jueves. 18.04.2024
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Es lo Cotidiano

¿Tachas?

Estaban suspendidos sobre México.

Estaban suspendidos sobre una isla en ese lago de México.

Allá abajo oyeron ladridos de perros en la noche.

En el lago iluminado por la luna vieron unos pocos botes que se movían como insectos acuáticos. Oyeron tocar una guitarra y un hombre cantó con una voz melancólica y aguda.

Muy lejos de allí, del otro lado de las oscuras fronteras, en los Estados Unidos, jaurías de chicos, pandillas de perros, corrían riendo, ladrando, llamando de puerta en puerta, con las manos cargadas de dulces tesoros, locos de alegría en la Noche de las Brujas.

—Pero aquí… —susurró Tom.

—¿Aquí qué? —preguntó Mortajosario, planeando a la altura de su codo.

—Oh, bueno, aquí…

—Y a lo largo de toda Sudamérica…

—Sí, en el sur. Aquí y en el sur. Todos los cementerios.

Todos los camposantos están…

…llenos de cirios encendidos, pensó Tom. Mil cirios en este cementerio, cien en aquel camposanto, cien kilómetros más allá, diez mil lucecitas titilantes, cinco mil kilómetros más abajo hasta la punta misma de la Argentina.

—Es así como celebran…

El Día de los Muertos. ¿Qué tal andas en español, Tom?

Tom tradujo la frase correctamente.

¡Caramba, sí! ¡Cometa, desármate!

La cometa bajó y se desmenuzó por última vez.

Los chicos rodaron por la orilla pedregosa del plácido lago.

Sobre las aguas flotaban nieblas.

Del otro lado del lago, lejos, había un cementerio a oscuras. Todavía no habían encendido los cirios.

De la hierba salió una barca que avanzaba silenciosa, sin remos, como si la marea la impulsara a través del agua.

Una figura alta, envuelta en un sudario gris, iba de pie, inmóvil, en un extremo de la embarcación.

La barca rozó suavemente las hierbas de la orilla.

Los chicos contuvieron el aliento. Pues, por lo que alcanzaban a ver, en el hueco de la capucha de la figura amortajada sólo había oscuridad.

—¿Señor… Señor Mortajosario?

Sabían que tenía que ser él.

Pero él no respondió. Sólo la casi imperceptible luciérnaga de una sonrisa brilló un instante bajo la capucha. Una mano descarnada se movió llamando.

Los chicos se abalanzaron a la barca.

—¡Ss! —musitó una voz desde la capucha vacía. La figura hizo otro ademán, y el viento los tocó, y se deslizaron raudos por las aguas oscuras bajo un cielo nocturno tachonado con un billón de fuegos estelares nunca vistos.

Lejos, en la isla oscura, se oyó el rasguido de una guitarra.

Una vela se encendió en el cementerio.

En algún lugar alguien sopló una flauta.

Otra vela se encendió entre las losas de mármol.

Alguien cantó sólo una palabra de una canción.

La llama de una cerilla animó una tercera tela.

Y cuanto más veloz se deslizaba la barca, más notas brotaban de la guitarra  y más velas se encendían entre los túmulos sobre las colinas pedregosas. Una decena, un centenar, mil bujías se encendieron, y al fin parecía que la gran constelación de Andrómeda hubiese caído del cielo y se hubiera echado aquí a descansar en el corazón de la casi medianoche mexicana.

La barca golpeó contra la orilla. Los chicos cayeron a tierra. Miraron en torno, pero Mortajosario había desaparecido. Sólo quedaba el sudario vacío en el fondo de la barca.

Una guitarra los llamó. Una voz les cantó.

Un camino que parecía un río de piedras blancas y rocas blancas los llevó a la ciudad que parecía un cementerio, a un cementerio que parecía… ¡una ciudad!

Porque no había gente en el pueblo.

Los chicos llegaron al muro bajo del cementerio y luego a las enormes puertas de hierro labrado. Se tomaron de los barrotes y espiaron dentro.

—¡Caramba! —jadeó Tom—. Nunca vi nada igual!

Ahora comprendían por qué el pueblo estaba vacío. Porque el cementerio estaba lleno.

Junto a cada tumba una mujer se arrodillaba a colocar arcos de gardenias, azaleas o caléndulas sobre la lápida.

Junto a cada tumba una hija se arrodillaba a encender una nueva vela o alguna que se acababa de apagar.

Junto a cada tumba un niño callado de brillantes ojos castaños, que llevaba en una mano una miniatura de cortejo fúnebre de papel maché pegado a un tejamanil, y en la otra mano una calavera de papel maché que contenía arroz o nueces y sonaba como una matraca.

—Mirad —cuchicheó Tom.

Había centenares de tumbas. Había centenares de mujeres. Había centenares de hijas. Había centenares de hijos. Y centenares y millares de candelas. El cementerio entero era un enjambre de destellos, como si todo un pueblo de luciérnagas hubiese oído hablar de una Gran Convocatoria y hubiese volado aquí a quedarse y llamear sobre las lápidas e iluminar los rostros morenos, los ojoso oscuros, las negras cabelleras.

—Caramba—dijo Tom casi entre dientes—. En nuestro país nunca vamos al cementerio, excepto quizás el Día de los Muertos por la Patria, una vez por año, y siempre a mediodía, a pleno sol, nada divertido, esto sí que es… ¡divertido!

—¡Seguro! —suspiraron, chillaron todos.

—¡El Día de las Brujas mexicano es mejor que el nuestro!

Pues sobre cada tumba había fuentes de bizcochos que parecían sacerdotes funerarios, o esqueletos, o fantasmas, esperando ser mordidos por… ¡los vivos! ¿o por fantasmas que acaso acudirían al amanecer, solitario y hambrientos? Nadie lo sabía. Nadie lo dijo.

Y cada niño del cementerio, dentro del cementerio, junto a la hermana y la madre, depositaba sobre la tumba la miniatura del cortejo fúnebre. Y todos veían la diminuta criatura de bizcocho en el diminuto ataúd de madera ante un altar diminuto con cirios diminutos. Y alrededor del diminuto ataúd estaban los diminutos monaguillos con cabeza de cacahuate y pintados en las cáscaras. Y frente al altar un cura con cabeza de grano de maíz, y vientre de nuez. Y sobre el altar una fotografía de la persona del ataúd, antes una persona real; ahora recordada.

Ray Bradbury