jueves. 18.04.2024
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No es suficiente tener gruesa la piel

Federico Urtaza

No es suficiente tener gruesa la piel

Los elefantes tienen triste la mirada; uno no creería que pueden enloquecer, aunque verlos balancearse al ritmo de una angustia secreta, con una de sus patas cilíndricas sujeta por una cadena a su vez fija a una enorme especie de clavo cuyo larguísimo cuerpo está enterrado en el suelo provisional de un circo, nos permite sospechar que si se cansa de balancearse, si siente que su pata queda libre, da algunos pasos cautos, sacude las enormes orejas (o relativamente pequeñas si es asiático), parpadea y sacude sus larguísimas pestañas, levanta la trompa y deja que su extremo olfatee un poco el ambiente antes de lanzar un resoplido como trompeta del juicio final y salga a toda carrera, dando pasos cortitos pero ágiles.

O tal vez no es que enloquezcan; en segundo de primaria la señorita Rosalinda nos contó que los elefantes tienen una memoria prodigiosa. Que hacía años, en nuestra propia ciudad un niño había fastidiado al elefante del circo, flanqueado por un par de camellos sarnosos. Que le lanzó piedritas durante casi una hora antes de que llegara el domador pues la función estaba por comenzar; el elefante había dado muestras de nerviosismo y el domador lo aplacó con su larga vara rematada por un torturante gancho. La función debía comenzar. El niño rió con malignidad y le lanzó otra piedrita al elefante, atinándole en el ojo derecho.

El circo terminó su temporada esa noche y no volvió sino hasta quince años después. Dado que los elefantes pueden vivir muchos años, el de la historia de la señorita Rosalinda estaba muy quitado de la pena hasta que vio a un joven que le hizo sentir miedo. No, no exactamente miedo, sino una especie de ira que inquietó su paquidérmica conciencia. Con su enorme ojo ámbar (lado derecho) observó los rasgos del muchacho que fumaba sin quitarse el cigarro de la boca, con las manos en los bolsillos y la espalda encorvada.

El muchacho iba acompañado de una muchacha que saboreaba un algodón de azúcar y parecía estar feliz; el muchacho caminaba a unos pasos de ella, obligándola a seguirle el paso. Ella le pidió que la esperara, pero él rió con malignidad. Si su memoria hubiera sido al menos la mitad de prodigiosa que la del elefante, habría evitado la carcajada como graznido, habría frenado su paso para esperar a la chica y la historia de la señorita Rosalinda habría tenido otro final.

El paquidermo recordó al mocoso que le había lastimado el ojo; recordar y actuar fue lo mismo: estiró la trompa, la enredó en el cuello del muchacho, lo levantó y dejó que manoteara y pataleara en el aire luchando por jalar algo de aire, lo dejó caer casi sin sentido, alzó la pata izquierda y le aplastó la cabeza.

El enano vestido de payaso llegó tarde; la muchacha estaba muda, con el algodón de azúcar sostenido como una vela de flama nebulosa; el domador miró al enano y éste mostró la palma de sus manitas y encogió los hombros al decir: “Habrá que sacrificarla.”

El domador se acercó a Daisy, la elefanta, esgrimiendo una mano y hablando palabras incomprensibles pero de sonido dulce; la elefanta acercó la punta de la trompa, olfateó la mano de su amo y de su enorme ojo ambarino salió una gruesa lágrima.

Ahí era donde la señorita Rosalinda interrumpía su relato, se le quebrajaba la voz, encaraba el pizarrón y comenzaba a escribir lo primero que se le ocurría.

Desde entonces admiro a los elefantes.

Estoy cansándome de esperar; he venido a este parque durante tres días, los vecinos comienzan a recelar, hace rato pasó una patrulla a vuelta de rueda y los policías me observaron de reojo, acaso extrañados porque mi vestimenta dista mucho de la de un indigente que toma el sol en una banca.

No estoy seguro si estoy aquí por mi memoria elefantiásica que ha mantenido vivo mi justo rencor, o sólo porque desde que fui despedido injustamente de mi empleo no encuentro nada mejor qué hacer, que soñar con la venganza.     

Federico Urtaza. Abogado, nacido en 1952, su Ítaca es León. A pesar de su actividad profesional como servidor público en áreas jurídicas, de comunicación social, legislativas y consultoría, comenzó a publicar en 1972 en la revista El Cuento; de ahí en adelante, fue colaborador asiduo en suplementos y revistas tales como México en la Cultura, Plural, Novedades de Chihuahua, Sábado (Uno más uno), Excélsior, El Universal, Vuelta, La Jornada y su suplemento semanal, Díseres, y por supuesto, en esloCotidiano.

Fue integrante del taller de dramaturgia coordinado por Vicente Leñero, en el que participaban Víctor Hugo Rascón Banda, Jesús González Dávila, Sabina Berman, Leonor Azcárate, José Ramón Enríquez, Tomás Urtusástegui y Estela Leñero.

Publicó con la Universidad Autónoma de Sinaloa el libro de cuentos Del polvo al espejismo y con la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM el libro de teatro Secretos.

En la actualidad, trabaja para el Gobierno del Distrito Federal promoviendo la actividad del sector audiovisual.