viernes. 19.04.2024
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Antrofobia

Filiberto García

Creí simpatizarle desde la secundaria, en el salón de clases decían que nos amábamos en secreto. Hace un año me divorcié y mi esposa cargó con los niños, dos para ser exacto, y me dejó solitario, con el abogado que puntualmente recoge la mensualidad y el perro que no come otra cosa que tortillas con huevo.

Buscaba el libro de Lobo Antunes Yo he de amar a una piedra en una librería que está por el centro histórico. En varias ocasiones rechacé la ayuda del personal de la tienda. En realidad llevaba meses intentando encontrar el libro, pero siempre me topaba con otro autor que me convencía y marchaba olvidando la búsqueda. Mi ex-esposa siempre se quejó de mi carácter flemático, de esa capacidad innata de abandonar las tareas a medio camino.

En esa ocasión me llamó la atención el libro de Octavio Paz, era una antología de varios ensayos, lo tomé, leía cuando alguien me tocó el hombro. Era ella, con los pechos más grandes, la mirada osada y las pantorrillas descomunales que siempre la caracterizaron. En las manos traía el libro de Lobo Antunes. Me sentí personaje de novela, todas esas coincidencias me parecían horribles. Cómo no querer a una persona que trae tantos recuerdos encima.

La saludé con frases comunes, mismas que hubiera utilizado cualquier extraño, un camarero, quizá. No me porté a la altura. Le conté de la coincidencia del libro, ella sonrió y tendiendo la mano murmuró “Te lo regalo”. Paseamos por las calles sin motivo aparente, me contó que nunca se casó, que era profesora de primaria y los compañeros de trabajo eran una bola de patéticos sin aparente cura.

La cuestioné acerca de varias preguntas claves y llegué a la conclusión de que sería bueno establecer una relación con ella. En realidad no sé si tanta franqueza la espantó. Le dije que me había divorciado, que tengo dos hijos y soy un escritor a quien no le dan ni medio centavo por los cuentos que inventa, que para sobrevivir doy asesorías de literatura y escribo en las tardes lluviosas para olvidar que le tengo miedo a los truenos.

Cuando escuchó lo de los hijos cambió el semblante por minutos, pero al paso de la charla parecía que nada le importaba más que entablar una relación formal. La cité en un cine, en el mejor restaurant, pero definimos después de varias ofertas que el mejor lugar era mi departamento. Yo me fui encantado, reconstruí el lugar, lo pinté esa misma noche y lo adorné con muchos detalles cursis que intuí le gustarían, porque el amor hoy en día es un acto de inversión, se compran bisuterías para simbolizar afecto.

Fui por ella a la casa. Llegamos al departamento, al ver mi decoración fingió que le gustó mucho. Cenamos y la percibí retraída, con la mirada siempre en la ventana y las respuestas saturadas de monosílabos. No comprendía su actitud. Así que decidí arrojar la estocada que me salvaría. Sin decir palabra fui a la recámara y tomé el ramo de flores enormes, era una réplica del que regalé a mi ex-esposa la noche en que nos comprometimos.

Nunca imaginé la reacción que tuvo. En cuanto le puse las flores frente a la cara se paró impulsada por resortes, tan rápido que me golpeó la quijada con la cabeza y caí tendido sobre el piso. Se tomó la garganta y salió vomitando sin decir palabra. Un tanto adolorido la vi marcharse, por el pasillo resbaló con su propio vómito, se manchó el vestido, pero no regresó ni para limpiarlo con una servilleta.

Días después le marqué al teléfono, no respondió, fui a su casa y los vecinos me dijeron que se había mudado. No sé qué hice mal, en ningún momento fui descortés, quizá no le agradan la flores, pero con decir “Llévate las malditas flores” hubiera sido más que suficiente.

***

Yo no lo amaba, de qué forma se quiere a una persona casi anciana cuando se tienen doce años, de qué forma se abren la piernas y se olvida todo. No fueron las terapias las que me ayudaron, fue el amor, el cariño que siempre le tuve, el deseo de amanecer junto a él protegida por siempre de los ancianos y las flores. Ahora que lo he visto, sé que no tengo salvación, que también es mi enemigo, que al igual que la mayoría quiere ultrajarme, seducirme con esas ridículas plantas de colores que usan los hombres como billete de compraventa.

Jamás imaginé que me diera flores, tan serio que lo vi, tan franco que parecía en la librería y querer engatusarme con los tontos claveles. Malditos hombres por qué las mujeres no tenemos un mecanismo de defensa como las plantas y cuando alguien rasga nuestra intimidad soltamos un líquido que les pudra el pene, que se los agusane como ellos nos encarroñan el alma con sus caricias de a centavo.        

El profesor de música me tomó por la fuerza, mamá le avisó que llegaría tarde, que por favor la perdonara. Él dijo que no había problema. Desde ese instante comenzó la agonía, me asustó con muchas cosas a las que todavía tengo miedo e inició el ritual. Sació sus ansias mientras el clavel que llevaba en la solapa me rozaba la mejilla derecha. El aroma comenzó a penetrar mi cerebro, desde entonces cuando huelo claveles revive el jadeo, su peso en mi cuerpo, el miembro en mi espacio de niña de doce años. Desde entonces odio a los floreros.

Ahora que no tengo quién me salve, ahora que descubrí que a Alonso también le gustan los claveles y que el amor no existe, me largaré de aquí. Ojalá que nunca lo vuelva a ver, porque si lo encuentro por accidente en alguna librería, juro que lo mato por haberme despertado a estos demonios que ahora ya no cesan.