martes. 23.04.2024
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MEMORIAS DEL SUBDESARROLLO

Él y Margerie llegaron a Acapulco

Douglas Day

Él y Margerie llegaron a Acapulco

Él y Margerie llegaron a Acapulco sin más incidentes y se dirigieron a una cantina en la que se decía que ofrecían auténtica cerveza alemana. Poco después bajaron hacia el Hotel Monterrey y reservaron un cuarto. A Lowry le pareció que el recepcionista lo miraba sospechosamente, tal vez recordando algún escándalo en el cual Lowry había estado involucrado. Y cuando a la mañana siguiente salieron a nadar a la playa de Caleta, le pareció de nuevo que lo espiaban. Sin embargo, Margerie estaba encantada con la tersura aterciopelada de la arena y la claridad del azul del mar en Caleta, y se hallaba muy contenta de estar ahí. Después de nadar decidieron tratar de encontrar alojamiento en un hotel sobre la playa, en lugar de tener que hacer el viaje desde el centro. Fueron a la Quinta Eugenia y una mujer indígena les mostró un cuarto desocupado; la mujer estaba tan orgullosa de la tubería del hotel que puso a trabajar el retrete. No funcionó. “Lo que baja tiene que subir”, comentó sagazmente Lowry. De todas maneras tomaron el cuarto y regresaron a Acapulco por la ropa. En el trayecto Lowry se divertía recordando el asunto del baño, cantando suavmente: “Ah, las viejas heces familiares”.

Su nuevo cuarto era el número 13, y el siempre supersticioso Lowry pasó su primer día en Acapulco muy inquieto; era el miércoles 13 de marzo. Pero esa noche se fue a dormir contento de haber evitado todo tipo de calamidad durante el día. Temprano, a la mañana siguiente, Lowry nadó bastante. Cuando regresaba a su cuarto, la esposa del administrador se apresuróa adecirle que “unas personas” lo esperaban afuera de su cuarto. Rápidamente fue a ver quiénes eran y encontró a Margerie, vestida precipitadamente y muy asustada, hablando con dos hombres de la Secretaría de Gobernación. Eran amblas, pero firmes: habían venido a decirles que Lowry tenía una multa pendiente en los archivos de cincuenta pesos, por haber permanecido en México, en 1938, más tiempo del que se le había permitido, y le entregaron una nota que decía que ya que no había pagado la multa no tenía permiso de regresar a México sin la autorización del Jefe de Migración. Exigieron ver sus papeles (naturalmente asumieron que ella era Jan). Lowry explicó que sus papeles estaban en Cuernavaca y se ofreció a ir por ellos y regresar. Los hombres dijeron que eso era imposible. los Lowry no podrían salir del hotel, salvo para ir a nadar. La Oficina de Migración se comunicaría con la ciudad de México para decidir qué se haría con ellos.

Éste era el momento que cualquier mexicano habría reconocido como el indicado para dar la “mordida”. Dada que cincuenta pesos no era una suma muy alta, los Lowry probablemente se habrían evitado muchas fatigas, gastos e incluso peligro físico si hubiesen simplemente dado el dinero a los oficiales para despedirlos después con un apretón de manos y poder abandonar Acapulco rápidamente. Por desgracia la solución no se le ocurrió a ninguno de los dos.

Después de que los oficiales se marcharon, Lowry sólo podía pensar en un trago. Para disgusto de Margerie, se lo tomó. Lo dejó con su botella de Habanero y se fue a la playa. Cuando regresó, tuvieron una de las peores peleas de su matrimonio hasta entonces, mientras Lowry seguía tomando. El único plan que pudo idear fue que Margerie fuera al centro de Acapulco y defendiera su caso ante alguien en la Oficina de Turismo. Así lo hizo, sin resultado, mientras Lowry se sentó a esperarla en la Quinta Eugenia con más Habanero. Cuando volvió tomó otro trago y fue a nadar por segunda vez en el día. En realidad sentía mucho orgullo de sí mismo y racionalizó su conducta de una noble manea: lo que estaba haciendo, sentía, era más difícil, algo que sólo podía ser intentado por los fuertes:

…lamentaba, como Paracelso, los efectos del alcohol sobre los efectos del creciente ejercicio físico… beber durante y hasta el fin de una depresión nerviosa, o peor… Los síntomas se habían presentado desde hacía un tiempo. El alcohol era en parte su causa; pero el alcohol era también su cura. Era un círculo, la dependencia del alcohol se hacía presente: pero el círculo no era necesariamente vicioso. Era aborreciblemente peligroso: era quizá inmoral y por completo erróneo, pero ahí estaba. Alguna vez había tenido que hacerse del valor de dejar el alcohol. Ahora debía tener el valor de ser tan cobarde como para regresar a él (La Mordida, p. 235).

Aunque el mismo Lowry reconocía, incluso en el momento en que anotaba esta curiosa teoría terapéutica en sus diarios, que daba la impresión de que sólo se estaba engañando a sí mismo, se aferró con todo, casi por el resto de su vida, a la explicación de que no se estaba emborrachando para hundirse en una depresión, sino para atravesarla. Logró ser convincente; Margerie, al menos, creyó en él ocasionalmente.

Durante los siguientes seis días fueron diariamente a Acapulco a tratar de obtener alguna clase de respuesta, de Migración o de la ciudad de México, sin ningún éxito. El sábado 16 de marzo, Lowry pidió al subjefe de Migración que le mostrara qué era precisamente lo que constaba en los archivos contra él, que resultó ser, además de una nota sobre el dinero que debía, la descripción de su mala conducta de 1938, página por página: aparentemente había sido arrestado una y otra vez por embriaguez y mala conducta. “Borracho, borracho, borracho”, dijo el subjefe arrojando la carpeta. “Aquí está su vida”. Había poco que Lowry pudiese contestar a esto, si entonces ni en los días que siguieron.

Al mediodía del miércoles 20 de marzo, un hombre de la Oficina Federal de Hacienda tocó a su puerta. Se rehusó a entrar, pero desde la puerta le gritó a Lowry que debía de pagar la multa inmediatamente o iría a la cárcel. Nada de lo que Lowry pudo decir ayudó. Finalmente, sin embargo, este oficial estuvo de acuerdo en encontrarlos en la Oficina de Turismo esa misma tarde, en donde habría un intérprete para ayudar a los Lowry a defender su caso. A las cuatro de la tarde, estaba ahí, Lowry sentía una creciente dificultad para hacer frente a la realidad, para escuchar la reiteración de las demandas del oficial. No sería disuadido: si no pagaba la multa en tres días, Lowry sería encarcelado. Después de insistir, finalmente lo convencieron de que permitiera a Margerie viajar a Cuernavaca para recoger sus papeles y su dinero (tenían 500 dólares en un banco de ahí) y regresar a Acapulco. Le dio cuatro días de plazo (hasta el sábado siguiente) para efectuar el viaje. Dos horas después Margerie partía en un autobús de segunda clase mientras Lowry compraba tres botellas de tequila para regresar al hotel. Era para él una conclusión inevitable que estando fuera Margerie, se resquebrajaría de inmediato y, a su parecer, el camino más seguro era emborracharse rápidamente y permanecer en ese estado hasta su regreso. Así lo hizo. Para la segunda noche de ausencia, tenía alucinaciones, en una de las cuales Juan Fernando Márquez aparecía al pie de su cama para reprenderlo por su falta de responsabilidad y por ocasionarle tales problemas a Margerie.

Luego, poco después de las dos de la mañana del sábado, lo despertó una Margerie enfurecida. Había estado viajando casi sin parar desde el miércoles, había recogido todos sus papeles y el dinero, se había detenido para ver al Cónsul británico en la ciudad de México y referirle su problema, y luego había tomado el autobús de regreso a Acapulco, sin haber dormido durante dos días y dos noches. “Levántate, maldito borracho”, le dijo a Lowry. Él estaba tan aterrado que olvidó preguntarle qué había arreglado; estaba, de hecho, enmudecido. A las ocho se lo llevó a desayunar y luego subieron a un autobús con dirección al centro de Acapulco, donde cobrarían en cheque que le habían dado en Cuernavaca. Lowry quería un trago, insistía en que definitivamente no podría firmar sin tomar antes una reconfortante cerveza. Margerie era inexorable, lo empujó al interior del banco, puso una pluma en su mano y le presentó el cheque. Lowry no podía mover la mano. “Tú y tus trampas infantiles”, dijo Margerie y lo llevó a tomar un trago. En Cuernavaca había pedido cincuenta pesos como préstamo a un conocido y se proponía dar ese dionero a las autoridades para que Lowry no fuera encarcelado (en realidad había pocas probabilidades de que encarcelaran a Lowry: la Constitución mexicana prohibía la cárcel por deudas de cualquier clase; pero ellos no lo sabían). Junto con un hombre llamado Hudson, que actuaría como intérprete, se dirigieron a la Oficina Federal de Hacienda y pagaron la multa. Todos fueron gentiles y se disculparon con ellos, hasta quie los Lowry preguntaron si podrían regresar a Cuernavaca para recoger sus pertenencias y luego salir del país. Aún tenían que esperar órdenes de la ciudad de México antes de abandonar Acapulco.

Durante diez días esperaron en la Quinta Eugenia sin recibir una noticia. El martes 2 de abril supieron por el Cónsul británico que el gobierno mexicano estaba quizá a punto de deportar a Lowry. Al día siguiente., Lowry llamó al Consulado de la ciudad de México y le informaron que aunque tal vez no fuera deportado, seguramente le pedirían que dejara el país. Luego, el jueves 4 de abril, la Oficina de Migración de Acapulco decidió que Lowry había pasado demasiado tiempo ahí y le dieron una carta que autorizaba su salida. Después de haber estado en Acapulco durante casi un mes, el 5 abril regresaban a Cuernavaca. Poco antes del amanecer del día siguiente, el autobús se detenía en el zócalo y se dirigieron a la casa de Laruelle sintiéndose un par de prófugos.

Lowry durmió todo el día y cuando despertó, encontró a Margerie al pie de su cama con una carta en la mano. Era la aceptación de Cape de Bajo el volcán tal y como estaba, sin una sola revisión; la heroica carta de Lowry lo había convencido. Estaban aturdidos y todavía muy agotados después del problema en Acapulco como para entusiasmarse demasiado. Pero les pareció que debían celebrarlo de alguna manera, así que fueron al “Café Bahía” e invitaron a Eduardo Ford a nadar y a tomar un trago. Cuando estaban en la alberca, el cartero barbado con aspecto de gnomo de Bajo el volcán trajo el correo vespertino. Había otra carta, ahora de Estados Unidos: Reynald and Hitchcock también aceptaban la novela sin pedir ningún cambio.

De algún modo, parecía improbable que el gobierno mexicano quisiera molestar más a Lowry, pero no fue así.