viernes. 19.04.2024
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MEMORIAS DEL SUBDESARROLLO

Una ciudad que quiere a sus poetas

Alejandro García

Una ciudad que quiere a sus poetas

Poetas van, poetas vienen. Quizás sólo se encanten con la ciudad de la barranca, Zacatecas y, tal vez, su solidaria y correligionaria, Guadalupe. O tal vez se llenen de polvo del desierto y el semidesierto y lo hagan verbo. Habrá quien camine por el filo de los cañones y sepa de la lujuria del clima y de la vegetación. O vagabundeará el friolento a los pies del cerro de la Gallina, por las calles hde Pinos, o en busca del misterio del mismísimo nombre: Estancia de Ánimas, en busca de sonidos metálicos y cantinas circulares. Acaso habrá uno que cabalgue la bravía sierra con peripecias demoniacas o se juegue el juicio con ese juego perverso, bebeleche o rayuela que no lleva de la tierra al cielo, tanto de la naturaleza como de la geopolítica de dar un brinco y estar ya en un estado vecino y saltar en otro sentido y volver a la anterior federativa o incluso a otra.

Habrá el poeta o literato que vea las zonas de influencia, los regateos al centro zacatecano: Pinos para San Luis Potosí, Tlaltenango, Moyahua y Nochistlán para Jalisco, Sombrerete para Durango, Loreto y Luis Moya para Aguascalientes, Río Grande para Coahuila, Concepción del Oro para Coahuila y Nuevo León. Por no hablar de la jolgorienta colonia pinense en Monterrey o los muchos puntos de ciudad que llaman desde el sueño americano. Y sin embargo, la ciudad faro llama, de allí que a Severino Salazar lo acompañe a lo largo de su vida (para bien o para mal) la majestuosidad y el misterio de la Catedral capitalina.

Hay poetas que se quedan en su ciudad, algunos nacidos en ella, otros que han llegado, como el limo, de territorios cercanos. Hay los que se van y se llevan su ciudad a cuestas, como dijo Kavafis. Y hay los que se van y vuelven, como decía mi abuela, voy y vuelvo.

Veremundo Carrillo pertenece a estos últimos. De Achimec de Arriba viene a Guadalupe y Zacatecas. De aquí va a Montezuma y regresa. De nuevo parte, ahora a Europa. Lamentablemente no llega a Estambul, pero si a Salónica, poetiza. Va a Salamanca y a Roma y camina la Europa de la posguerra y de la guerra fría, la España del franquismo. Va a los cimientos de la fe y de la herencia cultural, allí lleva a mayores argumentos su rebeldía, allí rompe con la doctrina esclerotizada y se une a la larga hilera de poetas que han detectado la pérdida de la vida en manos de burocracias y personeros que prometen un más allá glorioso a cambio de una vida de sometimiento y miseria.

La labor del poeta, de desautomatizar la percepción del lector, del hombre, de que haga uso pleno de sus sentidos, de su razón, de sus sentimientos se cumple. Bien señala Juan Antonio Caldera Rodríguez en su ensayo introductorio a la obra de Veremundo Carrillo, a través de las palabras de Ramón López Velarde: “Este es el concepto justo del papel de la poesía: no nos engaña, se limita a hacernos menos amarga la sal de la vida”.

Me distraigo un momento todavía para señalar dos cosas muy similares: la realidad que se genera desde la literatura y la referencia al pensamiento que se puede hacer a partir de esto. Me explico: por un lado, el deseo de conocer Jerez, ya no tanto de García Salinas, sino de López Velarde. Hay una cadena de hombres, sin nexos claros ni predeterminados que quiere conocer el pueblito del que salió el poeta a tierna edad, pero que cargó consigo y empapó sus versos y su cosmovisión. Pero también hay la remota esperanza de cruzarse con Fuensanta, de seguir sus pasos, de sospechar lo que hiciera el requiebro verbal del poeta. Y, ya más respetando la mujer del otro, encontrar en algún punto esa mirada de “esos ojos inusitados de sulfato de cobre”. Y esto podrá ser aquí y en cualquier parte, pero pertenece al mago de aquí cerca.

Tomo, ayudado por la urraca ladrona de Tournier, este ejemplo que hace más complejo aún a  Benjamín Morquecho:

Contemplada desde el cerro de La Bufa, la pequeña ciudad simulaba —decían los zacatecanos— un avión. Veremundo Carrillo, poeta de mi generación, cambió la imagen aérea por una más devota, cuando, más tarde, la describió en el poema “Suite del adiós”, dedicado por cierto a la despedida del obispo Antonio López Aviña, en 1961, diciéndole: “Una cruz volandera se santigua/ desde Jesús hasta Guadalupito”.

En el eje vertical de la señal piadosa, se alienaban cuatro templos al servicio de la ciudad recolecta: el de Jesús, el de la catedral, el del Sagrado Corazón y el de Guadalupito. Fuera de ese teórico eje vertical sólo funcionaban dos templos: a un lado, el de Santo Domingo y, al otro, el de San Juan de Dios.

Y dice Juan Antonio Caldera Rodríguez:

Creyendo descubrir en sus páginas mi propia queja y mi mismo mal, saludé al “arcángel de tungsteno”, me reconocí “dispersión de cenizas amarillas”, pero me rescaté en “la unidad de un golpe de corazón”; supe que la “belleza es un intangible rayo que nos atraviesa a mansalva” y, sobre todo, comprendí que la existencia era semejante a la sufrida del álamo de su poema “Memento” y que es, ante todo, la movilidad del arroyo, “un perenne resbalar al espejo fugitivo/ en un conato de perpetuamiento”. Y algo más: rindió mi conciencia engreída de falso furor con unas palabras que apenas las releo, viene a la plenitud de la presencia lo deletéreo de la condición humana: “Y yo recordaré que soy un sueño”.

El poeta ha renombrado a la realidad y los lectores constatan su tino: de la ciudad avión a la ciudad cruz volandera y sus palabras empiezan su labor de capilaridad social. Se han impuesto en el terreno de la realización lingüística más competente, fina y trascendente, ahora sus figuras, sus metáforas, comienzan a convertirse en patrimonio y uso de todos.

Y entonces yo recuerdo que “Amotita” es un poema, pero su título es una palabra que picó mi curiosidad y leí por eso sus líneas: es un lugar, pero también es el origen y el idilio entre la naturaleza y el hombre, el niño que siempre quisimos dejar de ser, el niño que siempre nos negamos a dejar de ser.

¿Y qué decir de esa mujer que arranca encendidas palabras, nerviosos versos, carnalidad satisfecha, espiritualidad en movimiento? ¿Y qué decir de esa batalla entre la vida y la muerte, por los rumbos de Nayarit, el colapso del cuerpo, la rueda de la fortuna de los medicamentos, la compañera fuerte, asustada, los dos niños que inyectaron el tósigo contra la muerte? “Escoltas y arena” es uno de esos poemas que vivo plenamente cada vez que lo leo. Y claro, veo al Veremundo a punto de caer, resistiendo, cayendo y levantándose para seguir. Pero también veo la batalla diaria del hombre por la vida, sus apuestas, sus apoyos, sus “fusiles y muñecas” 

Regreso solamente para dibujar la labor poética de Veremundo Carrillo, como ejercicio marginal, crítico y a contracorriente. Escribió poemas de fe cuando el laicismo parecía imperar, cuando la fe se ponía otro nombre y se excedía en funciones y purgaba todo aquello que lo estorbara.

Escribió poemas de fe que no siempre fueron ortodoxos. Al contrario, crecieron en demanda de congruencia, de apego a lo dicho, de crítica a la institución corrompida, de llevar la palabra con la creencia de que se podía entender e implantar en la vida diaria y no en el más allá.

En un caso fue llamado arcaico, en el otro hereje. Pero en la práctica se adelantaba a grandes acontecimientos: el desvelo de las modas, de los absolutismos vestidos con piel de democracia, de los estetas defensores de privilegios y corruptelas. Tuvo que salir, a pesar de que le propusieron quedarse sin lastimar mayormente, vivir en la doble representación, comprar con eso su silencio con respecto a la injusticia.

Convirtió su poesía en un reclamo social, sin abandonar la expresión estética. Y entonces le dijeron que estaba fuera de tono, que estaba fuera de neopreceptos. Y rompió con la institución y rompió con los cenáculos literarios. Y se convirtió en hombre libre y se jugó el pellejo en la vida con su dama y con sus hijos. Y entonces lo llamaron poeta hogareño unos, poeta juilón otros. Veremundo Carrillo Trujillo de nuevo abría las fronteras. Dejaba la corporación, la seguridad, la indulgencia aseguradora del paraíso, por la libertad, la inseguridad, el riesgo.

La congruencia ha sido su guía: la fe, la crítica, el compromiso. Su mejor arma ha sido la poesía: ha versificado al Cristo libre de parafernalia, a la sociedad libre de prejuicios y corrupciones, a las diversas etapas que hacen del hombre un hombre de bien, un líder, un revelador.

Hablaba al principio del poeta y del espacio. Zacatecas es una ciudad que ama a sus poetas, los reconoce, los respeta. No hablo de un fervor a la manera de Victor Hugo o de ciertos fenómenos pico, aunque tampoco digo que estos sean inmerecidos. Hablo de una ciudad que respeta y prolonga la obra de López Velarde, la de Cabral del Hoyo, la de Veremundo Carrillo Trujillo. Y lo hace a través de sectores sociales en donde se palpa la labor de estos artistas.

Para lo que aquí nos importa, personas residentes en esta ciudad reconocemos la labor de poeta, de humanista, de divulgador, de fundador de instituciones y de hombre de bien de Veremundo Carrillo Trujillo. Ninguna ciudad es total, he allí el compromiso de llevar la cultura a quien no tiene posibilidades de acceder a ella, he allí la labor de presencia frente a quienes también en una ciudad ocultan u obstaculizan o disminuyen la importancia de la cultura.

El legado cultural se impone a pesar de las pruebas y los distractores, a pesar de las furias irreflexivas de los desposeídos, a pesar de la agresividad de los sistemas basados en la productividad y la explotación. En su célebre novela La muerte de Virgilio Hermann Broch hace perderse a quienes cargan al moribundo autor de La Eneida. El poeta puede oír en ese enfebrecida trayectoria el lenguaje del pueblo, sus disputas y sus goces. Virgilio pertenece al pueblo y el emperador lo sabe, le ha pedido el poema que fija a Roma en el sendero del futuro. El poeta duda, como lo hace cualquier mortal y muere, como le sucede a cualquiera de la especie. Duda en entregar su obra. Quiere quemarla. Le dice Plocio:

—Si quieres morir, eso es asunto exclusivamente tuyo, no te lo impediremos; pero la Eneida ya no es, desde hace mucho, algo que te pertenezca.

La ciudad ha hecho suya la obra, la ha incorporado a sus hablantes, quienes a partir de entonces habrán modificado alguna parte de su pensar o de su decir, acaso de su soñar. La ciudad homenajea a Veremundo Carrillo Trujillo, delega su poder en la Biblioteca Mauricio Magdaleno y en la Unidad Académica de Letras, y le dice lo mismo que Plocio: tus poemas ya no son, desde hace mucho, algo que te pertenezca.