Es lo Cotidiano

MEMORIAS DEL SUBDESARROLLO

El 18 de septiembre por la noche

Heberto Castillo

El 18 de septiembre por la noche

El 18 de septiembre por la noche escribía el texto para un documental del Movimiento que había filmado Oscar Menéndez. Estaba en la Facultad de Ciencias y sacaba ya la hoja de papel de la máquina cuando entraron a la sala Carlos Fernández del Real y Pily, su esposa, que me llevaban una lata de duraznos. Daba las gracias, cuando tras los hombros de Carlos asomó Gilberto Guevara Niebla diciendo: “ingeniero, el ejército”.

A cada rato nos avisaban que venía el ejército. Pero ahora el paso de las tanquetas sobre las baldosas de CU producía un ruido sordo impresionante. Me puse de pie y oí todavía decir a Gilberto: “saquen al ingeniero, si lo agarran lo hacen pedazos”.

Olvidé mis heridas. El miedo da fuerzas. Corrí como un muchacho tras los muchachos primero y después delante de los muchachos. No sé dónde perdí el bastón con que me ayudaba a caminar. Vi que podía correr y que iban menos estudiantes conmigo.

Al llegar a un paso a desnivel una tanqueta nos echó la luz. ¡Alto!, dijo una voz desde la torre de mando. Decidí: si me paro me matan, si corro  quizá no. Corrí. Al rato sólo ibas conmigo alguien más. No sé quién. Al caminar por el camino de acceso del nuevo local de ingeniería, donde construían Medicina Veterinaria aparecieron tanquetas. ¡Fuera del camino! Dije a mi compañero. Hay muchas alimañas, replicó. Yo me arrojé al pedregal. No supe nada más de él.

Me sentí angustiado, solo, entre matojos y piedras. Se escuchaban las “estaciones” de radio de la CU que habían sido instaladas por los jóvenes en lucha. Reseñaban la entrada del ejército que miraban desde lo alto para dar oportunidad a que salieran el mayor número de compañeros. Decía una voz juvenil: “van entrando a rectoría, van por Ciencias, por Ingeniería, llegan a Medicina, suben por nosotros. ¡Viva México! Cuidado, salgan por… Calló la estación y escuché a lo lejos el himno nacional. Luego un ruido como de ametralladora. Después nada. Lloré imaginando muertos y traté de escapar, de salir de CU.

Caminé toda la noche sin descanso, tropezando aquí y allá. Por la madrugada llovió copiosamente. Me empapé hasta los huesos. Y descubrí que las rocas conservan el calor y me repegué a ellas. Al amanecer vi que había caminado en círculo y estaba casi en el mismo sitio. Traté de orientarme por el ruido de los soldados. Los helicópteros surcaban el cielo buscando a quienes escapaban. Estaba maltrecho, sangrante, golpeado, con la ropa desgarrada. Los múltiples hoyancos me habían hecho caer muchas veces en la noche. ¿Qué habría pasado? La angustia me ahogaba. Traté de dormir en un hoyo. No sé si lo hice. No lo recuerdo.

La segunda noche, sentí hambre y sed. Caminaba con más cuidado y me ayudaba a reconocer el terreno con un tronco de “palo bobo” que encontré. De pronto vi a un soldado sentado en el suelo con el arma entre las piernas. Estaba a unos diez metros de mí y me miraba. Me quedé inmóvil un siglo, o más. Dejé de respirar. Él tampoco se movía. Esperé y esperé, y él quieto. Quizá dormía. Me movía cauteloso, rodeándolo. Vi que era un tronco. Caminé hacia él. Un tronco, un tronco. Volvió a llover, a mojarme y a calentarme con las rocas.

Todo el día tuve sed, sed enorme. La garganta seca me ahogaba. Quizá las yerbas. Masqué una y escupí el bocado. Hallé un nopal pequeñito y corté, una penca. Le quité las espinas frotándola con una roca. Lo comí. Pero seguía la sed, una sed horrible.

Llegó la noche y me puse en camino. Sólo en la oscuridad me atrevía a moverme por los helicópteros que rondaban. De pronto, topé con José Revueltas sentado en una roca. Me sonrió y se llevó los dedos a los labios pidiéndome silencio. Me indicó con los ojos una dirección y giré la cabeza hacia allá procurando no moverme. Vi entonces un perro-lobo, pelando los colmillos, furioso, echando casi fuego por los ojos. Me miraba amenazante como si estuviera a punto de lanzarse sobre mí. Sentí que me tiraban de los cabellos y quedé inmóvil un tiempo, mucho tiempo. Volví a mirar a Pepe. ¡Ya no estaba! Había desaparecido. Busqué al perro. Tampoco estaba. Entendí que ellos no estuvieron nunca, los imaginaba sólo. El dolor de garganta volvió en mí, tenía sed, mucha sed. Me olvidé del hambre. Traté de conservar la calma y de entender que la fatiga me hacía ver lo que no había. Tenía que abrir los ojos bien. Debía escapar.

Llovió otra vez copiosamente. Abrí la boca hacia el cielo para tomar agua y no bebía nada. Chupé mi ropa mojada y pude así calmar la sed.

La madruga me sorprendió rendido en una roca temblando de frío. Soñé que dormía y despertaba. Desperté. Estaba en una pequeña cueva, cubierta de maleza. Había unas colillas de cigarros y unos trozos de cuerda. Entendí que era un refugio de los pastorcitos que cuidan chivas en Copilco. Y abandoné el lugar, temeroso de que llegaran sus moradores habituales.