miércoles. 24.04.2024
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Alejandro García

Allí están las gordas El Orito. De todo hay, me dice el dependiente, cuántas le ponemos, son light. Sonrío. Pido surtido: buche, chicharrón, lengua y pollo, para no traicionar tan arteramente a la dieta. Pido dos de cada una. Regreso al coche y tengo que reconocer que las provisiones representan un empujón para volver al mundo. Don Plinio afirma que ha sido una magnífica decisión. Creo que se le han antojado mis gordas. No hubiera sido mala idea traerle a don Plinio su paquete, así no lo pongo en el brete de que se le derrame la hiel. Llego a la Central a las once, arropado por mis gorditas y por la amable despedida del chofer.

Me desplazo con dificultad por los pasillos, agobiado por lo bromoso de los paquetes. La bolsa de las gordas no tiene agarraderas. Pregunto por salidas en las únicas dos opciones. En Transportes Salsipuedeños me dicen que hasta las tres a León, sin paso por Salsipuedes y a Aguascalientes en media hora, de paso. Voy a Ómnibus de Atlaconemburgo y hay ahorita a Agüitas. Compro mi boleto y me apresuro a ir a uno de los expendios para hacerme de refresco, de una botella con agua y del diario local. Agrego elementos a este instrumental para malabares. Apresuro el paso.

Ahora es probable que no me dé apetito pronto, ya con la seguridad de que lo resuelvo en el momento que me dé la gana. Ubico mi primer camión. Es de los modernos. Subo. Me acomodo buscando una posición ideal para el viaje. He cambiado de territorio. Lo veo. Como siempre, pasan una película que está a medias y en la cual no tengo interés alguno. Ni siquiera se trata de una de esas garrudas de los hermanos Almada o del niño cabrón que fastidia a un par de estúpidos, es una comedia gringa con malos actores y peores chistes. No hay muchos pasajeros. Opto por un lugar para mí solo, me voy a una de las últimas filas del camión.

Luego me atormentan los malos olores del baño. Esto podría ocasionar una verdadera catástrofe: un jugo de entraña borracha esparcido por el piso. A pesar de los pocos viajeros se respira un aire pesado. Pasan cinco minutos y el autobús no arranca. En este extraño juego de toma y daca de nuevo ruedan los dados del destino y llega un Salsipuedeño y el letrero dice a León. Nunca me he explicado esas equivocaciones en la información. Después de cinco minutos arranca. Nuestro chofer es de los calienta motores, de los que dan la apariencia de que están a punto de partir. El muy culero se despide muy zalamero del de la competencia.

Otro en mi lugar se bajaría hecho la mocha, aduciendo la presencia de malos presagios. El otro chofer hace las gestiones correspondientes y se puede tardar hasta 30 o 40 minutos. Es típico que pregunte uno la hora de salida y diga ya me voy, acompañando esto con gestos que sugieran la inminencia del arranque, sin que esto se apegue a la verdad, porque apenas pasas a tu lugar vuelve a sus calmas. Ni modo que agarren mucho pasaje en este día. Parte cuando quiere. Siento que me mareo, siento que todo se mueve, fijo los pies al piso y no es mi malestar, es que el camión se retira del carril en reversa y emprende la salida de la Central Camionera.

Destapo una de las gordas, la huelo y le doy una tarascada. Es cabrona el hambre. No me sabe ni a melón. Tampoco sabe a carne. Podría adivinar que se trataba de una de pollo. Éste placer es de otro tipo. La disfruto más porque me apaga las ansias que por otra cosa, aunque las gordas zacatecanas sólo saben muy bien recién salidas del cajón. En su modalidad de para llevar pierden el sello propio. Saco otra. Es de buche, buche perdido, porque apenas si me sabe a jitomate, a cebolla y a serrano. Imposible sacarle el característico sabor del cerdo. Doy un trago a mi refresco para no ahorcarme y el líquido desaloja con fortuna la vía digestiva. Eructo.

Me queda grasa en las manos. Busco una servilleta y me limpio. Como tantas veces, me asomo a la ventanilla para ver desde el libramiento la ciudad que me alberga desde hace más de dos décadas. Mi hambre se sosiega, afloja la presión. La primera etapa de la cruda está consumada y consumida. Ahora puedo disponer de un cierto tiempo y dar tregua al cuerpo que ha pasado del caos total al acelere sin sentido. Aparte de un rayo de sol que me pegaba en plena cara antes de salir de la Central Camionera y que me obligó a cerrar de momento la ventanilla con la cortina y de cierto tufo a cochinada rinconera, el ambiente dentro del vehículo es confortable.

Me encuentro en el libramiento. Mi estado de mírame y no me toques resiente las curvas. Abro la cortina y el contacto visual logra el mismo efecto de poner el pie, hacer tierra, cuando la náusea está a punto de ganarte en la borrachera. Veo la ciudad y siento cierta nostalgia por la salida. Serpentea el camión y la perspectiva va cambiando con rapidez. El Crestón se estira y se achica. Las partes antiguas de la ciudad no se muestran, sólo lo que se ha ido formando en el filo de este lado de la barranca y en las laderas. Siempre me he sentido extraño aquí a pesar de las dos décadas de vida. Siempre me he sentido salsipuedeño y amo mi condición de forastero.

Veo a la vieja ciudad minera con carga sentimental. No es nada más la admiración que siento por ella, es algo que ha encarnado y que no estaba antes, yo que anduve corriendo del efecto encantador de una ciudad callejonera como Guanajuato, vista desde la plebeyez y la barbarie de Salsipuedes y León, vine a caer de bruces en ésta tan parecida. Será que he caído en la trampa del otro terruño. Insisto en mi estado de empatía que contrasta con mi malestar y mi zozobra. Veo la vía. Los ferrocarriles han vuelto. Las curvas obligan a que a cierta velocidad se sienta el freno y el acelerador según sea la experiencia del conductor. El cuerpo se columpia.

Qué tiempos aquellos en que este medio abrió el país al mundo. Primero, una salida al mar por Veracruz, luego otra liga, con el Tío Sam, por Paso del Norte. Don Porfirio buscó el equilibrio entre el imperativo tiburón norteño y una Europa que la era más simpática, acaso por lejana. El caballo de hierro sirvió de transporte a las tropas revolucionarias, sobre todo villistas, y allí el caudillo mixteco encontró su saltapatrás. Para qué cansar cuacos o infantería si los rancheros y vaqueros norteños tenían forma de avanzar sin fatigarse. Los rebeldes se apoderaron del transporte y del telégrafo y sorprendieron a los federales una y otra vez.

Fueron las tropas de Huerta las que más recibieron metralla desde los vagones y sintieron la movilidad del Centauro del Norte. Si en un punto se definió la Revolución fue en Zacatecas. Imagino a los generales Ángeles y Villa, la razón y el instinto, unidos para sacar a los pelones del crestón de La Bufa. A punta de cañonazos lo lograron. Villa estableció su campamento cerca de Calera, Ángeles estudió el cajete, los cerros cercanos, las entradas y salidas. El espíritu indómito acosó a la distancia, la elegancia corrió detrás del enemigo. Le interesaba la ciudad, desde luego, pero el cascabel del gato estaba en la Bufa, allí se estaban los federales, cubiertos por las alturas.

Obregón también fue usuario del tren y en los pleitos con Villa, en apoyo a Carranza, lo usó con eficacia. Don Venus huyó de México en tren con rumbo a Veracruz, sabía que olía a muerto. En Tlaxcalantongo lo destlaxcalantongaron. El tren fue instrumento en el afán gerencial de modernizar al país. Los cachorrillos de la revolufia lo tuvieron como juguete y caja chica, hasta amplios sectores de los trabajadores del riel se politizaron, escaparon al corporativismo y la reacción no tardó en llegar, con el afán de desmadrar al sindicato. Amparado el priísmo en el peligro comunista no le tembló la mano para golpearlo, perseguirlo, desaparecerlo.

Los líderes Vallejo y Campa pasaron buena parte de su vida en la cárcel. Desactivaron el sindicato, pusieron gente controlada y ni así le perdonaron la vida al medio de traslado y sólo le dieron presencia de transporte pesado, ya privatizado, no más pasajeros pobres con sus memorables cargamentos, no más grupos de presión deteniendo el tránsito de mercancías. El aspecto de ahora es triste y miserable. Aún se ven en los techos y en los estribos algunos braceros en pos de la aventura al norte prodigioso y tan cabrón. Este trayecto me parece más largo cuando uno va llegando. Para mi fortuna no hay tren a la vista ni atravesado en la carretera.

Temo que los choferes hagan una de sus tanteadas y levanten pasaje a la bajada del puente, el típico ardid para meter dinero a su bolsillo y el mejor medio para que nos visite un asaltante. Hay una leve baja en la velocidad. Es sólo una cuestión técnica, una provocación a los viajeros, lo hace para que el pasaje no tenga que sufrir la caída brusca. Estoy en pleno viaje. Veo el tianguis del automóvil que se instala el domingo. Aunque sé que no podré escaparme de las ocho horas reglamentarias, que habré de rendir culto al dios Cronos con el triste sopor de mis nalgas, sufro ante la indecisión (llamémosle ilusa esperanza) de si este autobús tomará por la autopista.

No podré romper el cerco. Por más que corra con la mente, no ahorraré un minuto del tiempo destinado a ser. Toma el camino de los pueblos. Serán más de dos horas de central a central. Eso hincha el tiempo. O más bien aumenta mi ánimo pendenciero, porque el cálculo del total está hecho sobre esa estimación. Hay ocasiones en que todo se conjuga para la calma y entonces se pueden hacer tiempos increíbles. No comprendo cómo se hace tanto tiempo si el camión lleva una velocidad bastante constante y veo que los postes pasan hechos madre. Es en los puntos intermedios donde se van quedando los diez, los quince minutos, la media hora o más.

El paso por la avenida principal es a vuelta de rueda y es raro el conductor que hace rápido el chequeo y el levantamiento de pasaje. Después de Ojocaliente, Casas Coloradas y Luis Moya no hay interrupciones. El paso de ferrocarril en el cruce de Adames está despejado. Suben vendedores de burros norteños, de tortas, de frutas y de refrescos. Es una velocidad constante y se siente veloz el viaje. He comido otro par de gordas de las que compré y aunque están cada vez más frías todavía están por encima de lo que se vende en la Central y de éstas que ofrece un gordo ladino de apariencia sucia y fraudulenta.

El hijo de la chingada me reconoce y, socarrón, se ríe. Pasa. Regresa sin vender. Me río. Es increíble que después de veinte años no haya variado en su aspecto ni para bien ni para mal, partiendo de que su apariencia siempre fue asquerosa. Decido darle descanso a mi cerebro y a mis ojos. Subo mi portafolios. No habrá sesión de lectura. Me acomodo para echar una pestañita. Estoy crudo. El camión da un extraño brinco. El portafolios cae del portabultos, pega en mi cabeza y los papeles y los libros se esparcen por el piso. Se oye el grito de una mujer que no noté cuándo subió. Me distraje a la hora de revisar al gordero.

El chofer mira por el espejo. Dudo entre revisar si me ha descalabrado la maleta o evitar que mis papeles se pierdan por el camión. Se acerca el gordero y me pregunta si me dolió. Se ríe. No le contesto. En mí conviven la vergüenza y la indignación. Le pregunto forzadito si ha vendido muchas gordas. Contesta que ha tenido buenas ventas. Toma con sus manos sucias el diario color de rosa y finge esconderlo. Te lo cambio por una de frijoles. Me da la espalda e intenta desatar el cordón rosa que asegura que las hojas permanezcan presas. Yo siento calor en las mejillas y trato de arrebatárselo. Camina hacia el frente y dice lo voy a leer en voz alta.

Quiero que todos vean lo puto que eres. Lo supe desde la primera vez que te vi. ¿También usas calzones rosas? ¿Te crees tan chingón como para burlarte de mis gordas? Me apena que el escaso público tenga que enterarse de este pleito absurdo y me dan ganas de madrear a este güey. Está fuerte el pendejo, así que si no lo tumbo del primer madrazo, ya me chingué. De todos modos me yergo y estoy a punto de dar los pasos suficientes agredirlo, cuando la mujer se adelanta por el pasillo, interpone el cuerpo y le dice, déjelo en paz, dedíquese a lo suyo. El gordero se burla. Entonces ella estalla a mí no me la haces hijo de tu pinche madre. Respétame.

Le avienta algo. El gordero evade el proyectil y se ríe. No alcanza a saborear la risa. Un golpe con el puño cerrado lo ataranta. Después le suelta tres cachetadas. El pobre se dirige a la salida del camión y ni siquiera vuelve la cara. El chofer se ríe, por qué no avisas que te vas a bajar tan pronto. Respiro con azoro y veo a la mujer que es guapa. Regresa a su lugar sin hacerme caso. Meto orden en mis cosas y me inquieto por verla otra vez. Como los niños, busco la hendidura entre los dos asientos. Está con el ceño fruncido. Regreso la vista al frente y veo que el chofer se desentiende de la función gratis. Me dan ganas de agradecerle a esta guapa amazona.

Espío. Me sorprende en la tranza. Sonríe. Me cubre con su dulce mirada. Me paro con agilidad y me siento junto a ella. Soy Wenceslao Caratusa. Gracias, me salvaste de un buena bronca. No te preocupes, así es de pesado. Yo soy Guillermina Trueba. Ni estudio ni trabajo. No salgo por el pan y yo te conozco. Muchos años viajaste los domingos por la noche de Aguascalientes a Zacatecas. Cargabas unas bolsotas con libros y todo el leías. Estás más gordo, aunque no tanto como hace meses. Algún día viajamos en asientos contiguos y tú ni siquiera te fijaste en mí. En 1986. De pronto apareces en el periódico. Presentas libros.

Viví con una amiga de Florencia que estaba enamorada de ti. Le habías dado clases. Nunca te fijaste en ella. Decía que les hablabas de tú y que caminabas muy rápido, como correcaminos. Te imitaba bien. Guardaba algunos recortes de periódico. No supo nada íntimo de ti después de darle clases. Yo tampoco. Yo te veía de vez en cuando. Dejé de estudiar y me quedé a vivir en Zacatecas. Trabajé de todo. A veces nos cruzábamos. Voy a visitar a mi familia. En Aguas tomo otro autobús. Toma este acto de defensa como un homenaje al cariño que te tenía mi amiga. Estaba guapa, pero la afeaba el mal carácter. Ella sí le hubiera partido su madre al animal ese.

Tuve muchas alumnas. No es que fuera distante, es que las clases te dan la oportunidad de agandallar. Nunca quise eso. Por aquellos años un maestro de inglés se llevó a una alumna de primero. Fue un escándalo. Sí, el caso de Montalvo; pero ella estaba de acuerdo, así se lo dijo a sus padres. No sabes nada, la mayoría de las chavas se enamoraban de sus profesores. Cierto, había otros con más pegue que tú, pero tenías tus almas desencaminadas. Mi amiga tenía todos tus libros y revistas con tus artículos. No los leía, nada más los acumulaba. Decía es que es un hombre triste y se ponía como niña curiosa cuando le contaba que te había visto.

Cuando le chismeé que había estado junto a ti, que leías un libro y te reías, me preguntó qué ropa llevabas, a qué olías. Mentí. Dije que usabas un perfume grato y que lo había percibido porque habías dormido y habías terminado con la barbilla en mi hombro y que habías despertado con mucha pena y me habías pedido disculpas, que después no habías hablado más y que apenas me saludaste cuando me paré para bajar del camión. Es bella. Fue mi primera época de magisterio, cuando la distancia entre alumno y profesor era poca y el mundo podía compartirse un poco más. En aquellos años era un tipo ambicioso y cretino. ¿Me olvidé de la vida?

Es raro encontrar una mujer con garbo y desenfado a la vez. Rompe el encanto, se para y señala que prefiere bajarse en este lado de la ciudad, ya después irá a la Central Camionera. Le digo que espere, me gustaría platicar con ella, que me siento en deuda por partida doble: por defenderme del gordero y por menso, por no haber conversado en alguno de nuestros viajes. Me dice que bien nos podemos aguantar otros días, meses, que además no tenemos nada compartido, así como para decir esto éramos y ahora somos diferentes. Asiento con cierta tristeza y le digo que está bien. Le pido su teléfono. Para qué, es fácil encontrarse en los camiones, remata.