miércoles. 24.04.2024
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Pacto entre caballeros

Ricardo García

Pacto entre caballeros

Tras la ventana de la bolsa de hule, los destellos duros aplanan los ramalazos de Kalimán. Separa las manos, aleja la bolsa de cemento y asoma un rostro torneado por la sensación hueca del chemo. Lo hace ladrar, morder, chillar. Metralla de ciudad caída del cielo redoma sus instintos de venganza. Inhala. Un esporádico dolor apenas lo hace gemir. Cierra los ojos, y de vuelta en la realidad, se deja ir hasta un vapor húmedo, a la deriva, donde se enreda con las sombras de sus sueños plásticos; allí, en esa pantalla de hule,  ve trasfigurarse a su hija muerta con los cadáveres de todos los días, de todas las calles. La megalomanía lo confunde en el bisne que trabó de hacerse invencible. Un tropel de imágenes enfermas caen hacia dentro del cuerpo y se dispersan antes de ver la luz discursiva de la tarde. Sólo queda una, la de un perfume hediondo recordándole del pacto con su Demonio de la guarda. Inhala.

            Penetrando las negruras de la invención, entre las calles asoladas y los callejones de la mente, oye la mezcla de sus latidos con los pasos agigantados del demonio. Viene hacia él. Lo mide. Lo tantea. Siembra el pánico como en la mirada del boxeador desde la otra esquina; en su imperio, arrastra los pies sobre la banqueta llena de vidrios del último auto robado y la pared con carteles del circo. Lo observa. Llega con una lasitud fría y malhechora. 

            Kalimán, ataviado con una playera de los Pumas y los largos pantalones de obrero, espera contrayendo los músculos hasta que las alas lo cobijan con la sombra. Llega a su lado. Es como si el titiritero jalara todos los hilos que lo sostienen en pie. El Ángel toca el hombro haciéndose presente. La cara altiva, con labios carcomidos, lanza un aliento pestilente exhibiendo una sensación clonada, hecha una y mil veces de la misma manera. Alguna palabra salta desde el plumaje y en el mismo momento renuncia a su significado. Su nariz parece husmearlo. No es el borracho hablando desde su vómito, sino la cuenta regresiva que se tiene que saldar.

Luque, viejo gandaya de varias batallas, recorre el pavimento con una lenta convicción para levantarlo de la mierda, cuando despierta de un largo sopor alcohólico.  Con una mano martillea el vaso de vino aludiendo a viejos tiempos y bebe un trago. En el rechazo de todo lo que son, piensan y dicen sus camaradas de parranda, trata de solidarizarse en el trance de hace unas horas donde parece morirse Kalimám. Luque no inhala. Es un viejo bebedor al que le bastan unos cigarros y mucho alcohol. Muerde incluso la mano que le da de morir, porque no se ha perdido hace algunos días en delirios de borracho. Al intentar cruzar la calle para auxiliar a Kalimán, prueba que tiene un lanzallamas en el corazón, y si algo quiere es que ese muchacho viva. Agita las manos para que Kalimán responda. Cree que su movimiento se advertirá como real y no una divagación del chemo. No responde, sigue a los pies de una cortina de hierro. Piensa que ya murió. Demasiada jalea industrial inducida por sus fosas nasales. Sus ojos son dos mitades de naranja que miran a Kalimán como un hijo, más que como un amigo. Un automóvil pasa y detiene su carrera.

            En el zaguán, la tamalera lo echa con la escoba. Calles famélicas quedan varadas en la playa de sus ojos, sin tiempo, sin cronología. Todo puede ocurrir, desde un presente que agoniza. Todo puede ser un dardo envenenado. Allí está, lo comprueba. El Demonio de la guarda vaporizándose con el chemo, la basura y las moscas. Inhala.         

            Un motor ronca parejo, se detiene y el viento parece arreciar contra la inmundicia. Pasos. Mira unas pintas callejeras, calibra la mala suerte, el día a día. Las moscas conducen cada movimiento. Escoltan. Zumban. Y en cada chasquido de alas endurecen la condena de asirse al cuerpo. Su cara tiesa evita girar hasta el hombro. Descubrir el rostro que exhala esa peste. Otra vez él. A decirle esas cosas de las que a veces tiene remordimientos. “Pobre viejita, tan jorobada que tuve que patearle la espinilla para que soltara la bolsa. Nomás rosarios, santitos, vírgenes, oraciones. Una putada”.

            Luque se queda pasmado. El corazón comienza a latir más despacio cuando mira de pie a Kalimán, estirando las piernas, tomando aire que le reconforta y lo alivia de manera pasajera. Ve unas imágenes enfermas que le reclaman ir con ese niño con cuerpo de gigante. Pero de manera absurda siente que Kalimán está acompañado. Lo mira hablar con nadie y unas palabras explotan en el viento, prueba de que expulsa a los demonios del silencio y reacciona. Luque se sienta en una banca a esperar la caída de la tarde.

            Espera un descuido de esa presencia para mirarla de perfil. Nada de verle a esas cavidades oscuras donde parece que tiene los ojos. Kalimán sabe que así, con las pupilas inyectadas,  lo convence, sosteniendo un reto ocular inútil. Arrodillado, apunta todos los sentidos al chemo, invocando a sus vapores milagrosos otra imagen, quizá la de su hija donde la recrea en vida, donde le habla para no creerla muerta. Siente una bofetada. Aprieta los dientes porque sabe que va a venir otra vez; un golpe, luego el jalón de cabellos que lo arrastrará hasta la esquina de enfrente. Las moscas siguen revoloteando. Siempre ha pensado que el demonio llega en forma de una mosca para dar el salto a una forma humana.

            El rostro sólo espera. Otro jalón para llenarse de valor. Babea. Las moscas. La peste llenándolo todo. Es como si una bola de pelos rodara esófago abajo. Imágenes desoladas, rencorosas, lo convierten en el esclavo de un pacto con el demonio realizado en uno de sus viajes al centro de la mierda. Entre las neuronas todavía naufraga un nombre sobre las aguas de una memoria imaginada. El extraño mundo de Kalimán. Lo único que puede rescatar del siniestro.

            Kalimán. Las moscas pican. Se juntan en un escuadrón sobre la cabeza, dan dos giros y arremeten en vuelo vertical hasta esparcirse por su cuerpo, a picar los andrajos, el sudor aferrado en la tela,  la mierda de la madrugada. Algunas reagrupadas vuelven a hacer la formación, otras se rezagan en los pliegues frotando las patas delanteras; otras se reproducen una y otra vez. Ninguna baja a pesar de los torpes manotazos.

            De la bolsa escapa una alfaguara cristalina. Quiere pensar que no piensa. Y dale que dale. Aprieta el plástico para envalentonarse, para mirar a su acompañante y negarse definitivamente. Sus fosas nasales dominadas por la ambición, la glotonería, invitan esos vapores a una constante elevación del olvido. Lo interrumpe bruscamente. De pie, asestando pavor a las moscas, recibe el segundo manotazo en la cara. Esta allí. Una silueta humana pisando una ensenada de fango. Otro motor distraído pasa en segundo plano, mientras desciende la bolsa del chemo hasta la altura de la ingle. Obedece mientras orina de manera inadvertida el pantalón y siente el cosquilleó caliente del líquido para convencerse de esa estampa rutinaria. El demonio de la guarda, erguido le toma de los cabellos y lo arrastra hasta la esquina. La cara abierta, talada como un Ángel barroco, alcanza la gravedad de la locura.

            Siente el vértigo, el mareo que le sigue al vuelo, a despegar hasta las nubes. Nunca vomita. No quiere rememorar para no entender por qué esta allí. Pero un instante se queda prendado a las paredes de la mente. La voz de su hija, recorriendo la tierra como un relámpago llega en una cascada que fluye por las venas. Lejana, repiqueteando en sus sentidos mermados, oye su propio grito como si eso le devolviera la vida. Mientras toma el cuerpo desecho de la pequeña para detenerle la última bocanada de vida que se va en una bola de estambre escalera abajo.

            Pensadas con el estómago y disueltas con la espiral de las neuronas ofreció los últimos días al demonio, ese que lo guarda de todo mal. Kalimán decidió que, a cambio su alma devaluada, futbolera, rancia, de televisor de catorce pulgadas y procesiones de santitos, vengaría en cada muerto, en cada olor de vidas putrefactas, el dolor de su hija. El pequeño cráneo de Kalimán sintió el vacío al volcarse a los sueños plásticos, esos donde, luego de cada lucha, de cada golpe en el rostro de los contrincantes, de cada mancha de sangre en su ropa tendría un extenso menú de imágenes de la pequeña niña antes de morir, que recorrían, de este a oeste, las aguas de su memoria. Peleaba.

            Naufragar en un mar eterno, donde las nubes cenestésicas compensaban la cruda de matar a los cristianos, a los retadores del pacto, eran ofrendas, hosannas para el demonio de la guarda. Cada víctima era considerada un abono a cuenta. “De aquí hasta que le gane a la muerte y pueda estar con mi niña”. Comenzó con el escuadrón mortal, dándole a los faroles de alcohol con escuer, pero los venció. No hubo sobrevivientes y la puta muerte nunca llegó por él. Siguió el chemo. “Eso si que es una disciplina.” Y a chingarle. Sus hombros cargaban el peso de todas las muertes de la ciudad; triunfaba para recobrar a su hija, sintiéndola derretida por la tráquea. Entraba y salía de tumbas, de féretros, de velorios para buscar la suya. Bebió.

            En su cerebro desmantelado arma el rompecabezas que llega desde los ojos. La silueta, las órdenes, esa maroma donde estira la espina dorsal para edificarse en la banqueta. El único respiradero es la grieta abierta entre las manos. El pelo embarrado de cemento. La boca entumecida, sin fuerza para cerrarse de una vez; cuelga mientras un aliento de recuerdos lo hace detener la cabeza sobre la pared. No puede llorar, el chemo lo seca todo.

            Los cabellos izándose como una enredadera, de uno a uno ponen en alerta la pelea que se avecina, del próximo reto con la muerte. Tuvo una jaqueca en el parietal que desbarató inhalando aire fresco. Reunida la banda de malvivientes que organiza esas masacres se forma una orquesta en constante afinación; los murmullos van elevándose cuando Kalimán mueve el cuerpo, a la expectativa esperan verlo a punto. El Ángel lo espabila. Le sopla en la cara con una quietud de sarcófago. Lo alza de la nuca hasta desdoblarlo como un resorte. Del cemento no queda nada y el Ángel lo tira a la calle. Las baterías del cuerpo comienzan a encenderse como minúsculos carbones. El caos de su mente cobija una ilusión, casi una meta: retirarse. De todas las imágenes y todas las batallas ya no queda un recuerdo bueno. Los pies lo sostienen mientras su mente vuela. Arranca con dos pasos hasta llegar a la mitad del descampado, la calle está cerrada. Unas luces de neón comienzan a acribillar sus pupilas. Día o noche. A ganarse la muerte con el chemo. Es el presente salvador, el que le devuelve  el ansia glotona por vengarse.  

            Aguarda la orden. El Ángel desdibuja sus colores mortesinos. Es una gota de agua helada que destempla los dientes, los ojos parecen recibir las imágenes. No se ve todavía al contrincante. El antídoto para los vapores del pegamento es el oxígeno. Duele todo el cuerpo. Martillea, pica. El Ángel arremolinándose como una saeta para presenciar el combate, hace los últimos arreglos del pacto con el rival. Un pequeño grupo prepara unos escueres con alcohol para presenciar el próximo combate de  Kalimán. No está solo. El rostro de Luque, deformado por un mal presagio,  muestra un abatimiento poco habitual. Todas las peleas de Kalimán son glorias para festejarse, pero en esta ocasión una claridad en la mente lo pone sobrio de golpe.

            De rodillas, vertiendo el farolazo está el Pastas; Nico y Sebas se dan un toque de tabaco. El Ángel, ahuecado entre el alma y el cuerpo lucha por levantar presión. Sus pies se hunden en el piso aceitoso. El cielo rojinegro anuncia el hondo primer round. Al viento lanza los primeros manotazos, para hacer circular la sangre en sus manos amoratadas.

            Se derriten las líneas del mundo,  Kalimán no puede escuchar, el chemo le ha dado un sopor analgésico incontrolable. Cree en las latidas y su corazón no puede ponerse a cien, entonces, abreva un valor casi perdido para mirarle las cuencas de los ojos, donde se esconde su destino. Pide a su Ángel que sea la última pelea, porque ya se ha chingado a muchos, porque ya no es la conciencia sino el cuerpo el que entorpece todo. Todavía sostiene el perfume de sus intuiciones. Esta vez no quiere morir. “Por su niña que está en el cielo”. El Ángel le promete el último combate: “una promesa es una promesa, anda, tu ganas”. Refriega su ala, como siempre, en la frente. Brillan sus ojos para trasfigurarlo todo hasta la calle hedionda, a donde pertenece. 

            El rival hace la entrada y Kalimán, el invicto, con el Ángel en sus puños, reconoce la famélica suerte ante los pasos del contrincante, que arrastra consigo una tirria mucho más visible que sus enormes orejas. Se ablanda la tarde, como su enemigo que patalea entre las viscosas nubes de moscas. Kalimán ya no puede ni entender por qué es el tiro, pero sabe que es el último. Otra revancha con un emisario del odio. La suerte cae de su lado. Siempre, la muy puta cae de su lado. Es el pacto, recuerda. Con la fortaleza del Ángel tiene una pasada de puños para acabar al otro. Siempre ha estado con él. Se persigna para librarse de todo mal. Cierra los ojos y camina en una espesa nube la silueta redentora de su Ángel; liso y perverso como la imagen que procura en todas las antesalas de las peleas, asoma las pupilas amarillas, de gato arrabalero, al acecho, para darle las últimas indicaciones.

            Estira las puntas de los dedos hasta la rodilla. Un dos, un dos. Las apuestas están concertadas. Se lanza al centro de la calle donde lo espera ese hombre con la rabia en los nudillos. Sin mediar ninguna  finta dispara un demoledor bazucaso a los huevos. Falla. El hombre gira como un fantasma, filtrándose por el aire. Pone el rostro frente a los ojos de Kalimán. Lo enfurece. Escupe a la cara y tira dos golpes. Otra vez malogrados. El hombre ríe en estéreo, le gruñe en los tímpanos, para ensordecerlo. Aviva el juego de piernas aunque la jaqueca le esté picando toda la parte izquierda del roído cerebro. Inhala.

            Las pocas imágenes que puede reconocer entre la gente que se apiña para ver la pelea, son las de su hija, pasando a ritmo de una moviola. La primera es al final de la calle,  cuando iban los domingos al cine. Filas. Gente. Boletos. Palomitas de maíz.

            El adversario pone dos golpes en la mandíbula para dejarlo en una condición acescente; la sacudida lo hace retirarse de tajo hasta tropezar con la banqueta. Sin caer, Kalimán regresa al círculo de peligro, donde emula los movimientos del hombre, para sacar un pase mágico. No puede perder, lo sabe, la confianza es coronada por quiebres de cintura. Esta pelea está arreglada, es un trato con el Ángel y de un momento a otro lo derribará. Piensa. Mide la estatura. Un pelito nada más es lo que le saca de alzada.

            Entonces las imágenes de su hija comienzan a dar giros bruscos en el laberinto de la mente. La silueta infantil caminando sobre el asfalto de una carretera. Los pies diminutos. El pelo al viento. Pasos.

            Los gritos de Luque lo llevan hasta el centro mismo de la lid. Sabe que no tiene que pelear cerca. Pega y corre. Descontón. Mayor violencia al primer impacto. Entonces reúne fuerzas para desbocar una mezcla de mandarriazos secos directo al bulto. El hombre no puede esquivarlos. Kalimán parece haber recordado las miles de batallas donde perdió más de una vida. El otro puede escapar del cerco de golpes. Se miran. Acurrucados, atentos, feroces, entran y salen, de la defensa al ataque con la velocidad del trueno. Cazando los movimientos rápidos del brazo enemigo. Sin herir, sólo midiendo la distancia para acabar con un golpe definitivo en metralla, en esquirlas que minan la resistencia intercambian golpes. Luque advierte una confusión en los golpes, en los movimientos. Parece como si estuviera empantanado en un bulto de arroz humedecido. Las piernas empiezan a endurecerse. “Salte de ahí”, grita Luque. 

            Las imágenes comienzan a adherirse a un punto fijo. El santo de la procesión. Un amanecer. El ruido de llantas quemando el asfalto. Los dientes brotando de una sonrisa. Tiembla.

            El hombre entra y sale sin herirlo. Prolongando el castigo, desconcertando al enemigo, confundirlo por momentos para echar abajo la guardia. Dispara un par de patadas a las espinillas. Kalimán se duele mientras escucha las palabras de Luque que llegan en una oleada de humo de cigarro. Es la primera vez que se siente desprotegido y una sacudida helada le recorre los poros. Los golpes parecen partirlo en espasmos; no siente el aliento del Ángel. “La última pelea. Es un trato” piensa. Está sólo. Anhelante, convierte las esporádicas oleadas de cordura en un coraje arrumbado en las bodegas de su mente. Para castigar al adversario le cae encima, de un brinco. Ambos se abrazan y un poliedro blancuzco parece revolverse entre la pirámide humana. El balanceo rápido inicia el declive de aquel hombre. Kalimán al acecho, como un cazador hambriento, cede a la estrategia de la desesperación. Finta derecha. Finta izquierda. Dos pasos hacia atrás mientras contiene la potencia en los bíceps. Le cae encima. Mira la cara ensangrentada salpicar al vacío justo cuando la espalda del orejón choca contra el suelo. Coge las largas orejas. Con movimientos rabiosos desliza la cabeza en un interminable juego de rebotes sobre las baldosas.

En fotogramas aparece la última mirada de su hija entre los resuellos de la memoria. Un auto descontrolado. El silencio en medio de la confusión. El horizonte tragando a la niña. Árboles. Lluvia. Lámina retorcida. Muere.

Sucesivamente, los dos se mecen en un solo acorde de golpes secos. El rival responde, invocando la última defensa, la carta marcada, la bala perdida para Kalimán; su brazo describe un círculo veloz, una ráfaga plateada se levanta en el viento. Saca un cuchillo de entre la ropa con un movimiento amenazante. El fierro hace  un trazo en el vacío hasta encontrar el tope de piel que corta a Kalimán hiriéndolo levemente.

            Rompe el viento un manoteo desesperado. Los gritos callan de repente. Enmudecidos, todos miran al Orejón extraer las últimas fuerzas de su dolor, de la amargura de vencido. Kalimán trata de separarse de esa acometida sentimental, respirando un triunfo prematuro. El contrincante lo abate  hundiendo la navaja en la zona hepática y al salir desgarra vilmente las entrañas.

Todo sucede a cámara lenta como si en esa parte los recuerdos se atascaran. El rostro de su hija ensangrentado. El vestido caqui. La cara de muerte de su hija. Los funerales. Llora.

            Sólo una silueta queda de pie. El público arde de sorpresa. La banda toma al Orejón. Kalimán, en el suelo reúne la fortaleza para levantarse. “Es un sueño”, se dice constantemente. En círculos va derramando su sangre mientras la mano izquierda trata de detener la hemorragia. Mira a todos. Ve cómo el pacto se rompe. Ha sido herido de muerte y recuerda el pacto con el demonio de la guarda, con el Ángel que momentos antes le prometía una última pelea victoriosa. Protesta. “Es un fraude, tenía que ganar. Era otra pelea más, la última”.

Mira la cara de Luque y trata de arrancarle la máscara para ver al Ángel detrás de esas facciones recargadas, para decirle que detenga el tiempo, “que así no era el pedo”. Los ojos buscan entre la multitud una pista que desmantele el sueño, la pesadilla, el viaje del chemo. Tratan de ubicar un punto de realidad entre el dolor heraldo de la sobredosis. A Luque le marca cuatro surcos granates en el rostro en un intento desesperado por demostrar que era un viaje.

            “Pelea, pelea”. Grita Luque viendo que aun no acaba la bronca. Lo empuja al centro. “Es una chingadera”. Protesta “Yo tenía que ganar”, trata de descubrir el montaje preparado, la escena mil veces filmada, esa parte donde mira él último estertor del contrincante, donde se esfuma y a la vez renace su hija atropellada. Pero esta escena es la muerte de su hija que ya había olvidado. Una cortina de hierro lo aísla de las ideas, de ese paso siguiente. Busca la cara rotulada, el aliento pestilente del Ángel entre los rostros gritones de los presentes.

            En un acto heroico, Luque tira la bebida para intentar detener la pelea. Los demás lo cogen de los hombros para decirle que es un tiro limpio, que no se meta. El cuerpo de Luque no tiene más fuerza y sólo puede llorar. En la camorra lo arrastran a un lado, en un maremoto de cuerpos anclando sus piernas en el lodo. Empujones, silbidos, gritos rabiosos. No puede llegar hasta el centro del cuadrilátero improvisado. Cierra los ojos.

Vuelve a poner la guardia y lanza el insulto retador para violentar a su contrincante. El Orejón regresa al centro del combate. Kalimán lo mira llegar y una parálisis ataca el cuerpo como el veneno de una cobra. Sólo atina a sostener con sus puños la mano del Orejón que atraviesa la ropa y hunde el fierro hasta despedir un miasma entre los poros.

            Cae desvanecido sobre sus rodillas y un sopor beleño desmantela el truco, esa trampa artera donde el ángel es el machín y nada puede hacerse sin su permiso, como si se le manifestaran todos los secretos de esa calle, sobre todo el pacto entre caballeros. La última pelea. La hija muere para siempre. Vuelve la memoria. 

            Al Observar la cara del Orejón, le recuerda los rasgos turbios del Demonio de la guarda, allí bajo un sol de media tarde, con sus ojos deslumbrantes, amarillos, en una sonrisa pavorosa, esperando que llegue la noche para desparramarse sobre el chemo mientras va revolcándose de cara al atardecer rojizo y la última pelea. Exhala.

Ricardo García Narrador y comunicólogo. Ha publicado en diversos medios de comunicación locales. Ha sido antologado en varias ocasiones (Tierra Adentro, FONCA, Una cierta Alegría, Generación de la crisis, historia de la literatura Guanajuatense, literatura guanajuatense) Último Libro: Ficcionalia Infantil. Entre los premios que ha recibido cuenta con El XIX premio Nacional de cuento Efrén Hernández y el Premio Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benitez (2007)