miércoles. 17.04.2024
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Desde la azotea

Alejandro García

Desde la azotea

 

Se detiene a la altura del jardín. Bajan los cuatro. Esperan que el vehículo arranque y caminan con calma. Uno de ellos parece bebé de sumo, es de los vigilantes. El otro se parece a Benito Juárez. Pasan frente a mí y recorren de lado a lado el multifamiliar. Se aproximan a la esquina del semáforo en el cruce con Kama Sutra. Estoy en la azotea esperando a que venga Regina. No tarda en subir. No quiero asustarla. Desde mi escondite, desde hace semanas, la he oído cantar y la he visto reírse y hablar sola mientras trabaja. He sentido cómo se me enchina la piel al oír el frote de sus medias. Es una chica feliz y sin malicia. Si acaso gruñe cuando se oye la voz estridente de su patrona que la llama desde su cuchitril. La hace bajar por cualquier tontería, cómo no sube ella y baja su panza: Regina, ¿tocaron a la puerta? Regina, no vayas a olvidar los frijoles en la lumbre. Acuérdate que es vigilia. Regina, hoy viene a comer el padrino de los niños. Tres o cuatro veces por día baja y sube de oquis. Eso me permite buscar otros escondites y verla desde diversos ángulos. No protesta y le halla el lado bueno al hecho. Viéndolo bien está mejor que la mujer desprecie la azotea, no sea la de malas que me descubra o se las huela que he andado por aquí estas semanas y ahora estoy tras los huesos de su criada, no vaya a ser que la quiera para uno de sus hijos. Regina no es curiosa, llega, hace sus cosas y que el mundo ruede. No se ha dado cuenta de mi presencia a sólo unos pasos. Le hago compañía. He tenido que aprender a sortear a las otras mujeres que suben a lavar y a tender su ropa. Muchas no ocupan sus lavaderos, prefieren usar sus aparatos eléctricos y tienden sus prendas en ganchos en pequeños tendederos en el interior de la casa o en el cuartucho que hay detrás de los baños. Por lo demás yo solo tengo interés, y mucho, por Regina. Desde el bulevar el multi parece un rectángulo lleno de chones, pantaletas, fondos, pantalones, brasieres, faldas y calcetines que asoman en la azotea y por los huecos entre paredes. Otras suben o mandan a sus muchachas, pero como por lo general ellas se van después de la comida, las patronas tienen que subir por la ropa y suele olvidárseles o de plano les da hueva ir por ella. No es raro que manden a los chiquillos y entonces mi reino se pone en peligro. Por fortuna siempre pesa más en ellos la carga que la curiosidad. Mi afición ha permitido no ganar amigos y si lo hiciera tendría que sacrificar mi gusto. Casi siempre me escondo en el hueco de uno de los lavaderos o me encubro en las jaulas entre cobijas y sábanas. Es lo bueno de que cada depa tenga su espacio para lavado y secado, a mano y a cargo del sol y sin cargo extra. En los huecos me hago bolita, traigo cuentos y los leo, como semillas y frutas, tejo tiras de plástico. Si ella u otra llega me enrosco y guardo silencio. A veces prefiero esconderme entre los tinacos y como hay dos o tres sin servicio de agua, sirven muy bien de cuarto de operaciones. Allí se puede uno quedar a vivir y ni quién se dé cuenta o puede dejar en resguardo cosas. Cuando está Regina elijo un lavadero estratégico. Veo nada más partes de ella: sus piernas, su espalda, su cuadril, de la cintura para arriba, su cara, su cabello lacio que cae hasta la cintura, su torso de perfil, sus brazos que se levantan para tender la ropa. De todas las maneras es bonita. A veces me dedico a combinar sus diversas partes de un día o de varios y siempre me provoca bienestar y alegría. Además de su canto, oigo el ruido del agua y el rozar de la ropa que acomoda sobre el lavadero, después el frote y el choque de líquido, prenda, mano y detergente, luego la presencia de un olor a suavizante y a ropa limpia. Afuera la he contemplado completita cuando viene de hacer un mandado y se cruza conmigo en las escaleras o en el estacionamiento y me ha mirado con una sonrisa cuando voy a la escuela acompañado de mi papá y he oído a través de las paredes cómo se quita de encima los regaños y los abusos de su patrona. Los dos operadores son flacos, uno con pinta de apache y el otro de esos güeros que mi mamá llama lomolargo. Están pensados los dos compactos para bloquear y los otros para moverse con rapidez. Todavía no se ponen las cachuchas, las llevan en las manos y es imposible adivinar que cargan una pistola entre la espalda y las nalgas y el pantalón. La chamarra los disfraza todavía más. He pasado junto a ella sin saludarla y luego he volteado y me he sentido en las nubes porque también ella ha volteado y ha agarrado color al ver que la he descubierto. Es la única persona que no está asustada o enojada. Estoy del lado del bulevar Héroes del Sesenta y Nueve con sus ocho carriles centrales y sus calles laterales. El ritmo del tráfico es a vuelta de rueda. Ya se cansaron de sonar el claxon. Es viernes. Aparecieron desde el lunes. La hora de llegada varía. Dos días se fueron en blanco, el tráfico detenido les perjudica, y ya no regresaron. Hoy, como quiera, se desempata el marcador. Los otros días hicieron su chistecito y se fueron a la hora. El asunto se arregla rápido. Antes no estaban, por lo menos desde que la azotea es mi centro de operaciones. Los dejan unas cuantas cuadras atrás de su punto y caminan como si no se conocieran. Uno de cada lado del bulevar y la camioneta que los mueve se mantiene cerca, en los alrededores del multifamiliar, ya sea frente al jardín, dando pequeñas vueltas o pasando junto a ellos como parte del tráfico. Hoy los dejaron debajo del puente y vinieron caminando en sentido contrario hasta detenerse cerca del paso peatonal. Se dan su tiempo. Estudian bien el terreno. Le voy a pedir a Regina que sea mi novia. Tengo que hacerlo antes de regresar a clases, porque entonces casi voy a dejar de verla y cuando suba a mi escondite ella ya no estará. Es mayor que yo, pero qué tiene. Tampoco es mucha la diferencia. Después de ver sus chapetes avergonzados no me costó trabajo saludarla. Fue fácil y agradable. Sonrió y se fue. Toño me platicó que en una ciudad de Sudamérica se acercan a los autos manejados por mujeres y les avientan una rata. Salen como si hubieran visto al demonio. Dejan las llaves puestas y el ladrón se lleva el coche. Para el amor no hay edades. Con lo lista que es, lo más probable es que ya sepa de mis intenciones. Ojalá que sea tan fácil como el saludo. Me muevo al lado contrario del multifamiliar y se ven calles más tranquilas y más construcciones de departamentos. Se pueden ver las chimeneas de las fábricas y por la tarde las calles se animan con los trabajadores en multitudes que regresan a sus casas. Hoy no he traído mis gemelos para acercarme a las ventanas. En una de esas descubrí a Cachito. Siempre está en la misma posición, detrás de la ventana. Alguna hora habrá a la que llegan y lo quitan de allí. Eso es después de las tres de la tarde. Antes se mantiene fijo. Al principio pensé que era un muñeco o un póster. Al día siguiente traía ropa diferente. Ha sido lo único extraño que he podido fisgonear. Lo demás son cortinas, luces, oscuridades y personas que pasan sin detenerse frente a la ventana. El movimiento de las calles es más interesante. Los lados más estrechos del edificio no aportan mucha variedad. Sólo que veo de frente el cruce del periférico con su puente que se eleva sobre el bulevar Mártires del Sesenta y Nueve. Se encuentra como a medio kilómetro. Antes se ubica el semáforo, que está muy cerca de nosotros y el paso peatonal. Están allí a la expectativa mientras se pone fluido el tráfico. Los tipos esperan la oportunidad, por lo pronto no hay algo qué hacer. Los otros dos descansan a unos metros como no queriendo, con la pierna doblada y descansando en un muro. A Regina le gusta mucho cantar. Cuando hace el quehacer se oye su voz por todo el edificio. La oigo desde el cuarto o desde mi punto de mira. En el lado contrario puedo ver el jardín público después de nuestro estacionamiento y de un lote que sirve de bodega y que más bien parece un basurero. Dos enormes perros dominan allí. Cuando me descubren corren a ese extremo trepando los montones de herrumbre y se dedican a ladrarme. Me retiro. El jardín es una mancha verde con algunos huecos. Allí no vamos porque se han metido los pandilleros y los huele thinner y dicen que pasan cosas malas a las mujeres. Al principio mamá dijo vas a tener donde correr y divertirte a gusto, pero a pesar de la poca comunicación entre vecinos alguien le vino a advertir del riesgo y ahora nada más de mencionar un viaje al jardín se pone de nervios. Voy a sorprender a Regina. Apenas deje la enorme muda de ropa que carga con dificultades, me le voy a aparecer. A partir de estas vacaciones la azotea es mía, aunque en apariencia es más de ella, porque aquí tiene que lavar la ropa. Sé cuando ella está y paso buena parte de mi tiempo aquí sin que ella lo imagine. La veo sin que me mire y después ella se va y yo sigo en mi escondite o camino en este cuadrilátero como león enjaulado, aunque más bien podría decir que como león curioso y juguetón. Nadie las conoce como yo. Tanto a la azotea como a Regina. Pronto regresaré a clases y acaso algunas cosas escapen a mi control, pero buscaré la manera de seguir ocultando lo mío. La azotea tiene secretos que no estoy dispuesto a revelarle a nadie. De más chico me gustaba tirarme al suelo y desde allí ver a los otros que pasaban o a sus pies. Es casi lo mismo. Mis papás decidieron que nos cambiáramos al edificio de departamentos y fue otra cosa. Aquí todo es más pequeño y hacia arriba. Aseguraron que íbamos a estar mejor que en la vecindad. Vivimos amontonados. Cierto que se puede tirar uno al piso, pero más tardará en hacerlo que otro en pasar y patearte o atropellarte. Las escaleras podrían ser un espacio interesante, pero conforme están tranquilas, conforme a la gente le da por pasar y lo hacen de una manera bastante grosera. Anduve por un rato buscando dónde esconderme. En los alrededores es muy peligroso, son calles transitadas por vehículos a alta velocidad. Ni esperanzas de tener la soltura de antes. No sólo nos cambiamos de barrio, nos cambiamos de ritmo de vida. Aquí todo es más solitario, si acaso los sábados y los domingos aparecen los niños, pero ni dónde jugar, así que como salen se meten a sus departamentos y sólo se oyen sus voces a través de las paredes y los techos y uno puede saber lo que juegan. Se oye más de abajo y de arriba que de los lados. Mi cuarto da a la orilla de la unidad habitacional. Casi conozco de memoria algunos de los ruidos de abajo y de arriba. Creo que se oyen desde el primer piso hasta el sexto y empiezo a ubicarlos por la distancia. El más lejano hacia abajo es el de la canica que corre y corre sin parar a la hora del sueño. Por las noches se oyen ruidos de todos lados y lo mismo puedo escuchar los ronquidos de mis papás y de mis hermanos que las fiestas y cosas que suceden en el mismo piso. En el de arriba todas las madrugadas se escucha el vapor de la olla express y la tos de la señora que la vigila. Si Regina se quedara a dormir en el departamento reconocería sus ronquidos. Cuando llego de la escuela puedo sentir los olores de la comida. Se mezclan, salen de debajo de las puertas o se comunican a través del cubo de luz. Es un deleite. Apenas si puede subir uno por la prisa. Será mayor martirio para los que van al sexto y una nada para los del primero. Los del cuarto le batallamos a medias. Otra forma de verlo es que el del sexto recibe el acumulado, mientras que el del primero sólo el de su piso y si acaso el de uno o dos de los superiores. Ese recorrido es una verdadera feria para mí. Hay guisos chismosos como el chorizo o la carne asada. Hay olores fastidiosos como el del menudo o el repollo. Los pocos vecinos con los que he platicado me dicen que antes el miedo era a los coches, a los atropellamientos, pero que ahora han aparecido asaltantes y gente que se dedica a molestar y nadie se mete y mucho menos aparece una patrulla. Mis padres tomaron pronto nota de las reglas elementales y nos prohibieron la salida a los más chicos y fijaron horario para los más grandes. Por edad, me tocó encierro. Me lleva mi papá a la escuela de paso a su trabajo o bien me encarga a mi hermano que ya está en Prepa. Al principio del semestre nos dejaron ir al viejo barrio a visitar a los amigos, pero el regreso era tardado y mi mamá se ponía muy preocupada, por lo demás siempre fuimos mi hermano y yo los que visitamos y nunca nos correspondieron. Pronto se acabó la amistad y aquí no se puede por ningún lado. Ni siquiera quedó el pretexto de visitar a los cuates en estas vacaciones y tuve que salir a buscar mis propias diversiones, por lo menos mientras aprendo a defenderme. Mi hermano ya lleva algunos pasos dados y con eso estoy seguro de que se abrirá la puerta para mí. Es la desventaja de ser menor. Regina me gusta mucho. Conozco chavas en la escuela y me hacen jalón. A mí me gusta ella. Podría ligarme a una por mientras, pero Regina es diferente. Fue como un click a primera vista. Fue como ver una flor en medio de este lugar al que recién llegamos y que más bien fastidia con sus malas vibras y peligros. Donde antes vivíamos teníamos todo, espacio para correr, lugares para vagabundear y los malandros nos respetaban porque éramos parte de la flota, pero aquí no hay con quien o contra quien irse. El lunes esperaron a que se agilizara el tráfico. Cuando el semáforo se ponía en rojo, se acercaban al carril de baja velocidad por el lado del chofer, sacaban la pistola y se la ponían a la altura de la cabeza. Escogían al que traía el vidrio abajo. Les bajaban el reloj, el celular y la cartera. Los carros arrancaban y ellos iban con sus chaperones y les entregaban el botín como para, en caso de reclamación, demostrar que estaban limpios. Cuatro o cinco asaltos, nada más. No apareció por el rumbo vigilancia alguna y la camioneta pasó por los cuatro, pues los dos del otro lado ya estaban listos. El martes y el miércoles se fueron en cero. El tráfico lento y el exceso de policías en los alrededores los pusieron pensativos debajo de sus cachuchas y luego caminaron al otro lado del multifamiliar y los recogió la camioneta. Yo le pregunto cosas a Regina, a la carrera siempre, la veo a los ojos y le sonrío. La dejo pasar como buen caballero y le he dicho que es la única muchacha que no está amargada. Se ríe y mueve la cabeza como si fuera una muñequita de aparador, una carita sonriente. Al lavar, lo mismo canta rancheras y baladas que partes de la misa. He oído que su patrona le dice que se calle, que deje oír la televisión. Regina no es malcriada, no contesta, tampoco deja de cantar, sólo baja la intensidad. Estuve enamorado de Silvana, en la escuela, y ella me buscaba todo el tiempo y andábamos juntos para todos lados, pero nunca le hablé de que fuéramos novios y hubo otro que se me adelantó. No sé por qué le dijo que sí, el caso es que hasta entonces me di cuenta de que andaba hasta las cachas. Después se dejaron y ella volvió a buscarme, pero ya no la vi igual. El jueves, ayer, estuvieron más gruesos. Llegaron a las once, antes de que empezaran a salir de los colegios. Se tardaron casi una hora. Dejaron que el semáforo se pusiera en rojo, calcularon el tiempo y unos segundos antes de que cambiara a verde uno encañonó desde fuera, el otro se subió al auto. Le ordenó salir, el primero lo descontó con la cacha. Se subió y arrancó por la calle transversal. Sus patiños formaron bola con otras gentes cuidando que no se organizara una persecución. Se le ponen enfrente al afectado, le cubren la visión con sus cuerpos cuadrados, corriosos, le fingen atención a la herida, le preguntan si están bien, luego acuerdan con otros para que acompañen a la víctima a poner la denuncia, porque ellos mismos sacan el celular y marcan el número y dicen no contestan, malditos policías, es mejor ir allá y denunciar. Algún inocente se encargará de llevarlos a la oficina, mientras tanto alguno de los dos cruza el puente, se junta con el otro y abordan la camioneta que ya está lista. Cuando me tiraba al suelo y veía el mundo de allí, pude descubrir muchas cosas y sentirme privilegiado. Ahora desde las alturas pienso que haber visto a Cachito y sospechar que no puede salir de su encierro, tener a la mano a Regina y saber que puede ser mi novia y descubrir el tejemaneje de la calle son cosas que los demás no tienen. Cuando me meto debajo del lavadero miro las cosas desde abajo, las piernas de Regina desde el suelo, oigo que su sonrisa baja a mi oído. Eso es todo. Escucho pasos. Antes de esconderme me asomo a la altura de la salida y veo un punto negro y blanco que sale de los departamentos, cruza el estacionamiento y llega a la banqueta de la lateral. No hay tales pasos. El punto se convierte en cuerpo de mujer, blusa blanca y falda larga negra. Es Regina, seguramente la han mandado a comprar algo y tardará en subir. Camina hacia el semáforo. La tienda no se encuentra por allá. Se detiene junto al puente peatonal y pregunta algo al tipo que se encuentra allí a la expectativa. Le señala el otro lado del bulevar. Veo los zapatos negros, delicados, de Regina que suben el primer tramo de la escalera, voltea hacia aquí como si de pronto sospechara que alguien la espía. Ayer me dijo hola, me caes muy bien, a ver qué día platicamos. Por eso decidí echarme al ruedo. Sube el segundo tramo y entra al puente en estos momentos solitario. Veo que no se ha quitado el mandil y que lo toma como si secara sus manos. Inicia el descenso y de nuevo dirige la mirada a las alturas. No me puede ver. Después se concentra en los escalones que le faltan. Llega a la calle y veo que se asoma al hueco entre los primeros escalones y el suelo. Allí está otro de los que esperan, el güerito de pelo chino. Está sentado en el piso, apenas si se ve. Yo lo había perdido de vista. Mi hermano dijo esa gata quiere ratón tierno, tú dirás Jerry. Ella se pone las manos en la cintura y algo dice. También ahora la percibo en tramos. El hombre voltea sólo la cabeza, permanece con el resto del cuerpo de frente a la calle. Ella se agacha y se acerca a él. Pone su mano en uno de sus hombros. Sólo veo los dedos y cierto estoy de que detrás está Regina. Le puse un golpe en la espalda a mi hermano y él corrió por las escaleras, burlándose, para ponerse fuera de mi alcance. Ya adentro de la casa me dijo a ver cuándo te llevo al barrio para que visites a los cuates, antes de que terminen las vacaciones, a ver si así dejas de andar pensando en cosas malas. ¿Cómo le haces para no aburrirte? Mueve el hombro como si quisiera desembarazarse de algo desagradable aunque sin mucho entusiasmo hasta que la presa se aquieta. Se suelta y se pone de pie cuidando de no golpearse con la escalera. Estira la mano y saca a Regina al arrollo de la calle lateral. Poco le importa que esté llena de autos. No saca la pistola ni la amenaza. No huye. La jala. La saca del rincón. Trastabillan con el impulso, casi se sientan en el cofre de un auto. Oigo el claxon. Se besan. El sol se ha puesto duro. No escucho pasos. Se besan. La azotea está sola. El viento para. Se besan. Las vacaciones pronto terminarán. Regina emprende el regreso. Sonríe.