sábado. 20.04.2024
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Tecatas

Bruno Eduardo Aceves

Hasta la fecha, tengo la mala costumbre de arrancarme la costra de las heridas que se forman en el cuerpo. De niño era inevitable el regaño por quitarme las “tecatas”. La voz imperativa que llegaba a mis oídos de forma, casi instantánea, en cuanto cualquier adulto me veía concentrado, retirando esos fragmentos de sangre coagulada y piel deshidratada, se emitía la frase:

-¡Déjate ahí! ¡Te va a quedar cicatriz!

Esa era la señal para salir huyendo. La fuga causaba que la meticulosa extracción se convirtiera en un doloroso reclamo de mi sistema nervioso, pues por darme a las de Villadiego, me provocaba un agudo dolor. Dolor que desaparecía, casi de inmediato, a causa de la adrenalina, pero siempre dejando el rastro de sangre en el piso o la ropa.

Si podía, practicaba el vampirismo cuando, una vez terminada la operación de quitar la costra, literalmente lamía mis heridas. Alguna vez leí un artículo donde narraba las cualidades de la saliva como un excelente cicatrizante. Así que no hay nada de anormal en hacerlo, siempre y cuando se evite realizar esta tarea en la vecina (o vecino según sea el gusto) o sin autorización, o bien, con mortales y paranormales consecuencias.

Ahora que escribo y veo en mis manos sobre el teclado están ahí conmigo, mis queridas cicatrices, los recuerdos de las batallas épicas en el futbol americano, esos eternos raspones en el dorso de la mano derecha, con la que sujetaba el ovoide. La otra, la “buena”, la izquierda, era para quitar a los oponentes en su intento por taclearme. Esas heridas que no sanaron en meses, de las que emanaba pus y se infectaban, un día sí y otro también.

En mi brazo izquierdo llevo las marcas de las mandíbulas del alaska malamute “Lobo”, propiedad de Joaquín mi primo. En la ceja izquierda soy portador de un recuerdito de la fiesta de graduación universitaria donde me resbalé con una cáscara de tequila en la casa de campo de las Cuatro milpas.

Pero mis rodillas son auténticos mapas, como decía la gran Tía Titi. Ellas, tan maltratadas en el ciclismo, el americano, el voleibol, el basquetbol, por correr, escalar, hacer montañismo, rafting, cargar, pelear, arrastrarse, hasta cuando intenté jugar futbol soccer donde en un auténtico acto suicida tuve la ocurrencia de barrerme en esa cancha, entonces sin pasto, del Colegio Vasco de Quiroga.

A partir de estas líneas, comenzaré con la dolorosa tarea de arrancarme la costra de una herida. Una muy profunda e invisible, una que no está en la piel, sino en el alma. La que surgió hace 13 años. Esa por la que comencé un cuestionario que aún no termino de armar.

Meses antes de esa herida, en el año 2000, estábamos los del “Cafeteo” echándonos una torta en Las Vías de Patria e Inglaterra. Ese club de Tobi de los estudihambres piedadenses en Guadalajara era el grupo de aspirantes a cambiar al mundo, donde tenían que fumarse los disparates con los que salía, como éste:

- Les voy a pedir un favor-  Dije muy serio.

- A nadie se le ocurra morirse primero que yo, porque no podría soportarlo.

- Y por qué te has de morir primero tú, dijo Álvaro Caratachea.

Hasta ahí quedó la plática, pero cuando pasó el accidente donde perdió la vida mi carnal Luisda, esa conversación fue un sonsonete millones de veces repetido en mi cabeza. El corazón le reclamó al cerebro y a la lengua por mucho tiempo. Parecía haber invocado la tragedia. ¡Carajo!, cómo duele ser agorero de las tempestades y profeta de la desgracia.

Los meses subsiguientes fueron un paseo por el infierno. Ese lugar donde el sol quema la piel pero tienes frio. Donde las lágrimas se confunden con la ducha, porque harto de llorar frente a todos, te refugias bajo la cascada de la regadera, y donde para evitar el dolor de los seres más amados por el amigo, prefieres ser tú quien empaque sus pertenencias y trabajos, porque si lo hacen ellos, no podrías soportar el peso de la cobardía durante el resto de tu existencia.

Me arrancaba esas costras de la herida supurante cuestionándome por qué no había estado en ese automóvil, o pensando en quien no habría viajado si yo hubiese ido. Llegué al extremo de preguntar:

-¿Por qué se fue  él que era tan querido por todos y no yo, que no le hago falta a nadie, que soy fácilmente sustituible?

Cuando faltó mi carnal cayó a mis manos El Principito, ese mismo ejemplar que me regaló de niño y que nunca había leído. Esas páginas hicieron catarsis y una terapia de llanto tan profunda que aún me parece ver al niño güerito, al Greñas, diciéndome:

...- Y cuando te hayas consolado (siempre se encuentra consuelo) estarás contento de haberme conocido. Serás siempre mi amigo. Tendrás ganas de reír conmigo. 

Parecerá que me muero y no será cierto...

Entonces empecé muy levemente a comprender la función de las cicatrices en la vida. Comencé a odiar a la muerte y a aborrecer a esos que se dicen sus devotos. Por eso evito los velorios y lucho por no estar en ellos, porque son una práctica social que perdió su utilidad y ahora el morbo prevalece por sobre el acompañamiento en el dolor.

Después de pasado un tiempo y otra vez, cercana esta fecha, Carlos Fuentes a través de su libro “En esto creo”, se convirtió en mi acompañante de reclamos escribiendo, retando, acusando, dándome argumentos para seguir molesto contra la muerte, apropiándome de sus palabras:

…Qué injusta, qué maldita, qué cabrona es la muerte que no nos mata a nosotros sino a los que amamos. Sin embargo, esa muerte enemiga es la que podemos vencer.

La muerte de un joven es la injusticia misma. En rebelión contra semejante crueldad, aprendemos tres cosas. La primera es que al morir un joven, ya nada nos separa de la muerte. La segunda es saber que hay jóvenes que mueren para ser amados más. Y la tercera, que el muerto joven al que amamos está vivo porque el amor que nos unió sigue vivo en mi vida…

Las palabras me llevaron a las imágenes, a esa foto aún presente en mi oficina, donde estamos Carlos Fuentes y yo en esa FIL del ya muy lejano 1998. Ese momento Luisda lo captó con mi cámara, pero no retrató la decepción que yo traía por obtener el segundo y no el primer lugar en el concurso: Escribe una carta a Carlos Fuentes del Fondo de Cultura Económica.

Aún lo oigo decir:

-Pinche narizón, ganaste güey, ganaste y aunque no vas a cenar con Carlos Fuentes, ni a entrevistarlo, tienes un libro autografiado y estás arriba de otros que concursaron y de los que ni siquiera lo hicieron.

La muerte de Mimix liberó muchos de mis demonios, pero también, como toda caja de Pandora, quedó la esperanza al fondo de la misma. Supongo que Chicoani intercedió por mí ante altas instancias, o con tal que dejara de jorobar, hace un par de años me envió un regalo.

Una blanca esperanza llegó a mi vida, justo un día antes de comenzar el ritual de remover la costra de la cicatriz. Se arriesgó conmigo y literalmente me invitó a brincar de un precipicio. Acepté con miedo, y poco a poco las dudas dieron paso a la certeza para convertirse en la aventura de hacer extraordinario eso que es ordinario para todos. Tanto así, que mis planes y pensamientos ya son multiplicados por dos en automático, porque la siguiente travesía será junto con ella.

Sí, las cicatrices son útiles, son pedazos de memoria. Por eso la salvaje costumbre de arrancar la costra de las heridas, para que prevalezcan, para no olvidar. El dolor es el catalizador que da paso a los buenos recuerdos, para tener consuelo, para seguir adelante. Aún conservo esa tarjeta navideña donde firmó de puño y letra:

Luis David, tu amigo de toda la vida.

Sigo con esta práctica, para no olvidarlo, para saber que está presente en mi memoria y en mi recuerdo, ya que la verdadera muerte, es la que llega cuando dejamos a nuestros seres amados abandonados en el callejón de la amnesia.

Gracias a esto descubrí cual es la función de las cicatrices en la vida.