Es lo Cotidiano

¿Tachas?

En diciembre de 1968, tres latinoamericanos friolentos descendimos de un tren en la terminal de Praga. Entre París y Munich, Cortázar, García Márquez y yo habíamos hablado mucho de literatura policial y consumido cantidades heroicas de cerveza y salchicha. Al acercarnos a Praga, un silencio espectral nos invitó a compartirlo.

No hay ciudad más hermosa en Europa. Entre el alto gótico y el siglo barroco, su opulencia y su tristeza se consumaron en las bodas de la piedra y el río. Como un personaje de Proust, Praga se ganó el rostro que se merece. Es difícil volver a Praga; es imposible olvidarla. Es cierto: la habitan demasiados fantasmas.

Sus ventanas espantan; es la capital de las defenestraciones. Se mira hacia ellas y siguen cayendo, matándose sobre las losas pulidas y húmedas de la Mala Strana y el Palacio Cerni, los reformadores husitas y los agitadores bohemios; también nacionalistas del siglo veinte y comunistas que no encontraron su siglo. No fue el nuestro el que correspondió a Dubcek, aunque sí a los dos Masaryk. Entre el Golem y Gregorio Samsa, entre el gigante y el escarabajo, el destino de Praga se tiende como el Puente de Carlos sobre el Ultava: cargado de fatalidades escultóricas, de comendadores barrocos que acaso esperan la hora del encantamiento interrumpido para girar, hablar, maldecir, recordar, escapar al “maleficio de Praga”. Aquí estrenó Mozart su Don Giovanni, el oratorio de la maldición sagrada y la burla profana trascendidas por la gracia; de aquí huyeron Rilke y Werfel; aquí permaneció Kafka. Aquí nos esperaba Milan Kundera.

Si la historia tiene un sentido…

Yo había conocido a Milan en la primavera de ese mismo año, una primavera que llegaría a tener un solo nombre, el de su ciudad. Fue a París para la publicación de La broma, y lo agasajaron Claude Gallimard y Aragon, que escribió el prólogo para la edición francesa de esa novela que “explica lo inexplicable”. Añadía el poeta francés: “Hay que leer esta novela. Hay que creer en ella”.

Me fue presentado por Ugné Karvelis, quien desde principios de los sesentas decía que los dos polos más urgentes de la narrativa contemporánea se encontraban en la América Latina y en la Europa Central. No, Europa Oriental no; Kundera brincó cuando empleé esta expresión. ¿No había yo visto un mapa del continente? Praga está en el centro, no en el este de Europa; el oriente europeo es Rusia, Bizancio en Moscovia, el cesaropapismo, zarismo y ortodoxia.

Bohemia y Moravia son el centro en más de un sentido: tierras de las primeras revueltas modernas contra la jerarquía opresiva, tierras de elección de la herejía en su sentido primero: elegir libremente, tomar para sí; foros críticos, apresurados tránsitos a lo largo de las etapas dialécticas: barones vencidos por príncipes, príncipes por mercaderes, mercaderes por comisarios, comisarios por ciudadanos herederos de la triple herencia consumada de la modernidad: la rebelión intelectual, la rebelión industrial y la rebelión nacional.

Ese triple don había otorgado un contenido al golpe comunista de 1948: Checoslovaquia estaba madura para pasar del reino de la necesidad al reino de la libertad. Los comisarios del Kremlin y los sátrapas locales, con toda su ciencia, no se dieron cuenta de que en las tierras checas y eslovacas la democracia social podía surgir de la sociedad civil y jamás de la tiranía burocrática. Por ignorarlo, por servilismo, ante el modelo soviético distanciado ya por Gramsci que habló de la ausencia de sociedad autónoma en Rusia, Checoslovaquia se vio atada con las correas del terror stalinista, las delaciones, los juicios contra los camaradas calumniados, las ejecuciones de los comunistas de mañana por los comunistas de ayer.

Si la historia tiene un sentido, Dubcek y sus compañeros comunistas no hicieron sino otorgárselo: a partir de enero de 1968, desde adentro de la maquinaria política y burocrática del comunismo checo, estos hombres dieron el paso de más que, irónicamente, al cumplir las promesas sustantivas de la ortodoxia marxista, hacía inútiles sus construcciones formales. Si era cierto (y lo era, y lo es) que el socialismo checo fue el producto, no del subdesarrollo hambriento de capitalización acelerada a cambio de estulticia política, sino de un desarrollo industrial capitalista política y económicamente pleno, entonces también era cierto (y lo es, y lo será) que el siguiente paso era permitir la paulatina desaparición del Estado a medida que los grupos sociales asumían sus funciones autónomas. La sociedad socialista empezó a ocupar los espacios de la burocracia comunista. La planificación central cedió iniciativas a los consejos obreros, el politburó de Praga a las organizaciones políticas locales. Se tomó una decisión fundamental: dentro de todos los niveles del partido, la democracia se expresaría a través del sufragio secreto.

Seguramente fue esta disposición democrática la que más irritó a la Unión Soviética. Nada le fue reclamado por los gobernantes rusos con mayor acrimonia a Dubcek. Para consumar el paso democrático, los comunistas checos adelantaron su Congreso. El país estaba políticamente descentralizado pero democráticamente unido por un hecho extraordinario: la aparición de una prensa representativa de los grupos sociales. Prensa de los trabajadores agrícolas, de los obreros industriales, de los estudiantes, de los investigadores científicos, de los intelectuales y artistas, de los pequeños comerciantes, de los mismos periodistas, de todos y cada uno de los componentes activos de la sociedad checa. En la democracia socialista de Dubcek y sus compañeros, las iniciativas del Estado nacional eran comentadas, complementadas, criticadas y limitadas por la información de los grupos sociales; a su ver, éstos tomaban iniciativas que eran objeto de comentarios y críticas por parte de la prensa oficial. Esta misma multiplicación de poderes y pareceres dentro del comunismo había de ser trasladada al parlamento; primero, era necesario establecer la democracia en el partido. Y esto es lo que la URSS no estaba dispuesta a aceptar.

Los idus de agosto

Kundera nos dio cita en un baño sauna a orillas del río para contarnos lo que había pasado en Praga. Parece que era uno de los pocos lugares sin orejas en los muros. Cortázar prefirió quedarse en la posada universitaria donde fuimos alojados; había encontrado una ducha a su medida, diseñada sin duda por su tocayo Verne y digna de adornar los aposentos submarinos del Capitán Nemo: una cabina de vidrio herméticamente sellable, dotada de más grifos que el Nautilus y de regaderas oblicuas y verticales a la altura de cabeza, hombros, cintura y rodillas. Semejante paraíso de la hidroterapia se saturaba peligrosamente a una cierta altura: la de los hombres de estatura regular como García Márquez y yo. Sólo Cortázar, con sus dos metros y pico, podía gozarse sin ahogarse.

En cambio, en el sauna donde nos esperaba Kundera no había ducha. A la media hora de sudar, pedimos un baño de agua fría. Fuimos conducidos a una puerta.   La puerta se abría sobre el río congelado. Un boquete abierto en el hielo nos invitaba a calmar nuestra incomodidad y reactivar nuestra circulación. Milan Kundera nos empujó suavemente hacia lo irremediable. Morados como ciertas orquídeas, un barranquillero y un veracruzano nos hundimos en esas aguas enemigas de nuestra esencia tropical.

Milan Kundera reía a carcajadas, un gigantón eslavo con una de esas caras que sólo se dan más allá del río Oder, los pómulos altos y duros, la nariz respingada, el pelo corto abandonando la rubia juventud para entrar a los territorios canos de la cuarentena, mezcla de pugilista y asceta, entre Max Schmelling y el papa polaco Juan Pablo II, marco físico de leñador, escalador de montañas: manos de lo que es, escritor, manos de lo que fue su padre, pianista. Ojos como todos los eslavos, grises, fluidos, al instante risueños, como ahora que nos ve convertidos en paletas de hielo, al instante sombríos, ese tránsito fulgurante de un sentimiento a otro que es el signo del alma eslava, cruce de pasiones. Lo vi riéndose; lo imaginé como una figura legendaria, un cazador antiguo de los montes Tatra, cargado de pieles que le arrancó a los osos para parecerse más a ellos.

Humor y tristeza: Kundera, Praga. Rabia y llanto, ¿cómo no? Los rusos eran queridos en Praga; eran los libertadores de 1945, los vencedores del satanismo hitleriano. ¿Cómo entender que ahora entrasen con sus tanques a Praga, a aplastar a los comunistas en nombre del comunismo, cuando debían estar celebrando el triunfo del comunismo checo en nombre del internacionalismo socialista? ¿Cómo entenderlo? Rabia: una muchacha le ofrece un ramo de flores a un soldado soviético encaramado en su tanque; el soldado se acerca a la muchacha para besarla; la muchacha le escupe al soldado. Asombro: ¿dónde estamos, se preguntan muchos soldados soviéticos, por qué nos reciben así, con escupitajos, con insultos, con barricadas incendiadas, si venimos a salvar al comunismo de una conjura imperialista? ¿Dónde estamos? Se preguntan los soldados asiáticos, nos dijeron que veníamos a aplastar una insurrección en una república soviética, ¿dónde estamos?, ¿dónde? “Nosotros que vivimos toda nuestra vida para el porvenir” dice Aragon.

¿Dónde? Hay rabia, hay humor también, como en los ojos de Kundera. Trenes estrechamente vigilados: las tropas de apoyo que entran desde la Unión Soviética por ferrocarril pitan y pitan, caminan y caminan, dan vueltas en redondo y acaban por regresar al punto fronterizo de donde partieron. La resistencia a la invasión se organiza mediante transmisiones y recepciones radiales; el ejército soviético se enfrenta a una gigantesca broma: los guardagujas desvían los trenes militares, los camiones bélicos obedecen los signos equivocados de las carreteras, las radios de la resistencia checa son ilocalizables.

El buen soldado Schweik está al frente de las maniobras contra el invasor y el invasor se pone nervioso. El mariscal Gretchko, comandante de las fuerzas del Pacto de Varsovia, manda ametrallar inútilmente la fachada del Museo Nacional de Praga; los ciudadanos de la patria de Kafka lo llaman el mural de El Gretchko. Un soldado asiático, que nunca las ha visto, se estrella contra las puertas de vidrio en un comercio del metro de la Plaza de San Venceslao y los checos colocan una pancarta: Nada detiene al soldado soviético. Las tropas rusas entran de noche a Marienbad, donde se está proyectando una película de vaqueros en el cine al aire libre, escuchan los disparos de Gary Cooper, llegan cortando cartucho al auditorio y tiran contra la pantalla. Gary Cooper sigue  caminando por la calle de un poblado herido para siempre con las balas de una broma amarga. Los espectadores de Marienbad pasan una mala noche y al día siguiente, como en el Vals del adiós de Kundera, regresan a tomar las aguas.

Aragon prende su radio el 21 de agosto y escucha la condenación de “nuestras ilusiones perpetuas”. Con él, esa madrugada, todos sabemos que en nombre de la ayuda fraternal, “Checoslovaquia ha sido hundida en la servidumbre”.

Carlos Fuentes