martes. 16.04.2024
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Retrato de las personalidades: La risa de Molière y la turbación de Racine

Juan Francisco Camacho Aguilar

Retrato de las personalidades: La risa de Molière y la turbación de Racine

 

L'individualisme est une maladie bourgeoise[1]
-Les Conquérants, André Malraux-

1. Clasicismo

A finales del siglo XVI y principios del XVII en Francia se intentó el Barroco de la mano de poetas como D’Aubigné y Jean de Sponde, pero sucede que a los franceses no les pareció sensato que este abigarrado movimiento —tan vacuo, según ellos, y fantasioso— fuera un móvil adecuado para sus ideas. En contraparte a los Países Bajos, la Europa Central y la Península Ibérica, seguidores de la tendencia, nació en Francia el clasicismo, que correspondía (éste sí) al genio nacional ávido de preciosismo, es decir, contenedor de un análisis de la pasión y, con él, una intelectualización del sentimiento.[2]

La diferencia entre las dos corrientes es acaso la forma: el mérito del clasicismo está en tratar la búsqueda y la rebelión discreta en formas más simples, de belleza más pura y siempre subordinada a una concentración que se enfoca en el interior del hombre. No el juego de la exageración sino la sobriedad casi monótona de los elementos artísticos que emplea.

Pareciera que el término “clásico” designara a Francia como el único lugar donde el legado de los grecolatinos fue bien entendido, pero el vocablo se puede llevar a muchas interpretaciones y lo que menos queremos es desvirtuar a las otras literaturas europeas; lo que quiero decir es que en Francia el término es tan necesario como en España el de “Siglos de Oro”. Así que, sin conflictos, tomémoslo como un mote académico para encasillar —aunque suene mal— a los escritores del siglo XVII de la generación de Racine, Molière, de La Fontaine y Bossuet. Yo trabajo con los primeros dos.

2. ¿De qué se ríe Molière?

2.1 Contexto

Nació en París en el año de 1622. Hijo de los tapiceros reales de Luis XIII, con el tiempo tomó el legado de su padre. El teatro lo heredó de sus tíos, que le inculcaron la costumbre desde niño. Años —y algunas desventuras— después, se hizo actor y dramaturgo y llegó a presentar una obra frente a Luis XIV apoyado por el hermano de éste. Comediante sobre todas las cosas; y es que su obra conceptualiza con buenas definiciones a la condición humana y sus valores. Se dirige a un público amplio y lo pone en un mismo estrato en donde contrapone la sensatez y la ridiculez. No voy a profundizar en sus obras, me hubiera gustado, pero el papel es mucho y el tiempo poco. Lo más sencillo es irse con El Tartufo,[3] quizá su más conocido trabajo.

2.2 La risa de la locura

Hay que resaltar su neutralidad, no toma el partido de los marginados, ni el de los ricos; su mérito es traducir las ideas y los prototipos —ya planteadas en la sociedad— y vertirlos al teatro. Lo que yo examino es su comedia como función. Primero como una función de la locura misma, que se emparienta con la fiesta. En palabras de Foucault:

[…] como si en la locura, nuestra cultura procurara unas vacaciones, un anverso de sí misma que fuera para ella como un espejo, un momento absoluto en el que el tiempo se interrumpe, hace el círculo para un ritual e inaugura entre los hombres formas de comunicación que sus lenguajes de uso diario no les permiten. La fiesta, en el fondo, es la maravillosa libertad de volverse loco, y encontrar en el centro de ese enceguecimiento la iluminación de todo un mundo que está de fiesta.[…][4]

Esta comedia de la locura nos da testimonio de una sociedad desembarazada, más franca consigo misma. Pero la crítica no va tanto a la sociedad, muy en el fondo la crítica se ejerce hacia su columna: la ideología, la moral, y todo lo que en un conjunto se plantea como verdad absoluta. Las sociedades siempre tienden a seguir una línea que marca lo que está bien hecho, lo correcto; todo aquello que salga poco de esa línea tiene que ser desvirtuado o llevarse al ortopedista. Entonces la fiesta permite, por un momento, que esa línea que se corrompe no sea mal vista.

Como en la escena III del cuarto acto, después de que el hijo de Orgón descubre que el Tartufo había estado coqueteando con Elvira y le dice a su padre lo que vio. Éste se disgusta porque piensa que todo es una calumnia contra Tartufo.

[…] Elmira: Tras oír lo que he oído, ya no sé qué decir, que admirada me tiene tu obcecación. Hace falta estar muy encaprichado por una persona y muy predispuesto en su favor para así desmentirnos a cuento de lo que hoy ha ocurrido.

Orgón: ¡A mandar, no se diga más!... Yo creo lo que veo. Ya conozco tus debilidades por el tunante de mi hijo. No te determinaste a condenarle por la mala pasada que quiso jugarle a esta alma bendita. Demasiado serena estabas para que se te pueda creer; que te hubieras mostrado mucho más alterada de haber sido cierto […][5]

Aquí se ridiculiza la decisión o la postura tajante y absurda de las altas jerarquías, quienes, por lo regular, estaban en lo correcto. Y es que esta comedia de la locura tiene como instrumento la risa. Independientemente de la intención primordial que el autor le concediera, la obra pudo haber funcionado para que los espectadores tomaran materia de ella con el fin de que —además de nivelarse con todos los estratos sociales— tuvieran el modo de poner el mundo al revés: burlándose de la estupidez del rey, de los personajes importantes de la comunidad, de los ricos o de los santurrones moralistas.[6]

2.3 La dialéctica del Amo-Criado (Dios-hombre)

Hay algo que me interesa diseccionar: la idea que tienen los criados sobre sus amos. Bien dice Paul Bénichou que el público buscaba en estos espectáculos la imagen de un mundo más brillante e irresponsable, más libre de trabas que el mundo real, de un mundo que amplificaba aún más la idea que podían hacerse (ellos, el público) de su condición.[7] Ahora, esta correspondencia entre espectador-personaje que, como ya dijimos, es un espejo que Molière esculpe claro, nos lleva a pensar a Dorina (la criada) y su relación poco natural con sus amos —de desobediencia, cuestionamiento, de acciones contrarias a la voluntad de estos, de sermoneo— como a la misma sociedad francesa del siglo XVII.

En la cuarta escena del segundo acto, Dorina es quien toma la cabalidad frente a la hija de su amo y su prometido, y resuelve la reconciliación de ambos:

[…] Dorina.- ¿Otra vez? ¡El diablo me lleve si lo consiento! Déjense ya de tanto parloteo y vengan acá los dos.

Valerio.- ¿Pero qué propones?

Mariana.- ¿Qué quieres hacer?

Dorina.- Hacer que hagan las paces y sacar a ambos de mal trance. ¡Estás loco! (A Valerio)

Valerio.- ¿Has visto cómo me ha hablado?

Dorina.- (A Mariana) ¡Estás loca! Cómo te has puesto […][8]

Y como ésta hay una sucesión de acciones y comentarios donde suelta la lengua, con comentarios sarcásticos pero con sensatez, para poner a sus amos en el lugar correcto. Casi siempre la mandan callar, sin embargo, pues la prudencia estorba.

Pudiéramos pensar que esta actitud de cuestionamiento a la autoridad es el germen que cortará la cabeza de Luis XV. La dialéctica del amo-criado pudiera interpretarse como la misma fragmentación que tiene el par dios-hombre. Uno de los rasgos de la etapa del neoclásico es el racionalismo, y es que este retorno a la edad antigua que los profesores inculcaban a sus estudiantes no tenía otro fin que el de darle a estas obras un tratamiento de buenas acciones que se fundamentaran en la razón, la lógica y la mesura.[9] Y qué es la razón —la intelectual— sino el cuestionamiento de todo principio que esté extrínseco al sujeto, de la razón no se duda porque ésta es intrínseca y propicia la pregunta. Y sin ponernos cartesianos —porque debemos recordar que esta doctrina creció a la par del clasicismo— podemos decir que la ordenación intelectual, la solidez, la mesura y la armonía son los estandartes que cargan los personajes de la índole de la criada: Los rebeldes, individuos con la autoridad moral y racional para frenar las intenciones casi estúpidas de sus superiores. La inferioridad de raciocinio del burgués, la necedad que propicia el enredo de la trama construyen siempre estos puntos de flexión. Esto está muy claro en el Tartufo —y en todo Molière—. En la obra, uno de los puntos clave es el hecho de que Orgón pone sus escrituras a nombre de Tartufo (Escena VII, Acto  III)

[…] No, pese a quien pese, has de visitar a mi mujer con frecuencia. Hacer rabiar a esa gente será mi mayor gozo; quiero que a todas horas te vean con ella. Y no es eso todo: Para mayor escarnio de todos, no quiero tener más heredero que a ti. Y voy al punto, y con todas las de ley, a hacerte donación de todos mis bienes. Un amigo bueno y leal al que tomo por yerno, me es mucho más querido que un hijo, que una mujer, y que unos padres, ¿o es que no vas a aceptar lo que te propongo? […][10]

2.3 Conclusión

Claro queda entonces que la función de esta comedia está más allá de una simple risa, es la risa del sujeto que se vuelve contra los dogmas y toma conciencia de su condición, la risa es el vehículo para la sublimación de la razón. Es Molière entonces un traductor, no un profeta, de este raciocinio, a punto de hervor, en una Francia que vería más tarde la llegada de sus ilustrados. La risa que pone el mundo al revés y que permite una nivelación del conjunto, una masa heterogénea que se vuelve homogénea en presencia de las obras, la estupidez, el enredo y todas las claves que definen la condición humana alcanza Molière, no sólo en el Tartufo. Se lo debemos y no es poca cosa.

3. Racine consternado

3.1 Contexto

Jean Racine nació en La Ferté-Milon un 21 de diciembre de 1639. Huérfano desde los cuatro años, sus abuelos lo mandaron con los religiosos a la escuela de Port-Royal donde recibió educación jansenista y humanista. Estudió las tragedias de Sófocles y Eurípides en su lengua original y, a pesar de que sus maestros consideraban al teatro como un instrumento de corrupción de las costumbres, se consagró por completo a la literatura. Después de estudiar filosofía llevó una vida mundana en París. La compañía de Molière representó dos de sus obras, La Tebaida en 1664, y Alejandro Magno en 1665, pero terminaron enemistándose. Su teatro muestra la pasión como una fuerza que destruye a quien la posee, representándola con argumentos griegos.

3.2 Antihéroes: love is not in the air

La tragedia en la Francia de la primera mitad del siglo XVII buscaba una admiración moral; lo que el público esperaba era la delicadeza del corazón, grandes reyes y príncipes —únicos personajes dignos— en historias de tinte heroico. Pero Racine fue a lo natural, excediéndose, claro, pero consiguió —además de un sobrante de brutalidad— una tragedia de instintos.

Y este rechazo del heroísmo y del sentimentalismo en nombre de la naturaleza es lo que constituye desde Andrómaca,[11] una obra llena de oposiciones: debate entre Grecia y lo que queda de Troya; rivalidad de la viuda de un héroe con una princesa orgullosa, oposición de un rey altivo y violento con un enamorado siempre repelido; el orgullo de Hermione y la fidelidad sacrificada de Orestes.

Acaso la dialéctica del amor que Racine cimienta desde esta obra (que se ve también en Phedra) es el elemento más abierto y contrario a la tradición; en esos tiempos lo que triunfaba en el teatro era el espíritu, adaptado a la época, de las novelas caballerescas. El carácter del amor caballeresco es sumiso y constante a la fidelidad pía para con la persona que se ama. El amor aquí es, en cambio, un deseo celoso. Con este amor violento y homicida, el autor, los (nos) destruye a todos. 

3.3 La consternación

Dice Barthes que en Racine la unidad de la tragedia es la función, ésta tiene dos categorías: la relación de codicia y la relación de autoridad.[12] Lo puramente instintivo del humano. En esto encontramos una universalidad: rasgos que asemejan a los hombres, hombres de todos los tiempos y de todos los países. Pero en medio de toda esta universalidad que son las pasiones humanas, hay siempre un individualismo que se manifiesta en el modo en el que cada uno las vivimos. Cada personaje tiene un modo de entender y de vivirlas dependiendo de sus circunstancias (en los personajes del teatro del francés está el desapego, encierro, culpabilidad, etc…).

Por ejemplo, Orestes tiene un amor enfermizo hacia Hermione. Y está en una contradicción constante porque dice cosas que no hará y viceversa —como cuando asegura que va a raptarla y no lo hace—. Algunas veces piensa en odiarla, pero no es capaz. En la primera escena del primer acto sus palabras son:

[…] ¡Ay! ¿Quién puede decir qué destino me guía?

Por amor voy en pos de una mujer de hielo;

¿Quién sabe lo que la suerte me tiene reservado

y si aquí he de encontrar la vida, o bien la muerte? […][13]

Aquí vemos la pasividad de Orestes, que echa todo el peso al destino y a la propia Hermione, dueña de la voluntad de éste. Es entonces un amor esclavo, casi fetichista, rayando más en la obsesión.

Ella tiene otra especie de amor: un amor-odio hacia Pirro. Incluso lo manda asesinar. Su cólera —digo bien, son personajes coléricos, no furiosos— deriva de lo que siente por él.

[…] ¿Qué si le odio, Cleone? Va en ello mi honor,

Después de tantas bondades que no quiere recordar.

¡Él, a quien tanto quise y que me ha traicionado!

¡Le he amado demasiado para no odiarle ahora! […][14]

Considerando que ha sido traicionada, no es extraño que se desquite con todos: cuando Andrómaca le pide clemencia por su hijo, se porta indiferente; a Orestes no corresponde a pesar de que éste le dé corazón y lealtad en mano:

[…] No envidiéis el destino de Pirro.

Os odiaría demasiado[…][15]

Estas dualidades nos acercan a una circunstancia que se asemeja a un callejón sin salida, ¿cómo es de esperarse que las acciones concluyan en buen término con estas paradojas? Sobre esto, Barthes dice algo muy acertado: […] El movimiento liberador del hombre raciniano es totalmente intransitivo, he aquí ya el germen del fracaso: la acción no tiene a donde aplicarse porque el mundo ha sido, desde el principio, dejado aparte […] nada marca mejor esta intransitividad que la expresión verbal del sentimiento amoroso: desde el punto de vista gramatical, el amor carece de objeto: yo amo, yo amaba, ustedes aman […] desde el principio, el amor está privado de su objeto.[16]

El caso de Andrómaca es más particular todavía. El verdadero personaje trágico. No ama ni odia. El amor que siente es a lo inasible: su difunto esposo y  su hijo. Su fidelidad podrá ser meramente defensiva porque tiene todo el peso de la sangre de su gente; aún así su vida y su propia voluntad están vueltas hacia el recuerdo, como si estuviera dormida. Claramente lo dice Cleone, la doncella de Hermione:

[…] Andrómaca, […]
Incapaz como siempre de amar o de odiar,
Parece obedecer sin alegría y sin protestas […][17]

3.3 Libertad

Es entonces la tragedia Raciniana, una tragedia de fracaso donde parece nada llega a buen término y la solución última es la muerte. Me detengo un poco. Qué importante es para el dramaturgo la idea de la libertad de vivir. El margen de decisión es tal que permite que sus personajes más importantes decidan si vivir o no —en el caso de Andrómaca y de Phedra.

Lo que pasa con Andrómaca es que encuentra un momento de lucidez, de enfrentamiento con la realidad, después de estar nublada. Tiene que renunciar a la ensoñación para salvar la vida de su hijo, la prenda de su matrimonio con Héctor.[18] Se enfrenta ante un dilema de hecho y no de juicio, un peligro real. Tiene en sus manos una responsabilidad que compromete al prójimo. Termina en pos de su hijo:

[…] salvando mi honor, cumpliré lo que debo
a Pirro, a mi hijo, a mi esposo y a mí.
He ahí la inocente estratagema de mi amor […][19]

El suicidio de Andrómaca es un sacrificio, contiene el germen de un futuro, la muerte es también futuro (incierto como todos los futuros posibles). Pero el destino juega diferente y las cosas cambian: el que muere es Pirro, pero lo que depara a Andrómaca es la herencia legítima del trono de éste, su liberación como objeto del odioso tirano, y su auténtica viudez, la que encarna la fidelidad a su primer marido.

3.3 Conclusión

Lo que le debemos a Racine es una vuelta de tuerca a la tragedia, a demostrarnos, más que los sentimientos son sobrepasados y llevados al extremo. La naturaleza humana como un realismo que reacciona contra el sentimentalismo y la idealización (en eso estriba el concepto “naturaleza”). El autor retoma a los clásicos griegos para darles un tratamiento que, si bien tenía sus cimientos bien colocados en Eurípides y Sófocles, para la Francia del XVII caen como agua fría. También su dibujo de libertad —al que Camus se acerca siglos después— y la paradoja de los amores inasibles, como objetos que distan de ser el punto de la felicidad. A Racine le debemos la vuelta a nuestro más primitivo y atropellado secreto: el instinto.

4.4 Punto final de los finales

Algo alejados, parecerá, porque su tratamiento es diferente —uno es el cómico y el otro el trágico—, pero el justo conocimiento del hombre y de las pasiones (la locura, el deseo) se transcribe desde la agudeza de sus ideas. Con elementos que retoman el razonamiento y la moral de la antigüedad erigen una literatura plenamente humana, sin pretensiones estéticas muy altas. Lo universal que se ajusta desde una visión de individuo supieron plasmar, pero también la visión del individuo que es, al mismo tiempo, un universo. Aquí se alcanza un punto clave en el desarrollo de la literatura francesa porque se cristaliza la visión que un pueblo —entendido como un conjunto de singularidades, y no como una masa uniforme— tiene sobre sí mismo.

 

[1] El individualismo es una enfermedad de la burguesía

[2] Cfr. Henry Peyre, ¿Qué es el clasicismo?, FCE, México, 1996, p. 12.

[3] Comedia en cinco actos escrita en versos alejandrinos estrenada el 12 de mayo de 1664.

Orgón es un hombre importante —tonto y crédulo— que ha caído bajo la influencia de Tartufo, hipócrita santurrón y mañoso que exagera la devoción y a quien el primero adopta como guía espiritual. Este aprovechado está tratando, además, de casarse con la hija de su benefactor, al tiempo que trata de seducir a la segunda esposa de éste, Elmira, mucho más joven que su marido. Una vez desenmascarado, tratará de aprovecharse de unas donaciones (firmadas) que Orgón le ha transmitido para tratar de echar a éste de su propia casa. Va incluso ante el rey, pero éste, recordando los antiguos servicios que Orgón le prestó, anula dichos papeles y hace que Tartufo sea detenido.

La Compañía del Santo Sacramento utilizó su influencia para que la obra fuera censurada.

[4] Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica, Tomo I, FCE, México, 2006. Prefacio.

[5] Molière, Tartufo, Cátedra, Madrid, 1998, pp. 152-153.

[6] Bajtin apunta, a propósito del carnaval en el renacimiento y fines de la edad media lo siguiente: […] El mundo infinito de las formas y manifestaciones de la risa se oponía a la cultura oficial, al tono serio, religioso y feudal de la época. Dentro de su diversidad, estas formas y manifestaciones -las fiestas públicas carnavalescas, los ritos y cultos cómicos, los bufones y "bobos", gigantes, enanos y monstruos, payasos de diversos estilos y categorías, la literatura paródica, vasta y multiforme, etc.-, poseen una unidad de estilo y constituyen partes y zonas únicas e indivisibles de la cultura cómica popular, principalmente de la cultura carnavalesca […]

[7] Paul Bénichou, Imágenes del hombre en el clasicismo francés, FCE, México, 1985, p. 167.

[8] Molière, op cit., p. 129

[9] Henry Peyre, op. cit. p. 72.

[10] Molière, op. cit., p. 147.

[11] Tragedia en cinco actos escrita en verso alejandrino, estrenada el 17 de noviembre de 1667 ante la corte de Luis XIV en el Louvre. Después de la guerra de Troya en la que Héctor es asesinado por Aquiles, Andrómaca es tomada prisionera por Pirro, hijo de Aquiles, prometido de Hermione, hija de Menelao. La estructura de la obra es una cadena amorosa de un solo sentido: Orestes ama a Hermione, que ama a Pirro, que ama a Andrómaca. Ésta sólo piensa en su difunto esposo Héctor y en su hijo Astianacate. La llegada de Orestes a la corte de Pirro señala el desencadenamiento de los acontecimientos trágicos. 

[12] Roland Barthes, Sobre Racine, siglo veintiuno, México, 1992, pp. 53-54.

[13] Jean Racine, Andrómaca, Fedra, Cátedra, Madrid, 1985, p. 78.

[14] Ibid., p. 93.

[15] Ibid., p. 89.

[16] Barthes, op. cit., p. 89,

[17] Racine, op. cit., p. 137.

[18] Ibid., p. 121.

[19] Ibid., p. 125.