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Bajo el volcán | Lealtad al azar

Andrea Esparza Navarro

Bajo el volcán | Lealtad al azar

 

 

En su monumental Historia de la literatura universal, Martín de Riquer y José María Valverde le dedican a Malcolm Lowry, y a su obra Bajo el volcán, las siguientes —muy escuetas— líneas:

 

Aquí se presenta el desmoronamiento de un hombre en el alcoholismo: un cónsul en un pueblo mexicano, en reflexiones vagamente filosóficas sobre la naturaleza humana, sujeta a una división interna que sólo el amor podría curar. Para algunos críticos, ésta es una de las grandes novelas del siglo, opinión que no compartimos en absoluto.[1]

 

Un juicio lo suficientemente lapidario como para darle a la novela, en un movimiento irónico, indeliberado, un gran valor artístico. E incluso filosófico. Esta novela, literal y sobre todo literariamente, no tiene “lugar”. El personaje principal se desmorona como si estuviera hecho de terrones, como si fuera una isla en medio de un océano sin bordes, sin límites ni puertos de auxilio.

La anécdota es mínima. “Tal vez una historia demasiado pobre, con demasiadas elusiones, con bastante alcohol, indicios de muerte, adulterios, fondos negros”.[2] Es mínima pero a su modo laberíntica. No se sabe muy bien por dónde tomar el relato. No se le entiende. Se le ha querido asociar con la Divina Comedia. Se le compara con un itinerario a la divinidad que elige la vía de la corrupción. Se quiere, en suma, extraer algo, alguna enseñanza, alguna moraleja: algo qué hacer con ella.

¿No podríamos comenzar por tomar simplemente esta historia como un “error”? Uno de los poemas más frescos de Lowry, intitulado “Extraña tipografía”, dice así:

Yo escribí: “En la oscura caverna de nuestro nacimiento”.

El impresor puso “taberna”, lo que parecía mejor.

Pero en eso reside el motivo de nuestra risa,

dado que en la página siguiente “muerte”

aparece como “suerte”. 

También puede ser que la palabra de Dios sea “distracción”

y en nuestra extraña tipografía aparezca “destrucción”.

 

Lo que es cruel.[3]

 

¿Qué tal si la novela entera está escrita en una “extraña tipografía” donde las palabras aparecen en lugar de otras palabras? O las ideas en el lugar de otras ideas. No parece meramente incidental el exergo, tomado de la Antígona de Sófocles: el ser humano es una maravilla que aterra. Asombroso y aterrador en proporciones casi idénticas. El escritor asume el lenguaje en su poderosa pero temible ambigüedad. En su “crueldad”.

Es muy notorio que Bajo el volcán ha desorientado y sigue desorientando a la mayoría de sus lectores y críticos. Es un libro raro. El filósofo francés Clément Rosset se ocupa de él en las páginas iniciales de su libro Lo real. Tratado de la idiotez.[4] Se detiene en una frase que es como la esencia de la ambigüedad:

…mientras que de cierta, de todas formas, hacían su camino.

El personaje se “desmorona” no porque esté siempre borracho; en todo caso, la existencia humana es, con y sin alcohol, una caída en el vértigo. “Se hace camino al andar”, según el conocidísimo verso de Antonio Machado, pero no siempre el andar traza un camino. La “borrachera” del Cónsul es la desorientación inevitable en la que todos nos encontramos en ciertos, en todos los momentos de la vida.

El jefe de la estación dijo el tercero o el cuarto tren, que venía ¿de dónde? ¿Dónde estaba el norte, el oeste? Y además, el norte, el oeste, ¿de qué?... ¿Era esta mañana cuando se suponía que había que esperar al tren? ¿Qué dijo el jefe de la estación?

Una borrachera no ordinaria es la del personaje. Se trata de una ebriedad superior a la sobriedad promedio. Es constante y es lúcida. La idea filosófica que se esconde en las meticulosas y “floridas” descripciones de la novela sería, posiblemente, la siguiente: el personaje que es cualquier ser humano se “desmorona” al emprender cualquier camino, al decidirse a “ser” una u otra cosa. Es la exclusión de todos los caminos abiertos —por escoger solamente uno de ellos— lo que nos confunde y desorienta, lo que nos hace tropezar y finalmente nos “desmorona”.

La “posición” del Cónsul es la de Dante en la entrada misma del Infierno: una infinita proliferación de direcciones posibles. Una infinita pululación de caminos, eso es el Infierno, si no para la religión oficial, sí al menos para la literatura. Ante la lúcida mirada del ebrio perpetuo, o ante la ebria mirada de un ser permanentemente lúcido, todos los caminos aparecen al mismo tiempo como necesarios y como contingentes. “De alguna cierta y de todas maneras”.

Esta es la borrachera del personaje principal: se planta ante las cosas y las circunstancias en su absoluta pero insignificante o insignificativa realidad. Es la “filosofía” que se puede identificar o reconocer por debajo de los ires y venires del relato. Rosset, filósofo, lo enuncia bajo la forma de dos principios sólo en apariencia contradictorios: 1º Toda realidad está necesariamente determinada, y 2º Toda realidad es necesariamente una realidad cualquiera. ¿Qué significa esto? Que las cosas son lo que son, siempre, y nunca lo que “tendrían” que ser.

Con estas indicaciones mínimas podemos adivinar el sentido de los versos de la Antígona que Lowry ha colocado como epígrafe general del libro. El Cónsul es un cierto hombre que es cualquier hombre: la más sorprendente, admirable y terrorífica de las creaturas. ¿Por qué? Porque en cada instante de su vida se encuentra en una encrucijada. Porque a todo hombre, en algún momento, en cualquier momento, “la idea del mañana le parecerá insoportable”.[5] Lo espantoso de un hombre no es encontrarse sin salida, sino estar a cada paso ante un número infinito de caminos. Lo terrible no es la falta, sino el exceso de sentidos.

La novela de Lowry es una puesta al día de la tragedia. Mas no precisamente por la “anécdota” o el “mensaje” que narra, y ni siquiera por el “fondo” del que emerge, sino por el carácter irreparable de cada uno de los actos que la componen.

Aunque la tragedia estaba transformándose en algo irreal y sin significado, parecía que aun era permitido recordar los días en que la vida personal tenía algún valor y no era una simple errata en algún comunicado[6].

Cada parlamento, cada encuentro o desencuentro, cada decisión tomada, por insignificante que pudiera ser, por mínima, trivial o incongruente, determinará el sentido que habrá de adoptar la narración, la dirección entera de la historia. Una transformación que —malignamente— elude la voluntad. Al menos dos de los personajes se reconocen por haber querido cambiar la historia, o, más exactamente, el mundo: al final, su sueño se revela absurdo. Pero no tanto por impotencia, sino porque esa decisión cambió efectiva y radicalmente el mundo, “su” mundo —aunque no en la dirección que ellos en su momento pudieron esperar.

Es una novela que funciona como puerta giratoria. Es una especie de metafísica de la infinidad y de la banalidad de las decisiones. Desde las primeras páginas se plantea el problema:

La guerra, salvo en su aspecto dañino, no le inspiraba muchos sentimientos. Uno u otro bando acabaría ganando. De cualquier manera, la vida sería ardua.[7]

De cualquier manera, de todas maneras. La historia del mundo no es atroz porque conduzca al abismo; lo es porque no puede en ningún instante y situación renunciar a elegir, a tomar decisiones, a implicarse en una dirección o camino. Es atroz porque el mundo ni siquiera puede pensarse como laberinto. El mundo es una sobreabundancia de señales, de direcciones, de sentidos, de “salidas”. Un signo remite a otro signo que es signo de otro signo que nos lleva a otro y otro hasta perdernos en el horizonte. Las decisiones que se tomarán repiten ese gesto, irrisorio, de tomar una decisión. Nada es más importante que eso.

Sin duda, Bajo el volcán es una novela sobre la pérdida del Edén, como señala Alejandro García, pero parece ser también algo más siniestro:

Y, no obstante, ¿qué había logrado en el Paraíso Terrenal? Pocos amigos. Se había hecho de una amante mexicana, con quien había reñido, y de varios ídolos mayas que no podría sacar del país, y además…[8]

Los personajes del libro han habitado en el Paraíso, y sin embargo… Los puntos suspensivos del “y además…” son ominosos. No es que el Edén no exista, lo dramático no es que haya sido una ilusión: lo trágico, o diabólico, es que exista, y que en su interior sea posible lograr algo: amigos (escasos), amantes (temperamentales), reliquias (intransportables), y además… ¿Qué se podría esperar de ese “además”? Nada nuevo, nada distinto. Los puntos suspensivos se abren a una repetición sin término. Nada puede pasar en el Edén, eso es lo más terrible.

Y es posiblemente lo único que sabe el Cónsul. Que en realidad ya es demasiado. Saberlo todo es lo mismo que no saber nada. En su ebriedad, todo le es presente. “El borracho auténtico lo olvida todo porque lo ve todo. Porque lo sabe todo, porque se acuerda de todo”, explica Rosset.[9] Esto quiere decir que para tomar una decisión es necesario cerrar los ojos, pues de lo contrario se estaría en una versión delirante del asno de Buridán: la conciencia extrema, el saber absoluto, sólo puede conducir a la parálisis.

Para dar un paso es necesario darlo en falso, como diría Maurice Blanchot. ¿Qué es lo que al fin mueve al Cónsul, e incluso a Laruelle, si ambos sufren por exceso de posibilidades? Los mueve, escribe Lowry, el sufrimiento mismo. Naturalmente, se trata del amor, pero de un amor indiscernible de otros sentimientos:

…sentía caer sobre sus hombros, desde afuera, el peso de ambos [del Cónsul y de Laruelle], como si, de alguna manera, se hubiera transferido a estas montañas violáceas que se erguían en su derredor, tan misteriosas como sus minas de plata secretas y, no obstante, tan cercanas, tan inmóviles; y de estas montañas emanaba una rara fuerza melancólica que trataba de retenerlo aquí corporalmente, y era esta fuerza su propio peso, el peso de muchas cosas pero, sobre todo, el peso de dolor[10].

No es la razón, sino el cálculo razonado, lo que empuja a los personajes a la acción. Los empuja el peso del dolor. Es un dolor físico, pero igualmente engañoso: “una comodidad tan satisfactoria como ejercer cierta presión sobre un diente adolorido”. Sólo por esto actúan y trazan caminos. No hay forma intelectual, no hay forma razonable de decidirse, de elegir, de rechazar, de renunciar.

Con todo, no cualquier sentimiento tiene el poder de echarlos a andar. Sobre todo, no el remordimiento, no el arrepentimiento. La novela, dotada de un “ritmo medieval”, es un interminable alegato en contra del peso muerto de estos sacramentos. La ebriedad del Cónsul es su particular forma de mantenerse sobrio. Pero esta sobriedad es impura: una mezcla de coherencia, de locura, de impaciencia. Más sobrios —por un definido sentido del honor— mientras más ebrios.

Hay, entonces, un peso muerto y un peso vivo. Ese pesar es lo que lleva al personaje dando tumbos con total y ebria lucidez por toda la novela. No es verdad que el amor sea lo único con el poder de redimir este dolor, porque es el dolor lo que más valor tiene en el amor. Se diría que si no hay dolor, simplemente no hay amor. A la inversa: ¿hay dolor sin amor? Para responder tendremos que preguntarnos qué es lo que ama el Cónsul.

Si Rosset tiene razón, el sufrimiento del personaje es en realidad un dolor jubiloso. “Había en su persona un aire de indefensión que desarmaba y, al mismo tiempo, de lealtad”.[11] La “lealtad” no es sólo algo que se debe a algunas personas; se le debe a eso que el filósofo nombra con la expresión “lo real”. Bajo el volcán no nos dice qué es exactamente eso; pero su protagonista viene y vuelve a ello una y otra vez, sin cansarse y sin esperar escapar a ello de una vez por todas. El Cónsul va hacia su muerte, eso es lo único que se sabe de verdad. Todos lo sabemos. Sólo que ese “ir hacia” no está determinado de antemano.

¿Qué es “lo real” entonces? ¿La muerte, como destino absoluto e ineludible, como certeza total, o el “ir hacia” en su apertura inminente e inmanente, en su no estar fijado y no estarlo desde ninguna parte? Escribe Rosset:

El hombre es algo terrible, temible por inescrutable. (…) El hombre es “terrible” por disponer de todos los caminos al tiempo que carece de todo destino. Nada hay tan peligroso como una máquina sin control: todos los caminos le están abiertos por definición[12].

 

¿Carecer de destino? Sí, en el sentido de que el destino, que es la muerte, jamás puede “poseerse”. Un poco antes, Rosset había escrito: “Ahora bien, lo real no es nada —o sea, nada estable, nada constituido, nada firme—. Por tanto, lo real no es, en sí, modificable”.[13] No es nada firme. Como la muerte, quizá, pero también como la desnuda existencia de un hombre, que está ante su vida como ante un mar o ante un cielo. Es posible que esta doble condición del ser humano sea justamente lo “terrible”: puede demasiado y a la vez demasiado poco.

En cualquier caso, es el sentido del exergo de la Antígona, o el sentido más imperativo. Los hombres pueden muchísimas cosas, pero no es menos meritorio, o menos valioso, su no poder. El descubrimiento y la admisión de este no poder es lo característico de la sabiduría trágica, cuyo temperamento nunca es melancólico o lastimoso. Es, dice nuevamente Rosset, “un sentimiento de júbilo intenso pero mesurado”: la alegría de no ser dios, la extraña experiencia de ser lo posible y de no ser lo imposible.

Pero de serlo, como muy bien lo describe Malcolm Lowry en Bajo el volcán, sin remordimientos, sin arrepentimientos, sin mala conciencia, sin sed de venganza. Ahora acaso podemos comprender que la ebriedad perpetua del protagonista no es otra cosa que la afirmación del azar de la existencia absolutamente por fuera de la lógica del pecado y la expiación.  Por fuera de la lógica del premio y del castigo, también. Y es a este descubrimiento y aceptación de lo real a lo que en la obra principal de Malcolm Lowry podríamos reconocer como lealtad.

 

[1] Martín de Riquer, José María Valverde, Historia de la literatura universal, Barsa/Planeta, Barcelona, 2002, Tomo 10, p. 29.

[2] Alejandro García Ortega, ”Bajo el volcán: la pérdida del edén”, manuscrito inédito.

[3] Malcolm Lowry, Poemas, Visor, Barcelona, 2001.

[4] Clément Rosset, Lo real. Tratado de la idiotez, Pretextos, Valencia, 2004, p. 19.

[5] Malcolm Lowry, Bajo el volcán, Era, México, 1964, p. 13.

[6] Ibid., p. 11.

[7] Ibid., p. 16.

[8] Ibidem.

[9] Clément Rosset, op. cit., p. 31.

[10] Malcolm Lowry, op. cit., p. 19.

[11] Ibid., p. 27.

[12] Clément Rosset, op. cit., p. 36.

[13] Ibíd., p. 34.