ciudad Juárez, por lo menos no en aquel tren de pasajeros. Saqué la cabeza por la ventana y sólo observé heces fecales frescas o vómito a un lado de la vía; no quise los burritos que mi padre nos llevó.

Cerca de las nueve de la noche la ciudad fronteriza comenzó a vislumbrarse. Nos acercamos y resultó que las luces eran interminables, llegamos a ellas y las recorrimos queriendo alcanzarlas, queriendo llegar al destino. Una vez más nos detuvimos. Nadie dio la orden de bajada, había que esperar nuevamente. Dos horas después el ferrocarril  emprendió su marcha, llegamos a la estación. Casi a la media noche, logramos bajarnos, por fin, de aquel sueño porfiriano.

En 1995 el gobierno federal anunció que Ferrocarriles Nacionales de México sería privatizado, hecho que se consumó en 1996, después de aquel viaje. Se suspendió así el  ‘tren de pasajeros’ para dejar las vías que cruzan por todos los puntos del país sólo al tren de carga. Entre los años 2003 y 2005 la venta de chatarra de Ferrocarriles Nacionales de México se puso a licitación para su venta, sucedió que los funcionarios del gobierno federal tuvieron oportunidad de cometer un fraude millonario, tan sólo con la venta de chatarra de lo que quedó de la paraestatal. Hace un mes apenas, a mediados de julio, el gobierno de Enrique Peña Nieto anunció un proyecto multimillonario para ‘revivir’ el camino ferroviario con un enfoque primermundista en el centro el país. Para los viajantes que conocí en aquel tren de 1996, para los mineros, los obreros y los indocumentados, el cierre del tren de pasajeros fue, sin duda, una desgracia, quizá implicó la pérdida del único medio de transporte al que tenían acceso; dudo mucho que desde la perspectiva del gobierno actual  se les dé nuevamente cabida.