martes. 23.04.2024
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MEMORIAS DEL SUBDESARROLLO

1955. 30 de julio (sábado)

Tomás Segovia

1955. 30 de julio (sábado)

Otros cinco días sin escribir ni siquiera en el cuaderno. Perdí toda la mañana en ir al noticiero y luego a ver a Beimler con Josema. Ya es demasiado tarde para empezar nada.

Se me acumula el trabajo, estoy empezando a ocuparme del boletín en el Centro de Escritores. Esta semana he tenido que hacer el  índice general, que es un trabajo pesadísimo, acabar de copiar los 3 capítulos de la Flauta para entregarlos en el Centro de Escritores, escribir un artículo de 2 págs. Y leer dos libros para hacer notas bibliográficas.

Ayer filmé mi segundo reportaje. No me dio jaqueca, pero en cambio no pude comer (tenía clase a las 4).

Anoche, en el café, Ramón me saludó sólo de lejos, sin acercarse siquiera a mi mesa. Parece mentira.

En la mesa de al lado están R., P., L., S. Me molesta verlos porque siempre que los veo siento renovarse mi soledad, cada vez mayor. Habitualmente, con las ocupaciones constantes y mis entusiasmos íntimos, me hago la ilusión de estar solo nada más que provisionalmente. Cuando se cree intensamente en algo parece que todo el mundo nos va a entender. Pero ahora, oyendo algunas frases sueltas de lo que dicen ellos aquí al lado (tesis, Universidad de Guanajuato, sarcasmos sobre E.), me doy cuenta claramente que ni siquiera cuando decimos “buenos días” nos estamos entendiendo. Si podemos cruzar dos o tres frase seguidas es sólo gracias a un malentendido. Esta sensación se relaciona con la que tengo a veces cuando pienso algo que a mí me parece una perogrullada, tan claro lo veo, pero que al decírselo a alguien me doy cuenta de pronto de que le parece sorprendente si no es que disparatado. Así por ejemplo las estupideces que han dicho siempre mis compañeros sobre poesía.

***

He estado leyendo (para reseñar) el último libro de X, que me produce un asco casi invencible. Todo lo malo que puede pensarse del escritor como tipo humano (que es mucho) me parece verlo aquí unido como por una voluntad perversa, formando casi un muestrario de indignidad. En estas páginas se convierte en verdadera esa condenación que suelen sentenciar los comunistoides contra el escritor, acusándolo de proteger secretamente los privilegios de que goza. No puedo dejar de representarme constantemente al burgués casi caricaturesco que está escribiendo, en su sillón, después de una buena comida, con una sonrisa bonachona de superioridad y complicidad, esas páginas impúdicas en que un hombre sin ninguna grandeza se coloca por encima de los otros gracias a las injusticias que le han permitido cultivar una naturaleza triste, que ni así pulida logra brillar. Esto me parece verdaderamente un abuso. Cuando escribí su libro no había descubierto esta imagen. De otra manera, no hubiera podido escribirlo. Pero empecé a entrar en sospechas por ejemplo con las anécdotas que me contó Arreola sobre los galanteos de don Alfonso. Debilidades, pude pensar. Pero ¿de qué fuerza? No; esto está en su esencia misma, lo veo ahora clarísimo a través de las páginas en que habla de la mujer y de eso que la gente de su calaña llama el amor, y que no es ni siquiera la carne verdadera. Por Dios, qué idea de la mujer y del amor, con su punta de escepticismo “superior” (qué fácil y mezquino es el escepticismo); sin remordimientos, ni siquiera asco —ni tampoco generosidad, entrega, agradecimiento por lo menos. Estos personajes (escritores, diplomáticos en Brasil, ociosos; qué casualidad) toman y dejan a la mujer como una golosina que les es debida porque son “señores” y porque tienen un paladar cultivado. Son golosos, y la gula es un pecado, vive Dios. Golosos de la mujer, de la comida, de la literatura. Son los “catadores de la vida”, tan orgullosos de su calidad, cuando resultan lastimosos porque no saben nada de la vida. Qué vacío hay que ser para creer de verdad que la vida es una golosina. Qué vacío y qué fariseo. ¡Y pensar que éste es el personaje que nos ponen constantemente como ejemplo de la dignidad, la fidelidad y el “destino” del escritor!

(De la mesa del otro lado acaba de irse H. Otro que tal baila.)

Podría pasarme horas escribiendo sobre el asco que me produce X. Me parece la imagen exacta de lo que no quisiera ser nunca; por eso es importante precisarla. Octavio Paz [lo defiende]. Esto, en Octavio, sí son debilidades, que me dan mucha rabia pero que me parecen inteligibles puesto que uno puede saber que son fallas de algo. En cambio la defensa de él que hace Z me parece de mala fe. Son de esos pequeños terrores que le entran de repente y que hacen que se oponga obsesivamente a tener ciertos puntos que podrían hacer vacilar ese edificio de la respetabilidad abstracta en la que en el fondo no debe de creer mucho puesto que teme tanto por ella, pero que le interesa mantener ciegamente para justificar el mundo en que vive, e incluso algunas de sus acciones con miras a su propia respetabilidad. Pero Octavio en cambio no tiene nada que ganar en ello. Lo hace porque le da igual, por blandura, por pereza.