miércoles. 24.04.2024
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Lectura y moral

Alejandro García

Lectura y moral

I

A lo largo de la labor educadora, el magisterio, en lo específico de enseñadores del lenguaje y de cosas sobre el lenguaje, ahora enunciadas en las famosas competencias, la tarea de enseñar a leer es fundamental. Podría decir que, por lo menos para los obsesivos que consideramos que la profesión vale la pena y que al tiempo que nutre a otros nos nutre, ocupa buena parte de nuestras reflexiones y labores.

Nos ha costado trabajo entender que de lo que se trata es de inculcar, desarrollar, alentar una habilidad: comprender textos, hacer pasar por la “experiencia” en la acepción que a la palabra da Jorge Larrosa. Hijos del paradigma de Napoleón o de Robinson Crusoe pensamos la tarea como algo más complejo de lo que en realidad es. Porque como en la fábula de “La lechera”, pensamos más en las múltiples combinaciones y ganancias que se pueden obtener de las aplicaciones de la lectura que de su simple capacidad, su competencia y su actuación en palabras de Chomsky. Se trata de enseñar a leer y que cada hombre sea capaz con ello de enfrentarse a la selva de los símbolos en que se ha convertido desde siempre la realidad humana.

Queremos enseñar algo más, que tiene que ver con el gusto, con la estética, con la realidad, con el conocimiento y ese personaje de cuchilla fiera llamada moral. Menos pensamos en la ventaja de que cada quien aprenda a leer, lea lo que sea, lleve la lectura a la vida entera y la utilice como medicina preventiva, como debe ser en gran medida la labor de la comunicación, algo que prevea más que consuele.

Muy pronto abandonamos la noción de goce o de juego en aras de una función gnoseológica o teleológica de la lectura. Saber algo del mundo y si lo hacemos desde un metalenguaje, mucho mejor, encontrarle finalidad a los textos atada a un logro del mundo y de sus lemas. Desde luego que el ejercicio y la aplicación de la lectura rebasan con mucho a la literatura y al arte e incluso al mundo de la cultura, pertenecen al mundo de la sobrevivencia, de la satisfacción de la necesidad y numerosísimos sistemas que exigen ser leídos. Tenemos necesidad de allegarnos alimento, echar a andar máquinas, conocer de la visión científica del mundo y la literatura puede estar ajena a todo eso, de hecho lo está para quien no acostumbra leer obras literarias, pero su capacidad de leer no sólo la da la literatura.

Me interesa ahora abordar la moral en la lectura, porque suele ser un envolvente difícil de detectar en determinados niveles. Desde el “Por desobediente Dios lo castigó” con la amenaza inmediata “ténganlo presente al que lo mató”, que formaba parte de una canción infantil de hace algunas décadas, pasando por la mala bruja que era metida en un barril lleno de clavos y arrojada desde la cumbre de una montaña, hasta la lectura que sutilmente nos dice que nos quedamos fuera del mundo si no hacemos tal cosa dentro de la moral burguesa o la consigna marxista de casi medio siglo en donde el proletariado lo era todo y el bien se explicaba en función de él, siempre y cuando las diferencias se hicieran explícitas en los diversos niveles del Partido y del aparato de Gobierno la moral está allí, saltando a cada paso, en el ejercicio de la lectura de un texto y en la realidad como texto.

Que alguien me explique en qué estaba pensando y a qué reducía la relación de pareja aquel gobernador que a propósito de los homosexuales le provocaban “asquito”, qué de implicaciones y perturbaciones mentales, atracciones y repulsiones, promete el diminutivo de un personaje que cuando se ha bebido unos tragos suele llegar a dialogar, por llamarlo de algún modo, con el Rector de la Universidad de su Estado y allí suele eludir los diminutivos por aumentativos, no precisamente presupuestales.

Qué ojos y oídos especializados en la lectura han podido reflexionar sobre ese “haiga sido como haiga sido” (la maldita máquina se niega a ponerlo como yo quiero, lo corrige), pleno arrebato de habla “popular”, entrecomillémoslo, para convertirse en ejercicio cínico del poder, nueva versión de que “Jalisco nunca pierde y cuando pierde arrebata”, pérdida de las formas de quien se sabe cuestionado, de quien se sabe observado y cuestionado por muchos. Con el dicho busca y encuentra la complicidad de quienes de ello se rieron, al hacerlo, pone en evidencia el engaño, la maquinaria del poder y el ejercicio de quien rogó el voto y hoy no necesita más de él, pues ya en el poder está fuera de litigio.

Leer la realidad me permite poner en entredicho la sonriente versión oficial del “asquito” y el “haiga”. Pasaré ahora a comentar dos novelas que tiene mucho que decir con respecto a la moral:

II

La primera me permite entresacar la siguiente cita a manera de pórtico:

Beatrix le dijo a su hija que era estúpida, que era la niña más estúpida que había conocido nunca.

Pertenece a La lluvia antes de caer (Barcelona, 2009, Anagrama, 248 pp. Se publico originalmente en Londres en 2007) de Jonathan Coe (Birmingham, 1961). La obra está montada en su mayor parte sobre descripciones de fotografías (veinte) y sobre las vidas de los personajes que en ellas aparecen, nos envuelve en una historia de múltiples pliegues con un eje central, la búsqueda de Imogen por parte de Rosemond. En realidad se trata de la herencia que ella ha dejado, pues ha muerto después de ingerir barbitúricos y ocultar sus huellas para que todo aparezca como muerte natural a sus 73 años. Ha repartido sus bienes entre sus sobrinos Gill y David (hermanos) e Imogen.

La novela ancla sus orígenes en los años de la segunda guerra mundial, cuando Rosemond conoce a su prima Beatrix y se convierte en su hermana de sangre y emprenden juntas el escape de la casa de ésta. Desde allí se perfila una línea de mujeres-hijas hechas a un lado por sus madres, más preocupadas por los hijos varones, por los maridos e incluso por los perros. Familias en donde, como en México, no es raro que la hermana en realidad sea la hija de la hermana de la madre, pero que todo quede en familia y en la sana intención de que la afectada, la madre desde luego, alcance la vida convencional.

Beatrix reproducirá su maltrato en su hija Thea y ésta en Imogen. Rosemond, como la testigo de Cumbres borrascosas, contemplará el ir y venir de esas mujeres de energías desatadas en persecución de sus hombres. Beatrix se escapa con un carpintero a Irlanda, deja a su marido y después de cuatro años regresa sólo para avisar a Rosemond, quien ha establecido una relación de pareja con Rebecca, que no puede llevar a la niña y se las deja durante cerca de dos años.

Un buen día se lleva a Thea, pero siempre será más un obstáculo y aunque va a Canadá con la madre, terminará regresando a Inglaterra donde irá tras los pasos y los desamores de un músico a quien lo único que le interesa es una carrera sin futuro. De esa unión nacerá Imogen, en quien se perpetuarán la violencia y el desamor. Y hasta allí irá Rosemond, la madre imposible, en una especie de deuda que considera impagable.

Con el tiempo, Rebecca abandonará a Rosemond, la tía solterona, la criada que saca del apuro a Beatrix o a sus hijos, pero que encuentra una relación estable con Ruth y en su vida laboral como editora. Esa cadena de desamores la obsesiona, desde el momento en que su hermana de sangre, Beatrix no ha podido salir adelante en su vida, desde el momento que recuerda aquella historia del perro más tonto que se pueda uno imaginar “Napoleón”, quien a punto estuvo de ahogarse con un hueso y que luego salió corriendo sin volver jamás y de ello fue responsabilizada Beatrix. El perro era más importante que ella. Esa marca la fastidiará siempre y también a Rosemond.

La novela trata de frente un tabú, el de la naturalidad del amor materno, todo lo contrario será detestado por la especie y castigado por la ley y por el grupo. Sin embargo, Jonathan Coe nos presenta toda una línea de continuidad en que el instinto maternal está herido, muy herido e imposiblitado para cumplirse y no habrá que echarle toda la culpa a esas mujeres que se reproducen y se pierden en el maltrato de que son objeto.

La lluvia antes de caer juega con dos elementos: el del perro que huye bien para no volver, bien para provocar la muerte, lo que además se refleja en un pájaro que muere en el parabrisas del carro de Gill y en ese no ser y ser al mismo tiempo. Antes de caer la lluvia no es, pero Imogen es esa lluvia que no cae, pero que existe, es esa vida que corrió ajena a Gill y que allí estaba desenlazándose en alguna parte, sujeta a un oscuro designio:

“¿Entiendes entonces que no existe la lluvia antes de caer? Tiene que caer para que sea lluvia.” (…) “Ya sé que no existe”, dijo. “Por eso es mi favorita. Porque no hace falta que algo sea de verdad para hacerte feliz, ¿no?

Recientemente he leído dos novelas que me han dejado pasmado y que ya desde la enunciación me hostigaron con dureza. Tratan temas brutales: el asesinato serial de un joven, incluyendo a compañeros, hermana y padre (Tenemos que hablar de Kevin de Lionel Shriver) y esta novela de Coe que habla de la imposibilidad de las madres para amar (¿también para ser amadas?), debido a las cicatrices que cargan en el alma. Más como provocación quiero terminar este apartado con una pregunta: ¿Qué hacemos con el desamor maternal?

La otra novela, sumamente inquietante, es de la autoría de Kazuo Ishiguro (nacido en Nagasaki en 1954, residente en Inglaterra desde 1960). Acaso ya hayan visto la versión cinematográfica. Se llama Nunca me abandones y apareció por primera vez en 2005, simultáneamente en Londres y Barcelona, y ha llegado en 2011 a la tercera edición (Anagrama, 351 pp.). Para ser parejo, abriré con una cita: “Nos llevábamos vuestros trabajos artísticos porque pensábamos que nos permitirían ver nuestra alma. O, para decirlo de un modo más sutil, para demostrar que teníais alma” (p. 319).

Ishiguro es un maestro del desasosiego y la novela va metiendo una incomodidad que el lector no se explica ante la vida de esos niños-jóvenes de internados que a primera vista parece como cualquiera otra: dueños de sueños y proyectos, anhelantes de conocer el mundo y a merced de las decisiones de autoridad de las instituciones que los albergan, pero que conforme avanza la novela nos entrega a jóvenes clonados, estériles, que servirán de donadores de órganos y una vez que hayan sido útiles, bien morirán en la cirugía, bien serán objeto de olvido y del desecho. Esto lo conocerán ellos a medias, con frases sueltas, con situaciones sugeridas, pero el exponerles libremente el futuro frente al otro mundo será motivo de separación, en el caso de los docentes.

¿Cuál es el fin del desasosiego de Ishiguro?, tocar la vibra ética del hombre, del lector, porque lo enfrenta a algo que no conoce, pero que se mueve por allí en las esferas de la ciencia, de la tecnología y de la política: el clonaje. Mucho tiene también que decir el prejuicio, el llamado de los dictados dogmáticos, el asquito, de allí el rubor suscitado por Ishiguro. ¿Son humanos? ¿Habrá qué leer la novela como la inquietud del niño de Inteligencia artificial, el robot que quiere ser tratado como infante? Eso se columpia entre nuestro interior. Vemos el comportamiento de los clones, su imposibilidad de tener hijos, su vida corta, la duda de quién fue molde. Ruth, el personaje, sabe que en cierta ciudad hay una mujer que dadas determinadas proyecciones pudo ser su molde. Van a buscarla, la ven, pasa junto a ellos, pero el razonamiento final es desolador:

Todos los sabemos. Se nos modela a partir de gentuza. Drogadictos, prostitutas, borrachos, vagabundos. Y puede que presidiarios, siempre que no sean psicópatas. De allí es de donde venimos (p. 208). 

Tener un guardadito de órganos tiene sin duda una funcionalidad en nuestro medio, en nuestro mundo de transplantes, de agotamiento de partes de nuestro cuerpo, pero pensarlo como algo que se convierte en un mundo paralelo, en la utilización del otro para tal fin, a costa de esterilidad y la muerte, resulta un cuestionamiento de mucho peso y nos pone frente a la responsabilidad del uso de nuestras criaturas.

Los personajes de la novela creen que por lo menos pueden detener la carnicería, primero si se convierten en cuidadores, enfermeros de los donadores, acompañantes prácticos de los que después de una cirugía terminan sin una pierna, sin un brazo, sin un ojo, sin el hígado. Pero también circula la historia de que el amor y la sensibilidad estética pueden al menos retardar el sacrificio por la especie. Y a eso se dedican, a buscar a la que recogía los testimonios de su creatividad. Pero ni el arte ni el amor salvan, como en la vida real, frente a la vida práctica, y sólo se enteran de que fueron parte de una bonanza en donde los que decidían tenían que convencerse de que aquellos, esos, tenían alma.

Ishiguro no nos plantea un espacio sanguinario ni situaciones extraordinarias. O sí, nos lleva al límite, al no hay. Que yo sepa, no hay clones entre nosotros, aunque después del Quijote todos estamos locos o deberíamos estarlo, así que tal vez después de Ishiguro todos somos clones o deberíamos serlo. Pero Ishiguro nos lleva al deber ser, a tocar el prejuicio sobre la vida y sobre su clonaje y allí aparecen todos los excesos, todos las violencias de la especie: tener una hermosa refaccionaria, diría Kureshi.

Cierto podremos estar en desacuerdo con lo que se hace con esos clones, con esos seres humanos, con esa condenación a ser estériles y donadores de piezas, a ese uso político del miren son seres, tiene alma, hacen arte. Y esto nos lleva al cuestionamiento del ser humano en sus conductores, en los dueños de las voluntades; pero la vergüenza del lector está allí, su duda, su conveniencia, la carta escondida, y ¿si pronto necesito un riñón o un ojo o un brazo?

Desde las dos novelas se cuestiona al lector, qué mayor cuestionamiento que la condición de madre, su negación; que mayor cuestionamiento que la condición de hombre, su clonación. Pero las novelas no se ubican en el plano de la moral y menos en la discusión moralina, llaman a reacomodar el mundo, a re vivir conceptos, hábitos, deseos y constantemente estamos aprendiendo a leer.

III

Hablar de lectura y moral nos puede llevar a repetir obviedades, pero el asedio sobre la lectura y sobre la vida es permanente, de allí que sea necesario insistir en las franjas de respeto y en la tergiversación en beneficio de otros intereses.

Veo con cierta naturalidad que el 28 de septiembre de 2011 en El Universal aparece la acusación de Vsevolod Chaplin, representante de la Iglesia Ortodoxa Rusa, de que Lolita de Vladimir Nabokov y Cien años de soledad de Gabriel García Márquez promueven la pedofilia: "En esas novelas se idealizan las pasiones depravadas que hacen infeliz a la gente".

Hasta allí el portavoz de la clerecía no me conmovió mayormente, pero al afirmar que "la popularización de esas novelas en la escuela no contribuye a la salud moral del pueblo, de la que depende el futuro de la sociedad" la cosa se puso de otro color. Señala después “los cínicos y monstruosos intentos de justificación de la pedofilia que tienen lugar en la Rusia actual" y ya con los guantes bien puestos alegó que la IOR tiene

"Derecho a juzgar desde el punto de vista moral cualquier expresión artística, nueva o antigua". "Al día de hoy es necesario revisar con decisión la relación con la moral social, en particular con el desenfreno sexual.

Agregaría solamente que la IOR, siempre de acuerdo a la nota de El Universal, ha incrementado notablemente su influencia en la sociedad desde que llegó al poder en 1999 Vladimir Putin, primer ministro el año pasado, quien anunció casi simultáneamente al acoso casi divino que regresaría al Kremlin, lo cual se ha cumplido este año.

Es probable que las palabras de Chaplin le alleguen coyunturalmente buena cantidad de lectores a estos dos novelistas, pero la cuestión está en la confusión de niveles. Ni García Marquez ni Nabokov crearon esa realidad en donde la pedofilia es cotidiana, de allí que más que alentarla, se adelantaron a escenarios en donde la mercancía llega a los niños, pero no lo hicieron de manera testimonial.

Es obvio que la realidad que vivimos trasciende con mucho a la literatura más terrorífica. La cantidad de cabezas desprendidas de su cuerpo que aparecen en el país a diario, hacen que el artista que relata esto se convierta en un pálido e ineficaz retratista. Y en todo caso no se lo podrá decir que es inmoral por hacer en el relato lo que es común y corriente, no a la medida de los ideales del hombre, sino a la medida de la realidad que nos lacera.

La literatura se adelanta, y allí está el detalle, como dijo el cómico de la lengua, la literatura sugiere y deforma, sorprende, suspende la moral, porque ella funciona de manera determinante en el lector, de allí que lo tenga que distraer, como al toro con el capote, a fin de que se deslastre, de todas esas ordenanzas que sin duda levanta la autoridad religiosa.

En literatura es más cierta que nunca una definición de moral que dio un político mexicano, Gonzalo N. Santos: es un árbol que da moras. Y no tenemos por qué cargar a los alumnos con fantasmas con los que los adultos no podemos lidiar. De allí que la suspensión de la moral sea fundamental al momento de enseñar a leer, porque se trata de que utilice un instrumento, que vea sus alcances, que vea lo que le permite para incorporar el mundo y que eso le permita ver los peligros y tomar las decisiones a la hora de leer el mundo.

Para leer con complejidad, tenemos que suspender la moral arrebatada y ajena que nos habla de unas cuantas decenas de miles de muertos en nuestro país y descubrir el negocio en que se convirtió, el crimen contra la ecología de nuestra mente, el atentado a nuestra libertad. Paralelicemos con la herencia de lectura que representa identificar al homosexual con sucio, pederasta, delincuente y por lo tanto incapaz de ser como los demás.

No han sido ni la lectura ni la literatura las que han creado un fantoche a la altura del padre Maciel, ni un “asqueroso” a la hora de hablar de homosexuales, ni un ladrón del “haiga” sin futuro en la historia y con la lengua risueña que encubre el prejuicio de que el pueblo es populacho y tramposo, ni la que ha matado cientos de mujeres en Juárez, ni la que nos asusta a la hora de salir a la calle.

En literatura la moral da moras como se saca un conejo de entre las letras de Alicia.