viernes. 19.04.2024
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En cadena perpetua

Eduardo Santiago Rocha Orozco 

En cadena perpetua

El condenado llegó a su celda, vestido con el uniforme monocromo de una pieza y las cadenas arrastrando por el suelo. Tras la reja estaba su compañero de habitación, recostado con una Biblia en mano, leyendo en silencio y sin intenciones de ser hospitalario. Enseguida, los gendarmes le quitaron los grilletes al prisionero 385, abrieron el umbral donde la tierra se resume a tres paredes de ocre, y arrojaron al condenado contra  un muro de semblante sórdido. 385 vio su nuevo hogar, paredes llenas de arañazos, mensajes, dibujos obscenos; un cubo podrido sin más gloria que ser la frontera entre adentro y afuera. Y él ahí, solo, sin aliados y un montón de posibles enemigos esperando conocerlo.

Afuera se dejaba oír el coro jubiloso de “carne nueva para todos”, una amenaza y un aviso tan cruel como burlón, a cada instante el miedo a perder la integridad y la hombría a merced de un sodomita. No obstante, había que mantenerse estoico, salvar un gramo de dignidad para estar en pie, con la frente hacia arriba, como  diciendo “nada puede dañarme”, debía ser de ese modo,  aun a pesar de todo lo que estaba obligado cargar dentro de sí.      

Para aligerar la gravedad de su situación, el nuevo preso, se propuso hablar con su compañero, iban a vivir juntos mucho tiempo, lo mejor era hacer un intento para buscarse un socio, y de ese modo, evitarse el peligro de terminar durmiendo con el enemigo. Pensó muy bien en lo que debía decir y el modo de hacerlo, porque, si las cosas salían mal podría acabar durmiendo con su nuevo amigo, sin duda esa era una posibilidad que no lo entusiasmaba en lo más mínimo. Empezó con un saludo directo, tan fuerte como claro, ¿he, tú, qué lees? —le dijo—, el otro no contestó, seguía en lo suyo y lo único audible que provenía de él era el ruido que hacía al pasar las páginas del libro. 385 no desistió en primera instancia, continuó hablando, tal como si al otro le importara, pero luego de pocos minutos, se cansó de soliloquios.

Ya sin más que hacer, se tiró sobre el camastro para cavilar. Condenado en cadena perpetua, por el cargo de homicidio, “con las agravantes de premeditación, alevosía, ventaja y traición”. En razón de ello no había por qué tener alguna esperanza, el veredicto fue definitivo, ya no había modo de apelar a nadie; aunque llegase a vivir más de cien años, los pasaría allí adentro, lo mismo daba si su vida fuese eterna, porque, así de larga sería su deuda.

Para el mundo entero, su crimen era tan vil que el tiempo no bastaba para resarcir lo que había hecho, de nada valía arrepentirse pues, pensándolo bien, la conciencia también resultaría otra carga. Por eso jamás piensa en el hombre que mató, si lo hiciera la culpa sería insoportable, y cualquier cosa que logre aligerar su existencia es bienvenida. Ya en el encierro sólo podía especular sobre la vida que le esperaba, una llena de trabajos forzados, labores automáticas y rutinarias que habrían de hacer su condena un terrible círculo vicioso hasta el día de su muerte. Al menos tenía el consuelo de que, en este mundo, la eternidad nada más puede existir en lo abstracto,  y en lo que a él concernía, nada le esperaba después de volverse un cadáver viejo y gastado.   

Las páginas del libro se oían correr en ratos, y después, un sigilo profundo e insoportable. 385 se puso a ver al hombre del libro, él, aún callado y absorto de todo:

Entonces, te gusta leer, ¿verdad? —dijo el nuevo presidiario—, entiendo el porqué, aquí adentro no hay mucho con qué entretenerse. Desde luego, como somos delincuentes, no se nos permite tener cualquier libro, sólo la Biblia, supongo que para hacernos “buenos”. En fin, somos un montón de ignorantes, si exigiéramos otras lecturas, no sabríamos qué pedir. Está bien al menos tener un solo libro, pero, últimamente, prefiero otro tipo de historias, así que, por un momento, olvidémonos de la Biblia.

385 guardó silencio un momento, respiró profundo y luego vio a su compañero de celda, él no parecía interesado en ponerle atención, pero en vez de sentirse frustrado, 385, continuó como si nada:

Un día, sin saber cómo, dos gemelos despertaron encerrados en un cuarto, era un espacio pequeño de tres pasos de largo y ancho. Los hermanos apenas distinguían estar en peligro y, por mero instinto, empezaron a dar vueltas para palpar cada centímetro de las cuatro paredes de esa cabina; con mucho esmero, buscaron el modo de escapar, pero allí no había salida, sólo tres paredes de espejo, un muro sólido de color blanco, en el techo una bombilla de luz cegadora y un suelo firme y reflejante.

Sin haberse tardado mucho, el par comenzó a pedir auxilio, dando de gritos y puñetazos contra la pared; luego de quedarse afónicos, canalizaron toda su frustración e ira contra los espejos. El cubo se llenó con el bullicio desgarrador del frenesí, dos actores en un espectáculo de cristales revoloteando, al ritmo del estruendo y los golpes del derrotado; el eco incesante de maldiciones, gotas de sangre  y mil caras reflejadas en el suelo, en cada semblante un gesto de amarga resignación. Cedió el arrebato y, ya conscientes de su impotencia, los hermanos charlaron, querían averiguar, a base de puras especulaciones, quién los había encerrado y por qué. ¿Quizá es un enemigo de nuestra familia? —dijo uno de los gemelos—. Tal vez, hermano. Pero, ¿quién en este mundo tiene una razón para tenernos así?

Muchos fueron los nombres de un posible culpable, pero sin importar quién, nadie tenía suficientes motivos para ejecutar aquella revancha. Sin más intenciones de señalar responsables, los dos se dedicaron a sosegarse con el sueño.

Repuestos del todo, despertaron y, por sorpresa, el cuarto estaba como en un principio, completo y sin manchas. Para ambos, lo más factible fue pensar que, mientras dormían, alguien limpió la habitación para después remplazar los espejos rotos por unos nuevos. Esa idea hizo rabiar a los prisioneros, porque, de ser ciertas aquellas  especulaciones, su captor habría sido muy hábil, lo suficiente como para jactarse frente a ellos sin haber sido visto.

De nueva cuenta, los espejos sufrieron la ira de los hermanos, pero tras esta destrucción carente de sentido, a primera vista, se escondía un ardid para conseguir librarse del encierro. El plan era simple, ambos fingirían dormir al mismo tiempo, cuando en realidad, los dos estarían turnándose para aguardar la visita de su captor, (¡claro!, eso si es que llegaba a reparar los daños). 

Aquel par, no sabía a qué cosa atenerse, pero aún así, no podían negarse el delirio de vencer al malo y salir invictos de la aventura.  Fueron pacientes, pero, ¿de qué sirve esperar en un espacio donde no existe el tiempo?, dentro de la caja no habían noches y tampoco días, sólo una luz blanca que no dejaba de brillar. Lo inevitable sucedió, por segunda vez, los hermanos quedaron dormidos y al despertar encontraron, de nuevo, una prisión impecable con espejos.

En un tercer intento, los prisioneros destrozaron aquel sitio, esta vez, para no dormir hasta ver quién les jugaba tan cruel broma. De nuevo la tortura del aguardo, para no perder la cabeza intentaron distraerse, cada uno divagó en lo profundo de sí, preguntándose qué mal hizo para merecer esa condena, por qué tanta saña y de parte de quién. Cada uno desde un rincón se encontraba absorto, hasta que se dieron cuenta, su cuarto fue restaurado frente a sus ojos, sin que lo hayan visto venir.

Con aquel suceso, los jóvenes cayeron abrumados ante lo inexplicable. El más listo de los dos tuvo una revelación,  la respuesta siempre había estado en esos tres espejos, el puente entre lo terreno y lo infinito, porque en cada espejo estaba su imagen reflejada en otro espejo, que a su vez hacía lo mismo hasta hacer una caída en abismo infinito. Ahí, en cada reflejo, la secuencia de su cara en pena buscando una recta final en un horizonte continúo. Ambos estarían ahí por siempre sin importar lo que hicieran, ni romper cristales o mantenerse despiertos les ayudaría en algo, porque una prisión eterna no tiene salida. Y siendo que había un juez ejecutando un castigo continuo, los implicados debían cumplir un crimen así de inmenso.

Frente a tres muros de cristal, los gemelos lucharon hasta que uno quedó en pie, y a través de cada espejo estaba esa imagen reflejada en otro espejo, que a su vez hacía lo mismo hasta hacer una caída en abismo infinito,  representando la muerte de un hombre en manos de otro, igual a él, que purga su culpa condenado a contemplar la historia de un hombre que asesinó a su hermano; mientras recuerda a Rómulo y Remo, quienes a su vez hablan acerca de un errante de tierras lejanas llamado Caín; en tanto, aquel proscrito canta las desventuras que se arrastran con el fratricidio; mientras, en una dimensión distinta, un presidiario que lee el Génesis interrumpe la historia del que tiene al lado, un hombre que vive en la negación prefiriendo contar una historia impersonal e inconclusa con tal de encubrir su culpa; y sigue un cuento igual al anterior donde todo vuelve a conectarse, como en una cadena perpetua…