viernes. 19.04.2024
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MEMORIAS DEL SUBDESARROLLO

León y yo

Alejandro García

Quiero plantear mi intervención en torno a dos ideas, que no acabo de entender si es una sola o se trata de planteamientos cercanos o incluso muy alejados.

La primera: decía Armando Adame, buen amigo poeta potosino, que la relación de un escritor con su ciudad de origen es diferente según se emigre o se quede a vivir en ella. En el primer caso, la partida consigue un efecto estatizante, esclerotizante, idealizante. Por más que se regrese, la relación se ha detenido y la estampa empieza a predominar. Incluso llega un momento en que pareciera imponerse la memoria de largo alcance, sobre la de mecha corta, ya que ésta está invadida por otro territorio, en el que se vive el presente. Y en la conversación conveníamos en que el mejor ejemplo eran las narrativas de Alberto Huerta (el que se queda) y Severino Salazar (el que se va).

En el caso del escritor que se queda, la relación con la ciudad es más contradictoria en cuanto a vive día a día sus conflictos, sus límites, sus riesgos de caminar por ella atravesado por sus rutinas y por los efectos cosificantes y automatizantes de la vida contemporánea. En sus mejores productos, el acercamiento a la realidad citadina es crudo, marcado por el ritmo de los días y por rescatar el territorio, el tiempo y la conciencia de las garras de la mera existencia.

El creador que se queda ha de luchar por generar condiciones de sobrevivencia, por mejorar la infraestructura y por generar y mantener las luchas dentro dentro y hacia afuera del campo literario para lograr su autonomía, mantener un habitus actualizado y sostener una nomotesis o creencia vigorosa. A veces se queda en el intento, porque además ha de desarrollar un estilo que acompañe todo lo anterior. El recién llegado suele jugar papelitos de esquirolaje, pero si es leal, tendrá que coincidir con los otros y sumar esfuerzos.

Mientras los foráneos viven una especie de relación bucólica con la ciudad abandonada, una Arcadia donde el pasado va muriendo y siendo desplazado por el caminar por otra ciudad que le bebe los alientos y donde precisamente la nostalgia le permite una especie de disonancia cognitiva, un territorio alterno, una tierra sin tierra, donde se construye un universo ideal. También es cierto que incoprorarse en difícil, que a veces es utilizado en las reyertas y que otras se recompnen los grupos locales y él sigue estando fuera. Insistiría en que el que se va piensa más en la Arcadia que en la utopía, pues ésta ya ha mostrado sus realizaciones perversas y sus reivindicaciones tornadas en uso de poder de la propaganda.

Y debo confesar que Adame tiene razón en mi caso. Salí de León en 1982, aunque ya desde 1978 estuve justamente en este edificio tomando mi licenciatura en Letras Españolas. No me daba cuenta, pero el proceso de migración estaba en marcha. Y en 1982, casi jugando, me fui a Zacatecas a trabajar, pero yo no lo asumía así, me divertía y me pagaban y regresaba a León cada fin de semana y pasaba casi cuatro meses de vacaciones: dos semanas junio y agosto y todo julio en verano, diciembre y enero en invierno. Había ocasiones en que el cuerpo me daba para viajar de Zacatecas a León dos veces por semana. Era una locura, ciertamente, una nostalgia que vivía bien hacia el pasado (León), bien hacia el futuro (Zacatecas) y en donde las vueltas del tiempo propiciaban que la serpiente se mordiera la cola.

Después vinieron los alejamientos forzados, las exigencias de la vida adulta, la transformación del juego en seriedad y el tránsito de la universidad que me había albergado hacia un ente de productividad y eficiencia. Lo que en mayor o menor medida hemos padecido, estemos o no de acuerdo, todos. Y, por supuesto, hemos padecido estas 3 décadas de cambio de rumbo entre el Estado benefactor y la defoliante labor del neoliberalismo, entre la corrupción de todos los partidos al hacerse gobierno y, sobre todo, para mí, el aligeramiento de la izquierda, su papel de comparsa en las decisiones nacionales. Y yo, que había huido de León, que había puesto pies en polvorosa de Guanajuato, me encontraba con que la nostalgia seguía allí: buscando la señal de la XELG, las muestras de Zapatos en Bonito Pueblo, con el tiempo las noticias de la ciudad en los periódicos leoneses, incluso los letreros sobre los autobuses que indicaban el rumbo de la ciudad desamada y ahora tan exigente en mi memoria. Había días, los domingos, en que veía pasar decenas de autobuses turísticos de la Flecha Amarilla en su retorno desde Plateros, previo paseo por la Bufa, a la ciudad de los zapatos.

Y allí estaba Alejandro García, fijando los límites de la ciudad cuerera que murió, guardando sus recuerdos como si fueran los únicos, mientras los escritores que se habían quedado, Leopoldo, Fernando, Roberto, con su peculiar hoja de vida cada uno,  actualizaban la plana y hacían un retrato presente de la misma, tan diferente, de la ciudad.

Pongo dos ejemplo tontos, si ustedes quieren, pero espero de su benevolencia: siempre me he quedado con la idea de que León termina en la esquina de Bulevar López Mateos y Francisco Villa, aunque yo mismo viví en mis traslados a Guanajuato la ampliación de carretera a bulevar en el tramo de Francisco Villa a Manzanares y he pasado infinidad de veces por el puente del crucero con Torres Landa y Periférico y he dicho a alguna gente que hay un conglomerado de tiendas outlet más allá del crucero con Bulevar Delta, pero mi memoria vuelve a ese límite, como alguna vez platiqué con un tío que me decía que la ciudad terminaba en Zaragoza, muy cerca de las Siete esquinas. La memoria es terca y tracionera.

O el caso de un reportaje sobre La Joya y el problema de rebeldía juvenil y hechos de sangre. Y yo no podía llenar la nueva realidad, porque se mantenía el recuerdo con la salida de la carretera, el camino de terracería y lo que para mí era una fiesta ranchera o campestre. Nuevamente el bucolismo, ahora más cercano a las peliculas de charros de tan mediocre sabor de boca.

Por supuesto, León ha cambiado, se acerca más al papel que le corresponde dentro del peso económico del país, aunque aún tiene fugas producto de la centralización. De modo que el gran peligro de esta escritura que se ha quedado en el tiempo es el de la mirada lánguida, el de la concesión, el de la vista del terruño con la crítica que se afloja y que acaso también huya de la cruda realidad que se vive.

Ciertamente me he encargado de hablar del Coecillo (La noche del Coecillo), de algunas calles de León (La fiesta del atún) y de alguna jornada en el estadio o en el lienzo charro ((perdóneseme la ausencia)) que no van más allá de dos kilómetros a la redonda del centro histórico, de la vieja traza de 24 manzanas y los dos pueblos de indios, uno al sur y otro al oriente de la villa hispana. Y me ha preocupado ese lado bronco, ese rencor contra el poder, contra la centralización, con la etiqueta de bárbaro. Encontrar en esos espacios y en esas denominaciones  cosas como la inocencia, el orgullo, la pertenencia, me parece fundamental para el escritor y creo que eso mismo permite darle la vuelta a las predeterminaciones.

El riego es convertirse en complaciente, en pastorcillo con flauta ajeno a ovejas y a lobos, pero sobre todo ajeno a los ruidos del campo, a los ritmos de la naturaleza, a los goces del encuentro. Si bien idílica la visión, en tanto que la literatura construye escenarios y universos; si bien producto de una pasión por la ciudad, se debe cuidar la tensión narrativa, el dejar hablar a los acontecimientos, a los personajes y fijar esos lugares y esos tiempos que peligran en la desmemoria y en el limbo. Es cierto que Severino Salazar parece un pastorcillo tímido frente a la monumental catedral barroca de Zacatecas, pero también es cierto que nos entrega ese niño o ese joven que desenmascara ese estado de indefensión ante el monumento, ante la historia donde apenas existe en el mapa Tepetongo. Allí tenemos la inocencia frente a la obra del hombre.

Y eso mismo podría decir de mi obra. León está presente bien como tal, bien como Salsipuedes, y si bien mantiene esa visión arrebatada por el tiempo de la huida y del destetamiento, en ella se observan contradicciones contextuales que valen dentro del texto y nos arrojan la visión de esa tierra de nadie que fue el barrio o la ciudad bárbara arrebatados ambos por el mundo de la homogeneidad o simplemente por los imperativos del progreso o de los cambios.

La segunda idea tiene que ver con algo que dice Antonio Tabucchi en un libro que ahora estoy leyendo: Viajes y otros viajes (Anagrama, Barcelona, 2012, 271 pp.):

Siempre he leído con admirado asombro a los escritores que han inventado un mundo paralelo, una comarca imaginaria propia que coincide con otra real y que, siendo idéntica a la real pero no siendo la real, es respecto a ésta ajena y diversa: es ésta, pero sin serlo. Me refiero sobre todo a William Faulkner y a su condado de Yoknapatawpha, a Musil y a su Kakania, a García Márquez y a su Macondo, a Gregor von Rezzori y a su Magrebinia (…) Se acepta por convención que el Yoknapatawpha de Faulkner es el Mississippi, que la Kakania de Musil es la Austria prenazi, el Macondo de García Márquez la Colombia caribeña y la Magrebinia de Rezzori el imperio austrohúngaro en disolución.

 

Se pueden agregar la Comala de Rulfo, la Santa María de Onetti e incluso la Zitilchén de Lara Zavala.

Estamos hablando de felices productos literarios donde el universo estético mejora el universo real. Algún crítico alemán (entonces oriental) decía que recorrer los pueblos faulknerianos suele ser deprimente y distante de lo que construyó y nos hizo imaginar Faulkner con esos personajes derrotados por la historia pero victoriosos en su prosa. Es el único momento en que el Sur triunfa. Su mujercita Emily se convierte en la metáfora que derrota al Norte aunque cohabite con él todas las noches y él se encuentre muerto.   

Yo he cometido la insolencia de crear Salsipuedes, esa zona que bien puede ser el Coecillo o León o una zona cercana. Nutrida en las grandes ciudades míticas, quiere jugar con ese no salir cuando ya uno se ha ido a otra ciudad, el fenómeno del dejá vu¸ del llevar los hábitos, las percepciones, los moldes de conducta que tanto se han criticado. La relación se prolonga y de ello no tiene la culpa la ciudad.

Aquí dejar de ser funcional esta diferencia entre los que se van y los que se queda, porque el producto literario cambia, logra el famoso salto cualitativo. Si bien sigo creyendo que el que se queda nos da una valiosísima y actualizada idea de la ciudad, León, en este caso, al lograr trascender el nivel de representación, al lograr un universo autosuficiente, poco importa ya si se quedaron o se fueron. Es claro que Macondo es un mundo, una comunidad del pasado, lo mismo que Kakania leíble en el momento en que Austria-Hungría ya no existen. En este sentido la literatura ejerce ese papel conservador, pero no es censurable esto, al contrario, están legando cosas que los vencedoras han querido borrar. Resulta interesante que Zacatecas capital figure a partir de su no aparición: en Severino, más con la mirada en Tepetongo; en Ramón López Velarde, que salió casi niño de Jerez e, igual que Severino, apenas si pasó por la capital que ambos deslumbra.

Recuerdo una novela que se llama Migraciones de Milos Cernianski, que narra el nomadismo de bosnios, croatas, serbios en los siglos XVIII y XIX. Nomadismo que es obligado, pues a veces regresan a sus territorios y ya están ocupados o son perseguidos por el sur por los turcos y por el norte por los austro-húngaros y que los usan como carne de cañón. El gran sueño de esos personajes es ir a Rusia, donde podrán fundar  comunidades libres, producto del sueño. Algunos lo logran, sólo para enterarse que los rusos saben de sus gracias y de sus desgracias y que los usarán para lo mismo que turcos y austrohúngaros.

El afán de salir es propio de estos personajes, de viajar, de no soldarse a territorio alguno aunque saben que pertenecen a uno en específico. Este afán se mezcla en la época contemporánea con la maldición de Cavafis, esa que dice que vayas donde vayas llevarás tu ciudad.  En la vida diaria esto se da mediante risas y llanto, mediante deseos y necesidades, pero en la literatura esto depende del lenguaje y de su grado de plasticidad. La ciudad aparece así amanerada por los que se van o por los que se quedan o convertida en refugio de palabras, en universo para vivir y salir para contarlo, gracias a la magia de ese lenguaje.

Creo que Adame tiene razón, me gana el recuerdo del León de los 70, pero también tengo a la mano la obra de mis colegas, que me actualizan y me permiten regresar a la ciudad y verla como es, a lo que la han llevado para bien o para mal. No sé si algún día se arranque esa contradicción ya irresoluble en mi caso, lo cierto es que León siempre está en mi obra, aunque sea de pasada, como mujer que desde lejos, hace un guiño y dice tú te lo pierde, muñeco.