Es lo Cotidiano

Llueve otra vez

Sylvia Arvizu

Llueve otra vez

Del libro Mujeres que matan (Nitro/Press, 2013)

Los brazos de Henriette están apretando el pabellón femenil. Las celadoras, por seguridad, nos han encerrado tres horas más temprano. Fernanda, con esa sonrisa tan sutil y apretando sus ojos verdes, se estremece cada vez que un trueno hace temblar las paredes del penal. Es gordita, muy gordita. Las plebes con las que se la lleva de carrilla le dicen que no tiene huesos, así que cuando intenta correr a su búnker para resguardarse del miedo que le da el cielo, lo hace con dificultad, en medio de la risa de todas.

Me da miedo la lluvia porque cada vez que llovía, en mi casa todos estaban de malas. Mi papá era carrocero, y cuando llovía no podía abrir el taller. Yo pensaba que se angustiaba por no poder pintar los carros, en realidad era por no poder pistear. Sus amigos y él se juntaban en el taller. Me acuerdo muy bien que un seis de enero me regaló una Barbie, que a mí me encantaban, hubiera querido coleccionarlas como la Perlita, la niña de pelo largo que estaba conmigo en la escuela. Ella las tenía todas, pero yo tenía la que a ella le faltaba, la Barbie maestra. Traía portafolios y toda la cosa, no sé bien si a mi papá se la vendieron o le pagaron algún trabajo de carrocería con ella, el caso es que me la llevó el día de los Santos Reyes, que es, como él decía, el día que debemos festejar los mexicanos, y no esas pendejadas de navidad como los gringos.

Muy poco me duró el gusto. Un día de lluvia que mi padre llegó medio borracho y enojado entero, le pegó a mi mamá, le pegó a mi hermana y a mí me arrebató la Barbie. Nunca la volví a ver. Habría preferido que me pegara.

A los pocos meses mi papá se murió. Luego comprendí que sus frecuentes enojos se debían a que estaba enfermo de cirrosis, y en la eterna lucha de mi mamá porque se atendiera y su resistencia a ir al doctor, las que pagábamos los platos rotos éramos mi hermana, mi Barbie y yo.

Luego mi mamá se casó con un señor muy raro, que nos abrazaba mucho y nos besaba, y cuando nos besaba nos dejaba su baba chucatosa en los cachetes. Nunca me gustó eso, sabe por qué, pero a mí me hacía llorar. Cuando cumplí quince mi mamá me dijo que me iba a hacer quinceañera pero no era cierto, el señor que era su esposo la convenció de que mejor compraran un carro para ellos, para que tuvieran en qué moverse, para ir al mandado, para llevarnos a la escuela, para una emergencia. Tampoco era cierto. Cuando la Juana, mi hermana, se cortó con una lata de chiles jalapeños, el Hugo, que antes de casarse vivía enfrente de la casa, nos llevó en su Vocho a la Cruz Roja. El Vocho estaba bien chistoso, yo a veces creía que era el de Paquito Chapoy, ese payaso que salía en la tele.

Tampoco era cierto lo de llevarnos a la escuela, yo me seguí yendo a pie todos los días, pero no me iba sola. En el puestecito de la Negra conocí al Élmer, y él me encaminaba a la puerta de mi salón; pero eso fue nomás hasta segundo de secundaria, porque ya en tercero me salí pa’ entrar a trabajar a la maquila.

Un día que llegamos el Élmer y yo corriendo porque ya era tarde, el señor esposo de mi mamá y ella se estaban peleando. Ella le decía algo sobre él y yo, y él le decía que no era cierto. Luego él le dio un chingazo y cayó sentada en el piso de la cocina, a mí, de un rempujón, me metió al cuarto y al Élmer lo corrió a putazos de la casa. El Élmer nunca volvió. Lloré toda la noche. Y también estaba lloviendo.

Recuerdo que al día siguiente, con un solazo, me fui de la casa. No sabía pa’ dónde, nomás me fui, quería estar lejos, no saber nada de nadie y agarré camino. Traía la mochila llena de cosas, y me senté en la parada del camión. Pasó la ruta General Piña pero no me subí. Luego la combi anaranjada, pero tampoco. A la verde le hice la parada pero a la mera hora me arrepentí. Empezó a lloviznar y yo a llorar. Tenía un chingo de miedo. Pero no quería volver.

De pronto vi un carro conocido, un picapcito blanco con el cofre guinda. Es mi padrino, dije, él me hizo una seña y corrí en chinga a subirme al carro, para no mojarme más.

Moreno, moreno, más chaparro que mi papá, tenía el bigote como un actor que se apellidaba Pardavé. Tenía la cara chistosa, pero cuando tomaba se le ponía seria, como con coraje.

Mi padrino siempre fue bien serio. Cuando recién llegó de Michoacán, mi papá le prestó un cuartito en el taller “por mientras”, porque dizque iba pa’l otro lado y aquí estaba de paso. Cuando enterramos a mi papá, fue el único que me abrazó cuando tronaba el cielo y yo pegaba brincos de miedo, porque también ese día estaba lloviendo.

Mi padrino nunca se fue a Estados Unidos, creo que una vez se casó pero nunca supe qué pasó con la mujer, nomás un día la dejamos de ver.

Mientras íbamos en el carro, le platiqué que me había ido de mi casa; cuando le dije que no tenía dónde quedarme, con la mano derecha en mi espalda me dijo que no me preocupara, que su casa era mi casa, que entre los dos nos íbamos a completar lo que nos faltaba. Y yo, bien pendeja, creí que sería como un padre para mí. ¿Verdad que eso hacen los padrinos cuando falta el papá?

No quiero acordarme de todas las noches que me violó, es más, ni me acuerdo bien cómo empezó todo. Me esperaba afuera de la maquiladora, me subía al picapcito y en chinga, como desesperado, llegaba a la casa nomás pa’ chingarme. Me gritaba “pinche gorda pendeja” y me tiraba todo al suelo: el plato, si estaba comiendo; el bote de agua si estaba trapeando; la basura si yo estaba limpiando; o a mí, de la cama, si estaba acostada.

La vez que más acelerado lo vi fue cuando llegó con una pistola, andaba bien lurio, me la ponía enfrente, y cuando se me salían las lágrimas, me la quitaba y se soltaba riendo. Disparó dos tiros al aire que me imagino nadie sintió por la lluvia tan fuerte, o porque se confundieron con los truenos. Esa noche yo tenía más miedo que nunca. Cuando se cansó de reírse de mí y de mi temblorina en las piernas, muy encabronado me dijo que me quitara la ropa, que me iba meter una bala donde menos me imaginaba. Yo me quedé tiesa. No pude dar un solo paso. Me dijo que recogiera el cochinero de la mesa, que qué era eso de la ropa y los tenis y los calcetines ahí donde comemos. Quise explicarle que por la lluvia acababa de meter todo del tendedero, pero al verlo que jugaba con la pistola dándole vueltas con el dedo índice de su mano derecha, neta que se me fue el habla.

Cuando se volteó al refrigerador a sacar otra caguama, me atreví. Agarré los cordones de los tenis y los apreté con tanta fuerza alrededor de su cuello que tiró la pistola al piso y al caer se soltó otro disparo. Otro disparo que nadie oyó. Yo me asusté con el ruido del disparo que solté el cordón y él quiso zafarse, de volada volví apretarlo, ahora más fuerte porque él empezaba a querer arañarme la cara. Luego luego, serían segundos yo creo, cayó como desmayado en medio de la cocina, casi debajo de la mesa. Yo agarré la ropa y me fui al cuarto a doblarla.

Como a la hora que volví, todavía estaba ahí tirado, en la mismita posición, fue entonces cuando caí en cuenta que estaba muerto. Cuando dejó de llover, hice un hoyo en el patio, a un lado del árbol donde a él le gustaba pistear. De perdida, dije, va a quedar en su lugar favorito, y allí lo enterré.

Siguió mi vida normal. Iba a la maquila y todo, pero puse la casa en renta y me fui a vivir con dos amigas de la fábrica.

De repente, a la familia a la que le rentaba, se quiso ir y yo siempre pensé que este puto los espantaba, por eso se me ocurrió quemarlo al cabrón. Fui y lo desenterré y ya estaba la pura calaca, de todos modos le prendí lumbre, con gasolina, pero casi no agarró y apestaba un chingo, así que mejor lo enterré de volada otra vez como si nada hubiera pasado. Como a la semana, conseguí cemento y le eché encima un pisito, pero ni así dejaba de apestar, yo no sé por qué es tan escandaloso el aroma ése tan hediondo. ¿Cómo los panteones no apestan, verdad?

Un miércoles en la tarde, al salir de trabajar, todos tuvimos que hacernos caber en el techito que hay en la Coppel. Apenas si podíamos cubrirnos de la lluvia, y aún así en medio de todos, uno de los judiciales que llegaron patinando las llantas en el agua, me sacó de entre la bola y me dijo: “A ti te andamos buscando, gordita”. Y pues luego llegué aquí.

Al principio todas me veían con curiosidad, que cómo era posible que a mis diecinueve años me hubiera atrevido a tanto. Hasta la fecha no les sé contestar.

Ahora trabajo en el taller de reciclado y con la mayoría me llevo bien, a veces me hacen carrilla y me dicen “coopela o cuello”, pero yo aguanto todo porque así es aquí y el que no se aguanta pues se chinga; apenas estoy en el proceso, así que a ver cómo me va, ojalá que el día que vaya por mi sentencia nomás no esté lloviendo, ¿no?


Sylvia Arvizu (Sonora, 1978). Comunicóloga, locutora, escritora. Autora de Breve azul, crónicas carcelarias, en Ediciones La Cábula, 2008. Ha ganado varios premios nacionales de narrativa en certámenes interpenitenciarios. Recién acaba de lanzar el libro de crónicas Mujeres que matan, publicado por NITRO/PRESS en octubre de 2013.  La autora purga una condena de 25 años por lesiones graves a su agresor. Si lo hubiera asesinado en defensa propia, la pena habría sido de ocho años.