Es lo Cotidiano

Reflexiones en torno al Canon

Cándida Azucena Rivera Galván

Reflexiones en torno al Canon


0. Cierto sujeto controvertible

Sujeto “avasallador” de formas enigmáticas, ciertas dosis de ego, multifacético, máscaras en diversos tonos, extensas dimensiones, antiquísimo, poco flexible (dureza de carácter), pero, no se duda, de unas inmensa utilidad, difícil sacarlo de la nómina.

1. Tras la máscara, proceso de identificación

Perseguido por el Canon, el Corpus llegó a un callejón sin salida. “¿Por qué me acosas?”, preguntó el Corpus al Canon, “no me gustas”, añadió: “El gusto es mío”, replicó el Canon amenazante.[1]

¿Quién es el misterioso personaje y con qué argumentos defiende su existencia?, porque hay que decirlo, hay escuelas de resentimiento, de derechas, de izquierdas y de otras caras que se muestran quisquillosas, incrédulas al canon. El término que hoy protagoniza la escena es de origen griego y se refiere a la “vara” o “norma”, señala un modelo a seguir; se supone que la primera vez que aparece es en el siglo IV cuando se definen las obras que pertenecen al canon bíblico, a partir de entonces se hace más incluyente, incrementa sus identidades, a nosotros nos importa una, concentrémonos: “El canon laico, en el que la palabra significa catálogo de autores aprobados, no comienza de hecho hasta la mitad del siglo XVIII, durante el periodo literario de la Sensibilidad. Sentimentalidad y lo sublime”.[2]

Según Harold Bloom lo canónico está en la extrañeza, la originalidad de la obra le permite vencer las barreras del tiempo y convertirse en un modelo de imitación: “una forma de originalidad que o bien no puede ser asimilada  o bien nos asimila de tal modo que dejamos de verla como extraña”,[3] las obras no deben causar conmoción sino ser inigualables, únicas, particulares: “La extrañeza canónica puede existir sin la conmoción de tal audacia, pero el aroma de la originalidad debe flotar sobre cualquier obra que de modo inapelable gane el agón con la tradición y entre a formar parte del canon”.[4]

En su libro El canon occidental Bloom externa una preocupación que hace explícita la esencia del canon: hay libros que no deben omitirse, que no pueden pasar desapercibidos para el mundo. Shakespeare es el ejemplo, ¿cómo la humanidad podría arreglárselas sin él? La lista de requisitos no es sencilla, el pódium se reserva para unos cuantos, por eso hay que reconocer los méritos. Las obras requieren sublimidad, naturaleza representativa y ser a prueba del tiempo, ya que “La profecía canónica tiene que ser puesta a prueba una o dos generaciones tras la muerte de su autor”[5], aparte necesitan causar cierto impacto, sólo quienes dejan influencia se aseguran un lugar irremplazable: “Los grandes estilos son suficientes para la canonicidad, pues poseen poder de contaminación, y la contaminación es la prueba práctica para formación del canon”.[6]

Entonces comenzamos a conocer la identidad tras la máscara y sabemos que el sujeto no es cualquier cosa y no admite cualquier “fruslería”, es único, no puede tener un igual, marca un ritmo, crea sus propias reglas, será siempre más pionero que seguidor; después de conocerle un poco hay que entender hasta dónde llegan sus cualidades.

2. Motivos para el canon

Todo el mundo tiene, o debería tener, una lista de libros para llevarse a una isla desierta para ese día en que, huyendo de sus enemigos, se vea arrojado a la orilla, o para cuando se aleje cojeando, acabada toda la guerra, con la intención de pasar el resto de su vida leyendo tranquilamente. Si uno pudiera tener un solo libro, sería unas obras completas de Shakespeare; si dos, ése y una Biblia. ¿Y si tres? Ahí empiezan las complicaciones.[7]

A menudo, cuando escuchamos la palabra canon u otros términos que nos parecen se encaminan al mismo sitio como modelo, estereotipo, regla, etc., la lucha general es formar parte de ese grupo selecto o al menos estar cerca de sus condiciones; en el fondo nos acercamos al canon huyendo del anonimato, creemos en la importancia de permanecer, sabemos que tenemos un tiempo límite y queremos dejar aquí aunque sea un rastro de lo que fuimos o al menos de aquello que formó nuestras creencias, este sujeto de fugitiva identidad puede ser el único aliado en la tarea, el canon funciona para el individuo pues satisface las necesidades de autoencuentro y trascendencia.

Las tradiciones nos cuentan que el yo libre y solidario escribe a fin de superar la inmortalidad. Creo que el yo, en esta búsqueda de la libertad y la soledad, lee en el fondo con un único objetivo: enfrentarse a la grandeza. Esta confrontación apenas enmascara el deseo de formar parte de la grandeza, que es la base de la experiencia estética que antaño se llamó lo Sublime: la pretensión de trascender los límites. Nuestro destino común es la vejez, la enfermedad, la muerte, el olvido. Nuestra esperanza común, tenue pero consistente, apunta a cierta versión de la supervivencia.[8]

Esta inquietud se propaga, “Un poema, novela u obra de teatro se contagia de todos los trastornos de la humanidad, incluyendo el miedo a la mortalidad, que en el arte de la literatura se trasmuta en la pretensión de ser canónico, de unirse a la memoria social o común”,[9] por eso las obras, desde su “incubación” se preparan para la larga y competitiva carrera que las debe llevar al canon y mantenerlas en un lugar seguro, afortunadas quienes conquistan la victoria y adquieren el poderío, ¿qué seríamos sin Hamlet?, ¿sin el amor idealizado de Romeo y Julieta?, ¿qué sin Dante?... Imposible imaginarlo.

El canon se necesita, tomando en cuenta la “fugacidad” de la existencia, ¿qué sería de aquellos amantes de la lectura sin un canon?, ¿sin una lista de recomendaciones aprobadas?, ¿sin una solidaria guía que los acompañase por ese mundo infinito de libros? “El que lee debe elegir, puesto que literalmente no hay tiempo suficiente para leerlo todo, aun cuando uno no hiciera otra cosa en todo el día”,[10] el canon aparece para salvar la situación, no sólo dirige, “El canon, una palabra religiosa en su origen, se ha convertido en una elección entre textos que compiten para sobrevivir”[11] y que en su sobrevivencia se llevan al que tuvo el acierto de encauzar bien su camino.

En esta actividad con peligro de vicio de la cual depende la vida de muchos aficionados (la lectura) llevamos múltiples pretensiones, “Leemos en profundidad por razones variadas, la mayoría de esas familiares: porque no podemos conocer a fondo suficientes personas; porque necesitamos conocernos mejor; porque requerimos conocimiento, no sólo de nosotros mismos, sino de cómo son las cosas”,[12] dados los beneficios de la lectura y con nuestro limitado tiempo es una necesidad aprender y aprehender la mayor cantidad de saberes posibles, la tendencia lógica es buscar productos de calidad, por eso el canon.

Leer bien es uno de los mayores placeres que puede proporcionar la soledad, porque […] es el placer más curativo. Lo devuelve a uno a la otredad, sea la de uno mismo, la de los amigos o la de quienes pueden llegar a serlo. La lectura imaginativa es encuentro con lo otro, y por eso alivia la soledad.

Aparte de las razones vistas probablemente la principal causa de que exista el personaje en esa búsqueda constante de desafío que forma parte de la naturaleza humanas; un buen lector busca ese constante enfrentamiento consigo mismo, con sus capacidades, no es conformista ni mediocre, se enfoca en lo mejor, por eso la tendencia de buscar el modelo y enfrentarse a éste: “el motivo más fuerte y auténtico para la lectura profunda del tal maltratado canon es la búsqueda de un placer difícil […], la búsqueda del lector sigue siendo un placer más alto.[13] 

3. Segunda defensa, siguiente lista de motivos. La importancia del canon en medio de la crisis literaria.

Los verdaderos lectores se están perdiendo. ¿Será esto el cumplimiento de la profecía de McLuhan de que estamos ante el comienzo del fin de la Galaxia Gutenberg?[14]

Lo advirtió Ray Bradbury en Fahrenheit 451. La ciencia ficción ya ha demostrado que se anticipa, que adelanta el futuro, que no se le puede considerar un campo repleto de disparates; en esta obra los bomberos queman casas, los blancos son aquellos que guardan libros en su interior, esto es un delito, no falta el buen ciudadano que delata a los delincuentes, sujetos aferrados al insano conocimiento. Hay que preocuparse y tomar con seriedad el problema, el intelectual cada vez se arrincona más en su pequeño refugio frente a la presión de la mayoría, los escritores se conforman con leerse unos a otros, criticarse y premiarse en su pequeño círculo frente a la apatía generalizada, pues hoy en día los libros casi se reemplazaron con libros virtuales —algo muy positivo al parecer, ayuda-ba a la difusión— pero de ahí pasamos a los números en versiones cortas y a las síntesis que ahorran la pesadilla de leer tanta página.

Hay una crisis de la cultura y la literatura —y de la lengua, diría Juan López Chávez—, todos lo sabemos, todos nos preocupamos, de forma pesimista resta admitir que pocos superan estas dos fases; un hilo optimista rescata a quienes aún pugnan desde sus barricadas tratando de evitar el fenómeno. La cultura y la literatura, testimonios de lo “humano”, están viviendo una decadencia, van en declive despojados de su pedestal por los avances tecnológicos que convierten el panorama en un sitio meramente técnico. La transformación del pensamiento se acerca amenazante —según Bloom, esta balcanización es irreversible—, el hombre se deshumaniza, las artes se esfuman, las buenas costumbres van quedando relegadas, el estudio literario es cuestionado por la sociedad, se nombra como un asunto aburrido, estorboso.

¿A qué obedece esto?, allá, en la sociedad apartada de los libros, la gente se vuelve cada vez más conformista, intenta no esforzarse, que nadie se esfuerce, no vaya a pasar que alguien vuelva al retorcido camino de perseverancia y el trabajo duro. Para ahorrarles energía y dificultad a los estudiantes se les evita el acercamiento a un mundo tan demandante intelectualmente como la literatura, nada más cuestionable. “Ninguna socialización de los medios de producción y consumo de literatura puede superar tal degradación de la educación primaria. La moralidad del saber, tal como se practica hoy en día, consiste en alentar a todo el mundo a sustituir los placeres difíciles por los placeres universalmente accesibles precisamente porque son más fáciles”.[15] Nos acercamos velozmente al mundo del “no pasa nada” al no hagamos nada:

Junto al homo legens han surgido, bien se sabe, el homo audiens, el homo videns y hasta el homo digitalis. Presentan, los dos primeros, la comodidad que viene de la pasividad. Leer tratando de comprender es un esfuerzo; en los otros casos, uno se deja penetrar, comprende o no comprende, da lo mismo. Puede cambiar de canal irresponsablemente, huyendo al azar, a ver qué encuentra.[16]

Aquí entra el canon para evidenciar la importancia de la cultura y la literatura, lleva en sí los modelos dignos de admiración que representan puntos de partida, momentos de cambio en el rumbo durante los cuales ha sido posible el progreso humano. Siempre necesitamos los modelos porque es una urgencia tomar direcciones, los formamos como respuesta a una necesidad. “Y es que el canon, si bien incluye obras concretas, lo hace a través de este tipo de filtro que somos todos los lectores-espectadores-críticos que con nuestras opiniones sobre ellas creamos nuestra imagen del canon”,[17] hemos desarrollado una civilización porque seguimos ciertos patrones y siempre apostamos a lo mejor, todo como una reacción grupal que obedece a un impulso individual. Sin el canon es imposible trazar una ruta, sin ruta no hay motivos para estar aquí, ¿y qué hacemos atrás?, no cabe duda que la reacción inteligente es seguir el camino y llevar nuestro sujeto enigmático, el multifacético, como fiel acompañante.

 

[1] José María Merino, “Corpus y canon”, La glorieta de los fugitivos, citado por Nazaret Fernández Auzmendi, “El canon literario: un debate abierto”, http:///librodenotas.com/opiniondivulgacion/15009/el-canon-literario-un-debate-abierto.

[2] Harold Bloom, El canon occidental, Anagrama, Barcelona, 1995, pp. 29-30.

[3] Ibidem, p. 13.

[4] Ibidem, p. 16.

[5] Ibidem, p. 530.

[6] Ibidem, p. 531.

[7] Ibidem¸p. 533.

[8] Ibidem, p. 532.

[9] Ibidem, p. 28.

[10] Ibidem¸ p. 25.

[11] Ibidem¸ p. 30.

[12] Harold Bloom, Cómo leer y por qué, Norma, Colombia, 2004, p. 32.

[13] Ibidem, p. 33.

[14] Francisco Rodríguez Adrados, Literatura y crisis de las humanidades, p. 6, en htt:///www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/8027117590813940700080/025826.pdf

[15]  Harold Bloom, El canon occidental, p. 528.

[16] Francisco Rodríguez Adrados, op. cit., p. 7.

[17] Luis T. González del Valle, El canon. Reflexiones sobre la recepción literaria-teatral (Pérez  de Ayala ante Benavente), Hurga y Fierro, España, 1993, p. 31,