Es lo Cotidiano

¿Qué cuento?

Inkíngari Daniel Ayala Bertoglio

¿Qué cuento?

Contar historias, por placer, para preservar las costumbres de ciertos pueblos, para establecer el punto de origen de alguna civilización; narrar la vida, la propia, la de los otros, la posible; transformarse, en animal, en objeto inanimado, en un ser de otro mundo; imaginar lo que uno nunca podrá ser o rescatar un instante de la experiencia vital… Estas son quizá algunas de las razones que animan al narrador en su tarea.

El cuento es un género tan antiguo o tan moderno como se quiera. Como sucede con las formas literarias de gran calado, la infinita variedad que comprende el cuento parte de la apropiación que los escritores han hecho de él a través de los siglos y de las posibilidades mismas que éste encierra. Quizá se podría comenzar enunciando los primeros pasos del género, sin embargo, resulta esclarecedor entenderlo a partir de lo que, en la actualidad, entendemos como esta forma de escritura.

Fue Edgar Allan Poe quien, a mediados del siglo XIX, propusiera una de las más conocidas características del cuento y que, en gran medida, sigue vigente hasta nuestros días: la unidad de impresión. En su ensayo sobre la obra cuentística de Nathaniel Hawthorne, Poe afirmaba que, después del poema, el cuento es la composición artística que más ventajas ofrece al escritor justamente porque su brevedad obliga a que las palabras adquieran un tono mucho más preciso y, a la vez, tengan más multiplicidad de sentidos.

Atendiendo a ello, se diría que la sustancia de un cuento es inversamente proporcional a su extensión; no obstante, es bien sabido que el criterio cuantitativo, al momento de valorar tal o cual forma artística, ha resultado francamente infructuoso, un análisis más profundo es quizá lo que Poe tenía en mente cuando escribió:

En tiempos venideros el buen sentido insistirá probablemente en medir más la obra de arte por la finalidad que llena, por la impresión que provoca, antes que por el tiempo que le llevó llenar la finalidad o por la extensión del “sostenido esfuerzo” necesario para producir la impresión.

Es cierto pero, ¿qué es lo que provoca esa buscada impresión? Si pensamos en términos de definición de un género literario, nos encontraremos, por ejemplo, que la novela comparte un sinfín de recursos con el cuento, esto obviamente se debe a que ambas formas parten de un origen común, de la narrativa, y ésta a su vez de lo que Goethe llamaba “Formas naturales”, es decir, épica y lírica y drama (la que narra, la “inflamada por el entusiasmo” y la que actúa mediante personajes).

Pues bien, estamos en la que narra —además que narra brevemente— y que busca una determinada impresión; la idea de impresión nos remite a un acto inmediato, similar a estampar un sello, similar a un golpe de Knock-out diría Cortázar; en ese sentido, el papel fundamental lo tiene quien recibe el golpe, el lector; como resumía bien Chéjov: “cuando escribo, confío plenamente en que el lector añadirá por su cuenta los elementos subjetivos que faltan al cuento”.

Antaño —y en muchos casos todavía ahora—, el cuentista debía buscar despertar la sorpresa en el lector, debía atraparlo desde las primeras líneas, mantenerlo a la expectativa y alerta ante el inminente impacto; su distancia con la novela radicaba justamente ahí, en la concentración de recursos narrativos que ésta dosificaba y con los cuales se regodeaba.

Pero ahora ya estamos lejos de estas distinciones, las novelas y los cuentos ya no se dejan reducir a dos o tres simples caracterizaciones, sus diferencias son ahora cruces como por ejemplo en la ya bastante entrada en años nouvelle francesa; por otro lado, tenemos la radicalización de la brevedad en lo que se ha llamado —a falta de un nombre mejor— minificción, o aquellos cuento-ensayos o ensayo-cuentos que nos enseñara Borges, y la lista sigue y sigue.

Y sin embargo seguimos teniendo grandes cuentos y novelas—por decirlo de una manera trillada— clásicos representativos. Pienso, por ejemplo, en Los premios (1960) y La autopista del sur (1966) de Julio Cortázar; en mi opinión, ambas obras son formas distintas —una novela, la otra, cuento— de relatar una situación muy similar: un grupo de personas que se enfrenta a una situación insospechada y en la cual salen a flote las debilidades y fortalezas de cada una de ellas. (Ofrezco una disculpa por lo escueto del comentario, pero no arruinaré el placer de sacar conclusiones propias a quienes no hayan leído estas obras.)

Como se ha visto en estos breves y dispersos apuntes —y como han advertido los teóricos que atienden al problema de los géneros literarios—, es muy poco probable sacar conclusiones que puedan ser más o menos convincentes para decir qué es un cuento; lo que sí se puede afirmar es que hay una cierta intuición y que ésta —si bien no dejará de ser sólo eso— únicamente puede ensanchar sus límites con el conocimiento de más y más obras, con la lectura…

Inkíngari Daniel Ayala Bertoglio licenciado en Letras españolas por la Universidad de Guanajuato y maestro en Literatura hispanoamericana por la misma universidad; actualmente, estudios de doctorado en literatura hispánica en el Colegio de San Luis. Intereses principales: ensayo y géneros literarios. Publicaciones en diversos medios nacionales académicos y de divulgación.