Es lo Cotidiano

Viernes de Dolores

Yara Ortega

Viernes de Dolores

–No me rasguñes la espalda. –Y se dejó caer boca arriba, exhausto y jadeante.

Una mujer que sabe quién es, sabe a dónde corresponde. Yo ya sabía que ése no era mi lugar, ni él era el hombre adecuado. Pero el momento fue propicio. Y cómo no, si ya estaba más beodo que cuando lo conocí. El Médico; lo conocía todo el pueblo. Pero a mí nadie me recordaría al día siguiente. Porque entré como los ladrones, a oscuras y con precaución de que nadie viera mi rostro o figura. Y de cualquier manera, sería difícil, entre los puestos semifijos del zoco. Habíamos escuchado música de la época de la gran guerra, y de repente las chansons francesas y lieders alemanas fueron llenando de nostalgia el sitio, de por sí oscuro y deprimente. Había estado lloviendo, y en la carretera un accidente, con más de un muerto. Pero esa es ya otra historia.

La muerte se siente cuando anda cerca. Los perros le ladran cuando la ven pasar. Entonces el instinto de conservación pulsa una cuerda secreta y nos hace temer por nuestra propia trascendencia. No supo cómo, pero acabó bailando suavemente la música de acordeón y guitarra que había puesto en el tocadiscos mecánico, que al ir perdiendo la cuerda enlenteció el ritmo de la música, pero aceleró la respiración de un hombre que carecía de todo atractivo físico para mi gusto estándar. Pero no esa noche. 

–No me claves las uñas.

Nunca sabrá que igual que el cazador prepara su arma, igual afilé mis apéndices córneos, extensión del instinto de desolación que ambos experimentábamos, pero que durante años fuimos guardando hasta la hora exacta de la borrasca del desquite. Es fácil la castidad para quien vive lejos de la tentación. Y ambos, en nuestra eremítica atalaya, mirábamos la vida pasar, sin dejar de lamentarnos por los años que dejamos ir. Suspirando por la juventud que se va junto con los atributos de la belleza como se conoce. Pero esa ya es otra historia.

No sabía que fuera tan perverso. Descaradamente, preguntó si he pagado por sexo. Cínica, le dije la verdad: una mujer como yo no paga, ni por eso ni por nada que no consiga con una sonrisa. Claro está, él ignoraba aún la carcajada vertical que le esperaba. La ventaja de ser mujer es que se es dueña del cuerpo y se maneja la mente a placer. Una no tiene miedo de un mal desempeño que, la verdad, desconozco. Lo que mejor sé hacer no lo practico muy seguido. Lo que mejor hago es para paladares exigentes. Lo que menos hago es lo que más me gusta. Lo que nunca había hecho fue esa noche ser complaciente con otro, y complacerme en su placer.

–¿Sabes apretar? Inocente y sincera, le contesté que me aclarara qué quería; que tan sólo fuera valiente como para reconocerlo y pedírmelo, porque no estaba de humor para negarle nada a nadie. Se levantó de una cama que, aparte de su espalda desnuda, era lo único que brillaba a la luz de un relámpago. Destapó otra botella de vino tinto (que no acostumbraba, pues lo deprimía), encendió otra vela en la cocina, trajo agua para los dos y me empezó a besar en la cara primero, luego en la boca, donde se me hace un hoyito (caray, qué bien saben los labios de un nuevo amante... como a fresco, como a nuevo). Le dije: no seas obsceno. Es verdaderamente asqueroso el sexo sin un beso profundo, sentido, real. –Es que no sé besar. –Ahhhhhhhhh, qué flojera. Otro más a quién enseñarle la bendición de haber nacido hombre. Pero esa es ya otra historia.

No entiendo cómo un médico, experto en asuntos de reproducción, desconoce la mecánica del amor y su relación física. Bueno, es cierto que los últimos años no habíamos hecho otra cosa que escribir cartas ahogadas en Wagner, chianti, lluvia, Heidegger vs. Kierkgaard, Sócrates vs. Kant, pero sobre todo, Schoppenhauer vs. Kafka. Pero eso ya es otra historia, para el arcón de los delirios. El de la Esperanza estaba por ser abierto, y entonces entendí porqué me llaman "Pandora". Mejor dicho, empecé a entenderlo.

–Hagámoslo a mi manera –y le quité los zapatos. Lo hice reconocer con el arco de sus pies la curvatura de mis hombros, el trayecto de la espina dorsal. Cómo cambian las formas si cambiamos la manera de percibirlas. En la oscuridad se afinan los sentidos. Ya sin calcetines, paladeé el sabor de sus dedos, uno a uno, con el revés de la lengua, luego con el envés. Si se pierde el pudor al enseñar los pies, ya no hay nada qué esconder. Subí su pantalón y pude percibir con mi dedo meñique una piel que estaba erizada, aunque sin un solo vello. No considero muy masculino a un hombre lampiño, pero esa es ya otra historia.

Al llegar a la rodilla pensé en el patrono de mi pueblo, San Sebastián de las Porquerizas. Mi boca halló muchas cicatrices en la rótula y sin querer vino a la mente mi padre, que sólo vivía para que yo fuera lo que no pudo ser, y tuve la certeza de que él  nunca vio que lo que menos deseaba yo era ser científica, ni pasar el resto de mi vida en un laboratorio, sacrificando animales y siendo yo misma un animalillo más en el bioterio. Como le pasó al Doctor Kudhai... pero esa es ya otra triste historia.

No es fácil usar sólo los dientes para desatar un cinturón, pero ¡cómo se divierte una!

Luego salieron al aire las sogas de seda que llevaba yo atadas a la cintura, pero como en todo, cuando la utilidad es atacada por la creatividad, cualquier cosa se convierte en otra para la que no fue diseñada. Sus tobillos quedaron firmemente sujetos a la piecera de una antiquísima cama de latón, justo a la altura de los hombros. Descorrí las cortinas, y a la luz de otro relámpago pude ver su piel morena bajo la pernera del pantalón algo remangado. Bueno, no era tan moreno como... ah, esa sí que es... otra historia! Un cuerpo varonil y exquisito, salado y firme, como una roca junto al mar.

–Has besado a otra mujer? –No le respondí directamente sí o no. Lo de menos es mi experiencia en este momento. Opino que cada vez que se le hace el amor a otro ser (humano o no) debe ser como siempre, como la primera vez. Como la última. Como si fuera a durar para siempre. Y con las ganas como si nunca más se fuera a dar. Porque el darse es total, no a medias ni pensando en otro. ¡Concentrancia!, me ordené.

A horcajadas en su pecho (ay, creo que es la única vez que me he quejado de tener taaan largos los fémures), apoyé las manos a un costado de las orejas de mi hasta entonces amigo. Busqué como un sabueso el olor de sus ideas. Siempre me pregunté a qué olería un hombre tan inteligente. La respuesta: a pachulí y bergamota. Los apéndices auriculares eran tan delicados como los de una niña, igualmente desprovistos de masculinidad. Ah, pero el cuello, esa es ya otra historia.

Al bajar por la palpitante yugular se me hizo agua la boca: olía a sudor nuevo, a hombre en celo. Y decidí darle tiempo, porque lo que más se dilata es lo que más se espera. Lo que más se desea. Topé con unas pestañas bovinas, que pasé entre mis labios lentamente; no quiero mentir, pero saboreé la más deliciosa de las lágrimas en el cuenco de su ojo. Un diamante así sólo se engasta entre los dientes. Y entonces pensé trasmutar ese cristal líquido y convertirlo en un solitario para la solapa, donde pudiera exhibirlo a la vista de todos, pero deseché de inmediato la idea ante la premura de inhalar el vaho exhalado de una nariz patricia.

Un poco, sólo un poquito más abajo, un tenue bozo sobre el labio marcial. Decido mejor desabotonarle la camisa. Un pecho firme, como callejón oscuro y estrecho, esperaba por mis besos. Cuando se inventa, se mejora: cambien los dedos de las manos por dientes...

Ahora el ombligo estaba a mi merced. Hice un diminuto cáliz de él, para libar el licor que llevaba preparado: aguardiente de la sierra con un trozo de la raíz del amor y unas gotas de miel. Almacenado en la boca, le di el beso de la quinceañera, instilándole poco a poco por las comisuras la dulzura de la mezcla, decantada por si, mareadora ya de sí. Es maravilloso el poder de una mujer... si el hombre tiene las muñecas atadas a la cabecera. Y sus tetillas están inermes ante el ataque de los dientes ora frontales, ora caninos; luego el embate labiodental, como cuando se va a pronunciar su nombre. La lengua fue contando una a una las costillas: flotantes y fijas. Y descubrí que al no faltarle ninguna, no era yo su propiedad ni él mi pertenencia. Libre la conciencia del remordimiento, que llegó después del día siguiente; es ya otra historia.

Desde la inermitud de su posición en decúbito dorsal, apenas filtraba algo de luz la farola de la calle. Preguntó "de qué te ríes". Para no contestarle que de su idiocia lo volví a besar mordiendo sus dientes superiores, luego los inferiores. En el segundo que tardé en reposicionarme, suspirando fuerte, dijo "esto sí no me lo ha hecho nadie". Y lo que te falta, chiquito, nadie te lo hará en lo que resta de vida.

Finalmente, el algodón y seda con que cubría sus pudores cedió al filo de mis terminaciones dactilares. Palpitaba la vida, absolutamente autónoma a la razón. Lentamente uní mis concavidades a su extensión dimensional. Y entonces, recordé a Kegel. Sé que es de mal gusto traer otro nombre a la memoria, pero a veces esto duplica el placer de lo prohibido. Jugué con mi presa como el gato con el ratón hasta que al fin, aburrida de su pasividad, le liberé.

–Pídeme lo que quieras. El mundo, y será tuyo. –Ah, de nuevo, ahí va... qué flojera! –Mejor dime qué necesitas, y te lo proporcionaré con mucho gusto y más placer. Y cada vez que me complazcas tienes derecho a pedir algo más, lo que tú quieras, que realmente se te antoje. –Y empezó con requerimientos francamente ridículos por inútiles. –Quítate la ropa…

–Que no me rasguñes la espalda! –Realmente me impresionó el pobre... seis veces repitió su hazaña, algo realmente extraño en un Hércules, pero nada absurdo en un niñastro reprimido que en medio siglo ha guardado su tesoro mas grande, porque no ha sabido ninguna ser suficiente mujer como para arrancarle su secreto. Sólo su mejor amigo, una noche de peyote y mezcal... pero esa es otra historia que me platicó hace muchos, pero muchos años. Cuando aún éramos iguales. Jóvenes, inocentes, con la vida por delante. Sin historias atrás. No como ahora.

Cuando al fin amaneció, la espalda le sangraba como si hubiera sido flagelado. Usó el jabón de costumbre y dejó correr la colonia por el lacerado espinazo. Yo, realmente satisfecha como pocas veces, sólo me giré en el colchón antiguo que perdió su virginidad esa noche. Estaba enterada de que había sido comprado en una subasta pública de la capital tras un juicio de desahucio a unas venerables damas, cuya inocencia llegaba hasta el grado de no haber tenido ni siquiera hermanos o sobrinos. Y que recordaran, sólo el obispo les puso la mano encima el día de su confirmación... bueno, a la mayor hasta la santoleó. Pero sólo a ella; a las demás no.

"Exceso de piedad, mortal" era el cabezal de los diarios del Bajío.

Abajo, la nota decía: "Conocido médico de El Sabinal, destacado en círculos literarios e históricos, fallece a causa de shock hipovolémico, suscitado a dos cuadras de su consultorio cuando, debido a la intensa hemorragia causada por la autoflagelación tradicional en esta comarca con motivo del viernes de Dolores, abusó del uso del cilicio en sus prácticas piadosas. Le sobreviven esposa y dos hijos, Rocío, Leonardo y Alma. Descanse en paz el benefactor de hombres y animales". –"Y bestias", pensé con un tinte de agradecimiento volátil ante la vista de un hombre. Pero qué hombre, caray... Pero esa es ya otra historia.

Relamí los labios que ya palidecían. Ningún ser como yo pasa más de una semana en ayuno, y hoy es Luna Llena. A ver qué pasa.