jueves. 18.04.2024
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Pero el viajero que huye

(Fragmento de novela de la novela Volver)

 

Francisco Bernal Tiscareño

Pero el viajero que huye

Estoy solo, aquí y ahora, acotado por dos fantasmas que a cada momento me acotan, tratando de ganar cada uno su propio espacio. ¡Molestar! No, me he acostumbrado a soportar su imperio, saber que no hay nada que pueda hacer para transgredir lo inexistente.

Escribo con la fuerza que lo mismo te impele a llorar, reír, gritarle a todo  mundo lo mucho que lo amas; pero que igual los mandarías a la mierda con el mismo brío.

Espacio es lo único que parecen añorar mis insolentes fantasmas; su territorio es el tiempo.

En el fondo su inocencia me conmueve. Hemos desarrollado una tolerancia que casi, casi, podría confundirse con amistad. Mientras Uno trata de seducirme con promesas fantásticas en donde la posibilidad no tiene fronteras: el Otro habla de hechos, “como que sabe que la mula es parda…”.

Uno, por lo que ofrece, representaría con facilidad, la vida eterna, pero siempre renovada; mientras que el Otro tiene esa belleza inmarcesible que confieren los años; la vejez ganada a golpes de timón, de historias que llegan a nuestra memoria por viejísimas voces de un coro de cantantes ciegos, que nos transporta a través de sus modulaciones, lo mismo a puertos lejanos, muelles olvidados, en donde la Mar cuenta a sus oficiantes toda clase de historias de cantinas o cafetines  que nos hablan de  lugares y tiempos remotos: “Te acordás, hermano, los tiempos aquellos…” Por el rasgueo demencial de “una guitarra que llora” para dar vida a nuestras quejas, que son las mismas que cantaron nuestros abuelos, y los abuelos de los abuelos.

Yo me muevo en medio, tomando de uno y otro, su experiencia. Uno la tiene a raudales;  el otro corre hacia lo desconocido como al encuentro de la mujer amada; “Como se quiere al dinero”, a la tierra prometida y todos sus ambicionados  tesoros.

Ya  nada me sorprende. Estoy sólo. Frente y atrás de mí, dos espejos se miran con una mirada ciega en donde se multiplican mi imagen y movimientos. Desde el espejo, alguien que se parece a mí, me devuelve una mirada que trato de minimizar, restarle importancia: para quedar a mano con su actitud despectiva.

Todo me da vueltas al tratar de concentrarme en ese par de espejos que, en su vértigo, provoca en mi  el deseo de vomitarlo todo, igual que en Wirikuta, bajo el cielo estrellado de la noche Wixrrarika.

He llegado hasta aquí y no hay regreso posible. Regresar podría convertirme en estatua de sal. Busco como las águilas en su vejez, un lugar en medio de las rocas, un intersticio breve que me brinde protección, mientras enfrento éste invierno, desnudo. Una a una han ido cayendo mis plumas y en ellas vuelan aquellas historias que le dieron sentido a mi vida. Mío, lo que se dice mío, ya no queda nada. Apenas este cuerpo aterido que escondo e inútilmente protejo de amenazas anónimas.

Como las Águilas me he deshecho de mis plumas y he destrozado contra las rocas el pico y estas garras que me acompañaron en tantas batallas ahora son un estorbo. Es necesario: mi vida depende de ello. Esto me deja a merced de cualquier depredador inferior por tiempo indefinido. Éste, por desgracia, no es un viaje astral en alguna remotísima cueva  del Tíbet, en la que algún Lama cuida de mí mientras me desplazo hacia otras dimensiones asidas únicamente a mi cuerpo por un fino Cordón de Plata.

No, estoy sólo y es tan grata y perdurable esta sensación que desearía no finalizara nunca.

Todo está escrito. Ninguna frase me pertenece; lo que me lleva de inmediato a preguntarme si estoy en zona de confort.

Los recuerdos me sitúan en Ciudad Juárez, a la que llegué en Ferrocarril siguiendo los pasos de mi padre, al que sus enemigos políticos dejaron sin trabajo por poco más de tres años. Mi padre contrademandó y lo tuvieron que reinstalar, pero lo enviaron tan lejos como pudieron: a la frontera norte.

El viaje fue toda una aventura, llevaba una dotación suficiente de comics del Llanero Solitario, Gene Autrey, Roy  Rogers, Santo, El enmascarado de Plata, Blue Demon y Black Shadow.

Sólo interrumpía mi lectura cuando el tren hacía una parada y las vendedoras y vendedores entraban ofreciendo sabrosas y apetitosas gorditas, quesos, tamales, y mercaderías desconocidas.

Poco a poco el clima se fue haciendo más denso  a medida que nos acercábamos a Juárez, ciudad que crecía en mi imaginación a partir del desconocimiento.

El acoplamiento  a esa ciudad se dio gracias a la hospitalidad de mi tía Esther, prima hermana de mi madre, que desde el primer momento nos acogió con cariño. De niñas habían vivido en la misma casa y ahora la vida les daba la oportunidad del reencuentro. Con diez años de vida, sin amigos, ni televisión, a dos mil kilómetros de lo que fue mi hogar, leer se convirtió en mi única distracción.

Mi tía Esther tenía un cuarto rebosante de novelas de amor. La Novela semanal; tantas, que creía que no las terminaría de leer nunca. Los viajes al recambiar lectura eran frecuentes. Mi Tía Esther dejaba la puerta del mosquitero abierta y yo pasaba regresaba las anteriores y las sustituía.

Mujeres espectaculares, de cintura brevísima, rostro y cuerpo exquisito, daban vida a sendos dramas  arrancados de la vida real, como anunciaban en la contra solapa.

La historia era básicamente la misma, pero la habilidad del dibujante contribuía a la magia cambiando los rasgos de la protagonista, los escenarios, sin perder jamás la voluptuosidad que caracterizaba y hacía atractivas a aquellas hermosas mujeres.

Muchos años después escribí unas cuantas novelas en ese género. Entonces estudiaba  en La Escuela  de Periodismo Carlos Septién García y fue Socorro Palacios, compañera de estudios, quien me habló de la Editorial Mina. Pagaban tres mil pesos por novela al escritor y otro tanto al dibujante.

Si llegaba a escribir tres novelas a la semana, como lo hacía la señora Vélez, tal vez podría  abandonar el trabajo de Contador para dedicarme de lleno a la escritura. Cambié mi nombre, para protegerme de  las habladurías, pero por uno lo bastante identificable que me permitiera poder ir a presumir con mis amigas.

La Editorial Mina era un cuartucho de cuatro por cuatro, con una oficinita en un tapanco al que se debía subir con mucho cuidado a través de una escalera de madera que daba la sensación de que se iba a quebrar en cualquier momento.

En la parte alta del tapanco, un tipo gordo, sonriente con pelo exageradamente envaselinado, me dio la bienvenida. Era de pocas palabras pero no acabó con mis sueños en el primer encuentro como yo temía. Me entregó un machote sin dejar de comer su torta de chorizo; por su inconfundible olor y proximidad presumí era de Los Pericos. Llévatelo, para que sepas de qué va la cosa. Me lo llevé a la casa y como todo buen primerizo, cambié prácticamente todo el esquema e introduje sorpresas que pensé serían bien aceptadas por el Gordo. Ante tanta falta de versatilidad.

Cuando le entregué mi primera novela, con el mismo orgullo del que va a recibir el Premio Nobel. El Gordo frunció la frente, le echó un vistazo muy por encima y entonces sí me noqueó.

2013-07-24