Es lo Cotidiano

La mano del diablo

Eduardo Santiago Rocha Orozco

La mano del diablo

 

 

Una línea dibuja el horizonte, un suelo rojo e infértil donde sólo nacen grietas, y en lo alto, el cielo cargado de sol. En la llanura sólo hay lápidas, ruido y un hombre encorvado que excava. Sobre los hombros carga el peso del cuerpo, el brillo del día que abrasa su piel y una tonelada de suelo sacado pala por pala. En lo profundo del foso hace su labor, pica, escarba y saca la tierra.

El trabajo es duro, la herramienta  poca y al final nadie agradece el esfuerzo, sin embargo nunca se queja, ni de eso, ni de la paga; porque por sí solo, el hacer agujeros no es lo odioso de su oficio, tener que llenarlos sí, pues al final llega la sensación de estar gastándose en un oficio que culmina con la destrucción de lo hecho en un día, de tal modo que cada lápida es un letrero indicando un hueco no vaciado. Un poco de ayuda no le vendría mal, pero es muy orgulloso.

Al momento en que su compañero va a ofrecerle apoyo, Víctor da un rotundo no como respuesta; en tono cínico, alega no necesitar un chalán sino un mejor empleo, pues, ni todos los ayudantes del mundo harían de su labor algo más llevadero. Al final, para él ese ayudante lejos de ser un apoyo, resulta más bien un oportunista esperando el momento indicado para robarle su cargo. —Déjame solo, —le dice— gasté mi juventud cavando tumbas, y ahora que me canso, quieres darme una ayuda que no pedí, ¡vaya, qué acomedido! “Cuando el diablo mete las manos por alguien, es nomás para perjudicar”—. El otro ya sin nada que ofrecer se aleja para emplearse en el mantenimiento del camposanto. 

Ahora, Víctor se ha detenido; la espalda arde y los ojos se ciegan mojados por un sudor caústico. Tres tumbas son su obra y en cualquier instante llegará alguien a enterrar su muerto, el papeleo está hecho, se han alquilado esos lugares y antes del anochecer un trío de cuerpos deben yacer bajo el suelo.

Pasan las horas y a lo lejos una muchedumbre camina lento, son los deudos encaminando al cadáver, uno tras otro los invitados se aglomeran. Víctor debe hacer lo suyo, aunque la tierra en su overol pique, y el barro en la frente, hecho de polvo y sudor, le pese. Entonces espera; el féretro llega hasta el fondo del hueco, llueven flores sobre la caja, mujeres lloran, y hombres  cabizbajos se atragantan con su luto. Llegado el momento, Víctor vuelve para firmar su primera obra del día y entonces, cubre la caja con tierra  hasta que el trabajo está hecho. Una menos y faltan dos.    

El hombre de la pala quiere refugiarse del sol, gira la vista buscando una sombra para cobijarse, hay losas humeantes, una inmensidad de suelo rojo  quebradizo. Entonces un viejo árbol, seco hasta las raíces, apenas alto y con cinco largas ramificaciones, más que un lastimero sauce da la impresión de ser una mano.

—Hace una semana que le ordené cortarlo —piensa— y el mocoso inútil ni siquiera se ha parado frente al maldito árbol. Pues, ¡bendita su holgazanería!, ya tengo con que cubrirme del sol.

Refugiado en la sombra, el sepulturero divaga por ocio y en mayor parte por insolación. Piensa que es absurdo el que, en cualquier tiempo,  algo haya nacido en esa tierra, regada de sangre desde la creación, tan sólo una costra granulosa y maldita que juró jamás cicatrizar.

“¿Cómo es que siquiera nació?”, se pregunta, hasta asumir que eso no es un árbol. Entonces, piensa que quizá el diablo, harto de ser el maligno amo del infierno, se propuso vivir en la superficie del mundo y que en su intento se atoró dejando su garra expuesta en esa llanura sin vida. Ya sofocado por el cansancio, Víctor deja sus pintorescas especulaciones. Luego de algunos minutos, el tiempo para descansar termina, un grupo de seis personas llega con una caja de materiales baratos, la dejan caer y a trabajar otra vez. Dos tumbas menos, falta una.  

Sentado bajo la mano del diablo, Víctor espera a que llegue alguien para enterrar el último cadáver, pero a la distancia  sólo se veía decaer el sol, confundiéndose poco a poco con esa tierra sanguínea. Aún a la expectativa, el sepulturero persiste, como si su único propósito en el mundo fuese terminar su labor, porque alguien tiene que hacerlo aunque resulte ocioso cavar un hoyo y después usar gente como relleno. En eso se resume la vida misma, un inevitable desaparecer. El trabajador se entrega al cansancio, y en su sueño aún espera al tercer difunto. Un tipo llega de imprevisto, ve al hombre en el suelo y lo reanima. Víctor, aunque un poco extrañado, saluda a su acompañante y, mientras se talla los ojos, dice:

—¿Necesita ayuda?

—No, señor. Es que le vi tan maltrecho, que me acerqué para ver si usted es quien necesita ayuda.

—Ah, no, descuide, sólo estoy esperando a que lleguen a dejarme un muerto. Ve ese hoyo de allá, no debo irme hasta que alguien esté enterrado ahí adentro.

—Oh, con que esas tenemos. Pero ¿y si nadie viene?, no me diga que aquí pasará la noche.

—Pues, si nadie llena ese boquete, así será.

Ante esa postura inflexible, el hombre intenta persuadir a Víctor, le dice que aferrarse de ese modo no es sano, que en la vida  muchas cosas deben dejarse ir por el bien de uno mismo. Entonces, se quita una prótesis y revela ser cojo, cuenta que en una situación tuvo que decidir si quería mantenerse vivo a cambio de perder un miembro. Pero el otro es muy terco, quiere seguir ahí hasta cumplir su faena, sin importar que el resultado sea infructuoso porque para él la vida no puede continuar si la muerte se estanca en algún punto, el ciclo se rompería, eliminando la fuerza elemental de la caída y el resurgir entre cenizas. El mutilado entiende las razones y, como una muestra de respeto, se ofrece a ayudar al sepulturero.

—Bueno, si lo que usted necesita es un cuerpo para llenar el vacío, le ayudaré sin chistar, condúzcame a ahí, lleve su pala y terminemos esto de una buena vez.

Víctor, pese al insólito ofrecimiento, acepta sin poner objeción, lo lleva al borde de la tumba y se prepara, empuña su pala y la aprieta con cierto nerviosismo, sudan sus puños emanando un desagradable olor a óxido, mira al hombre poniendo los ojos directo en el foso, seguro y libre de miedos, como un corderito marchando al matadero. Víctor respira profundamente mientras piensa en que el otro se entrega de buena fe. Ambos, sin decirse palabra alguna se preparan para lo que viene, como entre ellos existiera un acuerdo no escrito. Y entonces un golpe. Víctor despierta en seco del mal sueño, desesperado y confuso se revuelca en lo oscuro sin poder levantarse.

Desde afuera, el camposanto sigue muerto, ahora más que nunca, su único árbol ha desaparecido. Caminando entre las lápidas está quién fuera el compañero de Víctor, se le nota agotado y extrañamente satisfecho. En la tierra ya no hay vacíos. Tres tumbas llenas y la jornada ha concluido.