Es lo Cotidiano

Arder

Nadia Villafuerte

Alguien siempre matará por ti, dijo él, después agregó: A veces pienso en algo que he hecho. No esto de lo que hemos hablado. Cualquier cosa. De hace años, de la semana pasada, de la infancia. Y es como si lo hubiera leído. Como una novela o una película.

Sea lo que sea, hiciste lo que pudiste, hiciste lo mejor, le respondí, y ese fue nuestro último encuentro. De repente, en un abrir y cerrar de ojos, lo vi desaparecer de la silla. Estábamos en el mismo bar donde tres semanas antes nos habíamos conocido, pero él se levantó y fue abriéndose paso entre el humo de cigarros. Parecía un fantasma que ganara nitidez y certeza mientras se ponía el sombrero antes de salir a la calle. Parecía un sacerdote inquieto por la idea de su inminente suicidio. O un criminal preocupado en hallar a medianoche un teléfono para hablar con su madre.

Parecía todas esas cosas juntas, Ulrich. Era madrugada cuando salí del Old Town y me detuve en la esquina. Pensé que debía esperar mi destino si es que algo como eso era posible; pensé, metiendo las manos en los bolsos del jeans, que mi vida había dado un giro súbito y que era posible que durante un buen lapso no lograse entender la naturaleza o el sentido exacto de ese vuelco. Luego una finísima luz horizontal se extendió en la penumbra, de modo que esperé el amanecer en la parada del bus. Me envolvió una melancolía que nada tenía que ver con Ulrich, ni con una ciudad en donde sucedían este tipo de coincidencias, sin que el sentimiento de pérdida fuera demasiado fuerte o demasiado grande como para hacernos torcer el rumbo.

De regreso, observé distinto el barrio. Ocurre de vez en cuando: lo cotidiano se vuelve extranjero, descubres otro cariz, más siniestro o menos común de las mismas cosas que has visto con rutina. Lo invisible en lo visible. Y hay un pequeño trastorno pero no puede advertirse porque lo normal es la regla de la carencia imaginaria: la enfermedad es la salud, etcétera.

No contaré nada importante. No explicaré las razones por las que una colombiana de nacimiento se halló de repente en otro país. Las cosas que ya hiciste, si ya las hiciste, para qué las enlistas, digo yo, que nunca he sido una persona afectiva y tampoco creo poseer la típica frialdad de los ejecutores.

 Cuando conocí a Ulrich yo tenía un año trabajando en Shanghai. Pronto me hallé compartiendo departamento con dos hombres. Alam, de Bangladesh, era instructor de gimnasio, Belmut, el griego, pasaba doce horas en una maquila de relojes. Se debe estar loco para hacer laburo en una enfermiza casa de relojes, relojes como piedras cayendo en tu cuerpo y sepultándote, eso le espetaba a Belmut y Belmut sólo reía, nunca supe si aquella risa era una forma sutil de ignorarme. Tengo empleo, repetía con la voz juguetona de un maniático, y se iba repitiendo la frase hasta cerrar la puerta de su habitación. Hablábamos los tres en un inglés trufado y en no pocas ocasiones, cuando nos llegaba la histeria sin motivo, soltábamos palabras en nuestros respectivos idiomas. Después las palabras se desvanecían dejando su eco triste. El departamento poseía la atmósfera sucia e íntima de los moteles y yo, que siempre he pretendido evadir las emociones, compraba objetos como quien busca dibujar un arroyo cristalino en el muro para sentirse menos incómoda con lo que tiene. Me irritaba, claro, por eso después del laburo me iba a caminar para volver rendida y echarme a dormir, aunque después me levantase llena de terror pues me venía la imagen de un hombre que, en una ocasión, al cumplir cincuenta años, no quiso levantarse más pues supuso que ya era viejo y debía esperar su muerte.

Una noche, después de mis horas como pedicurista en el salón de belleza, entré a un bar del Old Town. Estaba en el último piso, no sé ahora, de manera que podía apreciarse el brillo maligno del río, su corriente encendida por los resplandores eléctricos de la calle. Se veían muy cerca las luces, los espectaculares, el mundo estallar como un juego pirotécnico a través de las enormes pantallas. A mí sólo me hacía sentir más sola, más perdida, pero no por eso rechazaba la posibilidad de ser feliz.

Recuerdo que pedí una cerveza y me quité las zapatillas y me sentí incómoda por el decorado del sitio: ¿qué se creía el dueño como para poner figuras humanas en relieve: un payaso con la boca sangrante, una mujer con la boca abierta por una hoja Gillette, los tatuajes de un busto griego?

Me interrumpió una voz. La habría ignorado pero dijo: Detestas a los sufrientes y solitarios y por eso te desagradan las paredes. Cuando volteé a verlo, supe que no se trataba de un hombre que correspondiera a la voz misteriosa, él no era enigmático sino más bien común y eso era más temible todavía. Al principio dejé que él hablara: la historia, su historia, o lo que inventó para que esa noche hubiera una historia de por medio, un itinerario, tenía qué ver con telenovelas egipcias, dobles en películas, pisos turcos, atardeceres rasantes en Estambul, violinistas argelinos. Cuando por fin calló, me eché a reír. ¿Qué le pasa?, inquirió un poco molesto. No lo tome a mal, le dije. Es que usted suena muy cosmopolita y recordé la mala copia de un dvd que estaba muy mal traducido y era una escena muy dramática, de cuando el hijo descubre que su madre de sesenta años trabaja pajeando en un club XXX del Soho, masturbando a los clientes en esas máquinas tragamonedas, y todo porque el nieto, el hijo del hijo, va a morir si no consiguen dinero para trasladarlo a Melbourne… ¿Usted conoce Australia? Soltó un «Sí» seco. Claro, usted tiene cara de conocer muchas cosas, concluí pero luego volví a hablar. ¿Se ha dado cuenta de que en todos los argumentos de las películas hay sexo? Sexo, sexo, sexo. O las mujeres del mundo son putas, o son vírgenes… ¿Qué pasó con las reinas y las princesas, con las evangelistas y las monjas, con las amas de casa como yo? Las mediocres, las que resistimos el acoso de la soledad y el malestar de la culpa. Las que podemos ser amadas y respetadas aunque no lo hayamos pedido porque nos tiene sin cuidado el amor y el respeto, avaras para dar y recibir pero perfectamente convencidas de que más vale mantenernos lejos. Esas que obtenemos trabajos mediocres, escribimos cartas, resistimos a cuerpo limpio el cerco de la soledad y el desasosiego de la culpa. O las otras, caramba, mujeres cuyos maridos las aman y les tienen respeto aunque ellas no estén interesadas en el respeto ni en el amor de sus maridos, y son mezquinas pero con perfecta convicción, con una distancia estoica que es la misma que a veces dedican a sus hijos. ¿Usted se ha topado con las que cuidan a sus esposos o a sus padres enfermos, cumpliendo antiguas deudas de cariño y a la vez sintiéndose molestas, deseando huir sin lograrlo? ¿Mujeres que contestan a la agresividad con comprensión, y al cinismo con dulzura? Ah, el misterio en la vida de Latinoamérica, respondió él, arrogante, sobrado de razones para advertir mi acento, aunque ya notaba en su voz una pena honda, el resuello de un animal que había llegado al bar como quien se arrastra a la orilla para alejarse del sitio donde lo hirieron. Además, se ve que usted no ha viajado mucho, dijo él, y me delató el rubor en las mejillas.

Algo cambió a partir de esa noche, algo se estableció como peste entre el desconocido y yo. Un vínculo, una complicidad, el horror de permanecer conversando mientras las efigies del decorado nos veían: el payaso, la navaja, el busto de yeso.

Me llamo Ulrich, dijo, pero pudo haber dicho cualquier nombre pues supe desde ese momento que mentía, que su nostalgia estaba más allá de su rostro anodino, de su nombre, incluso del pequeño o gran misterio que traía bajo el saco. Me llamo Rex, le respondí, en un acto impulsivo, asertiva como nunca, como si en verdad fuera Rex y repitiera el verso «del recuerdo que no quiere que lo olvide/del recuerdo que no olvida lo que quiero». Tampoco él me creyó, pero esa noche lo que sobraba era la farsa. La farsa de permanecer despiertos bajo aquella luz amarilla. La farsa de quitarnos el velo y observar desde el décimo piso cómo la ciudad jamás se atrevería a arder porque uno no arde lo suficiente, no ponemos toda la carne en el asador como se debiera, de repente el miedo se convierte en la pequeña fisura y un pequeño miedo sostiene lo que por naturaleza tendría que caerse a puños.

Preguntó si conocía a Marvin Gaye pero moví la cabeza en señal de que no. Preguntó si sabía dónde quedaba Calcuta y le dije que ignorante no era, que, de hecho, me gustaban los libros. Le pregunté en cambio si sabía cuántos muertos podían acomodarse en la carretera de Medellín a Bogotá y soltó una risa demente. De Medellín a Bogotá, agregó, sólo hay una nostalgia que se disipa, un disparo limpio y hermoso pero siempre lejano. ¿Conoce?, dije sin reprimir mi espíritu provinciano. He estado en todas partes, y todos los lugares son un túnel, pasadizos que conducen a otros, en un laberinto subterráneo sin salida…

Me pareció un bufón. Salimos del bar caminando en direcciones contrarias: cuando crucé la esquina y volteé, él ya no estaba, sólo se suspendía la niebla en medio de la noche.

Volví a los veinte minutos, ansiosa. Yo, que nunca había sido impresionable por nada, volví movida por el morbo. Ni siquiera me sorprendió hallarlo, casi diría que lo esperaba. Señora Rex, saludó. Y no pude negarme a sentir cierta molestia. Qué tal, señor Ulrich, dije, y me senté al lado del hombre. Pidió que me quitara las botas. Tengo frío, respondí. ¿Ve? Las personas que no se descalzan no viajan. Tampoco retienen palabras que bien podrían darles consuelo. ¿Como las de ahora? Como las de ahora, dijo. Vea, Ulrich, usted es un parlanchín arrogante. Y usted, señora Rex, una aburrida que no se atrevería a matar… ¿Ha matado? Nunca. ¿Y le gustaría hacerlo? Desde luego que no. ¿Y por qué razones lo haría… por dinero, por necesidad, por amor, por revancha? Esta conversación me parece estúpida… ¿Y entonces por qué ha vuelto? Sonreí. Sonreí maliciosamente. ¿Me está coqueteando? No. Yo creo que sí, dijo Ulrich. Sentí que el licor me había subido al cerebro y pregunté, con la lengua un poco suelta, si él lo había hecho, si no era muy rápido como para hacernos confesiones de ese tipo. No son confesiones, señora Rex, o si me permites, Rex. Pero no dijo ni sí, ni no. ¿Qué si lo hiciera?, pregunté. Ah… Cuando lo hagas, sentirás miedo al principio y te quedarás aterida en un rincón por varias noches, mirando cómo se mancha de negro la tarde y sintiendo que el teléfono suena aunque no suene y que la puerta se abre aunque no se abra y que allá abajo o bajo tus pies se extiende una pesadilla que tú no soñaste pero late pese a tu voluntad y luego no importa porque has cumplido con la misión de expresarte libremente así los demás se muerdan las uñas, y es que matar es sólo una elección de tu dolor sobre el dolor del otro, de tu paz sobre la paz de otro… Pasada la tormenta sólo sentirás un sosiego y una ansiedad como la de cuando quieres largarte al mar para echarte al sol y abrir y cerrar el hocico exclamando que nunca habías sido más feliz y quieres pisar la arena y enterrarte en la arena y dejarte limpiar por la espuma, porque eres inocente. Más o menos lo que pensaste ayer… ¿Y tú no has conocido a hombres que ocultan sus pasiones debajo de una máscara afable, y que de pronto, de súbito, hacen algo que los perturba pero no pueden arrepentirse porque saben que habría sido imposible actuar de otra manera? ¿No te has topado con hombres que guardan sus sentimientos y sus pasiones para sí, debajo de una superficie apacible, y de pronto una mañana se atreven a hacer algo que les provoca remordimientos pero de lo que no se arrepienten porque saben que no podrían haber actuado de otra manera? La vida es un millón de piezas separadas que no encajan y, si lo hacen, procura tener el estómago duro para soportarlo.

Lo único que pensé al oír de ese modo a Ulrich fue: ¿qué sentirán las personas cada que recuerdan un asunto que no los deja respirar? Pagué y me fui lo más pronto que pude.

Belmut y Alam. Ahí estaban, en sus habitaciones, caminando sobre el círculo de sus equívocos y frustraciones, iguales a mí pero menos preocupados, más fuera de sí mismos. O eso creía. Quizá a ellos les ocurría también eso de conocer individuos excéntricos, perdedores radicales en cuyas almas se acumula la basura de los que se mueven alrededor suyo, pero una buena noche estallan y una buena noche, una mujer como yo, por ejemplo, abre las llaves de sus corazones oxidados, corazones de donde sale una soledad putrefacta capaz de inundar las cercanías, como una alcantarilla que se abre y borbotea sin parar. Alam y Belmut, ahí estaban sin saber que hay seres que se te aparecen como ángeles para rondar tus noches, para acariciar la falsedad de tus horas y ensanchar tu existencia en la medida en que la destruyen, enriquecerla mientras minan poco a poco tu cuerpo que languidece para convertirse en el eco perpetuo de un temblor. Quizá alguien está esperando en una esquina para vernos estallar a nosotros, de eso se trata todo.

Pensé que no iba a encontrarlo en la tercera noche. Sin embargo, Ulrich permanecía sentado en la barra del bar como si hubiera estado ahí durante siglos, como si hubiera esperado a que yo y no otra, entrase.

No temas, dijo. Yo sólo he matado a Reni Santoni porque fui extra en una película. No sabes quién es Reni Santoni y no tendrías por qué saberlo. Le dije que claro que sabía de Santoni y lo recordaba en una película con Sean Penn y que eso qué más daba. Mejor háblame de ti, pidió. Habla, señora Rex, señora de los ojos verdes que me recuerdan la quietud de un lago encendido, habla con tu boca roja como pájaro en medio de una tumba, eso dijo, no lo pronunció así pero mencionó pájaros y tumbas y lagos y también insinuó algo esa noche sobre cortinas transparentes meciéndose con el roce de una caída, algo sobre un balcón altísimo, y fue entonces cuando se puso a hablar de su hijo y de por qué había citado a Marvin Gaye, un músico negro asesinado por su padre, y de por qué uno se marchaba súbitamente y era imposible no sentir la tristeza de quien se aleja mientras afuera seguía la lluvia, mientras la prensa llegaba al buzón, mientras el directorio telefónico y su descomunal sentido de anonimato permanecían inservibles en el buró, pues para qué sus números de emergencia, los servicios de ambulancia.

Fui al retrete y vomité, vomité hasta sentirme ligera. ¿Y a mí qué diablos me importaba la historia de un hombre repentino? ¿De dónde diablos había salido Ulrich? Hay gente que necesita palabras para vivir, para convulsionar su espíritu seco como desierto, palabras como aire, palabras como pétalos que caen en un barranco, eso supuse.

Oiga, yo ardo pero con frecuencia mantengo la boca cerrada, no le cuento a la gente lo que no le incumbe, eso iba a gritarle a Ulrich, pero al regresar a la barra me pareció ver más sombras deslizándose en el bar. La mancha humana se movía y el sonido de sus voces hizo que mi reclamo se perdiera. ¿De qué hablas?, preguntó el hombre, que ya no era Ulrich ni un desconocido, y en ese momento semejaba más una marioneta sacudida desde el techo. Por un momento tuve la impresión de que todo era una broma, que todo volvía a ser igual, que yo era una pedicurista y una colombiana, que simplemente era alguien que había sido y seguía siendo sin ningún testigo a la distancia. Nadie había cortado cartucho como creí, cortar cartucho, ese grito universal que indica lo que ya sucedió y nos tomó desprevenidos, el brillo de la pólvora tomando por sorpresa el aire.

Recordé a mi abuela. Debe de ser terrible esa amputación del sonido del mundo, me dije pensando en quien quedó sorda por una granada caída en su patio, a la abuela que me daba libros como quien entrega pequeñas dádivas a una indigente, y luego seguía leyendo los suyos sin escuchar mis pasos sobre la duela, sin escuchar ya nada, reconstruyendo en su mente el sonido de los vagones, el bramido de miles de judíos rumbo al matadero.

Me dejé caer en la silla. Mira aquella chica, ordenó Ulrich. Pero a mí de pronto me dio mucho sueño. Caí en la cuenta de que haberme arrojado a una ciudad vertiginosa como esa, me había dado poca energía para pensar en el montón de cosas de las que no quería hablar. De hacerlo, pensé, sería igual que Ulrich: mi historia, desprovista de emoción o intensidad, significaría algo para él, o para quien quisiera jalar el hilo. Llamarme Yekaterina porque mi padre fue devoto de los rusos, explicarme por qué había terminado de pedicurista en Shanghai, ver la inmensa cicatriz en el cráneo frente al espejo, indagar qué había bajo esa boca sin gritar, qué debajo del miedo a dormir demasiado, a eludir mis conversaciones con Belmut y Alam, tal vez dos esculturas frágiles y en el fondo dos silencios enraizados, iguales a mí y a Ulrich, iguales a un montón de gente.

Había una chica, cierto, y esta se paró rumbo al baño y Ulrich miró a la vieja acompañante de la chica y yo miré al viejo y después a Ulrich y me sentí más lejos de casa que de costumbre, no sólo de Bogotá ni de las fotos familiares sino de Alam y Belmut y de las campanas chinas colgadas en el comedor, que emitían un murmullo de cristales. Más lejos de cuanto puede estar un sordo del oleaje y el mar rompiéndose en el acantilado. Y si recuerdo eso fue porque luego de la última noche de ver a Ulrich, cuando regresé para buscarlo sin hallarlo más, me la topé otra vez, quiero decir. Nos encontramos, ella y yo, en el retrete, y a través de ella me vino la voz de Ulrich, pues esa noche habló, Ulrich, de un militar que tenía una prótesis de plástico como sustituto de una mano, y fue en ese instante que comprendí el por qué… Pero nada de eso tenía importancia, salvo porque quizá para mí fue un símbolo… De lo que no buscas y encuentras y después pierdes y miras como una ausencia. Nos consideramos a nosotros mismos fuertes, sólidos y sofisticados, pero de repente nos falta algo y todo se colapsa. Así pasó esa noche.

El tercer y último encuentro en el Old Town, Ulrich lloró. No hubo más pistas ni claves o señales de un asunto que nunca me quedó claro o del que intuí lo que quise. Hablamos y hablamos, tuve la impresión de que las horas de aquellas tres noches en realidad habían sido túneles, los túneles de los que hablaba Ulrich, máquinas oscuras a donde caíamos sin querer y de las que salimos para percatarnos de que las cosas siguen siendo las mismas aunque un poco más deslavadas, como si el mundo se hubiera gastado en ese breve parpadeo y se extendiera un poco más triste que de costumbre.

¿Y cómo se acomodaron las anécdotas relatadas por Ulrich en un lapso tan breve? Citó nombres, muchos difíciles de pronunciar y completamente olvidables. Parecía uno de esos desarraigados que se alimentan del extravío para olvidar el momento que los hace virar abruptamente y sin escapatoria: ya no correr sino esconderse en una esquina o caminar en sentido contrario. Dijo que según su experiencia, tras la puerilidad de las telenovelas quizá había mensajes que no queríamos entender. Relató con simpleza sus noches de velador oyendo programas extranjeros en una radio portátil. Se refirió a un cuartucho en Turquía, un edificio con muchos más cuartos desde los cuales salían a veces murmullos o gritos en un matiz que daba pie a la duda y la vacilación. Habló de un violinista argelino que conoció en Trípoli, quien se le acercó para decirle al oído que bajo el puente donde estaban había un mapa antiguo enterrado. Entonces me dio una moneda, dijo Ulrich, una moneda sin relieves en ninguna de las dos caras. Y fue aquí cuando Ulrich lloró, lo cual fue breve y hasta amable y justo por ello incómodo pues fue inevitable la evidencia de la culpa. Culpa de qué, no lo sabría, me quedó claro, sólo dijo: Fue un accidente. Me estremecí al pensar en la inmediatez de lo ocultado por Ulrich: que los hechos estuviesen ocurriendo aún, que Ulrich en realidad hubiera entrado al bar para refugiarse porque ya no era posible huir, que quizá mientras yo volvía de nuevo a casa, Ulrich había decidido pararse en mitad de la carretera para despedirse mientras se marchaba a otro país, pero esperando cómo la tarde comenzaba a mancharse, cómo un teléfono invisible sonaba ya, a sus espaldas, cómo una puerta inexistente se abría y cómo él debía comenzar a dar explicaciones. Marvin Gaye, el padre que mató a su hijo, el balcón, la caída, el charco de sangre negra que inundaba su cabeza y reflejaba tal vez el cielo, eso que imaginé en una historia detrás de otra, lo visible en lo invisible, palabras que ardían en mitad de la noche.

¿Te das cuenta de lo mucho que nos gusta lo tremendo? Si no me hubiera acercado con violencia, tal vez no habría llamado tu atención. Siempre es así. Los trenes nos atraen sólo cuando chocan o destrozan el cuerpo de un suicida, parece que sólo podemos explicarnos mediante el desastre. Pero también suceden cosas cuando un tren permanece en su lugar, incluso cuando llega con monotonía a su destino. Esto lo acabo de leer, no sé dónde… Y si piensas que no serías capaz de hacerlo, no te preocupes, alguien siempre matará por ti.

Ulrich vaciló por un momento.

A veces pienso en lo que he hecho, dijo. No esto de lo que hemos hablado. Cualquier cosa. De hace años, de la semana pasada, de la infancia. Y es como si lo hubiera leído. Como una novela o una película.

Sea lo que sea, hiciste lo que pudiste, hiciste lo mejor, respondí. Después se quedó callado y siguió observando a la chica frente a nosotros. Me gustaría un mundo sin ruidos, le dije, pero ciertamente Ulrich ya no me escuchaba, como no me oía la abuela, ni la manca de bar que parecía idiota observando a su acompañante, ni a esta viendo a la manca como recriminándole alguna cuestión.

No es sino el comienzo, lo importante ya se ha ido, pensé, mientras me acuclillaba en la parada del bus. Ulrich comenzó a desvanecerse igual a la neblina fría. Por un momento tuve la impresión de que regresábamos a la noche previa que nos había arrojado al bar, antes de que fuera demasiado tarde, antes de descubrir que en ese sitio la vida nos esperaba con el trazo de un dibujo sombrío, un dibujo en el que permanecía oculto nuestro tedio y un posible crimen, el brillo de dos miradas que se cruzan, penetrando la grieta. Por un momento, cuando llegué al barrio, creí ver a Ulrich, su figura anodina iluminada por los faros de un coche fantasma. 

Nadia Villafuerte (Chiapas, 1978) Autora de Barcos en Houston (Conaculta-Chiapas, 2005), Presidente, por favor (colección de narrativa negra, Edaf, España 2005), ¿Te gusta el látex, cielo? (FETA, 2008), y Por el lado salvaje (Ediciones B, 2011). Ha sido becaria del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes y de la Fundación para las Letras Mexicanas.