viernes. 19.04.2024
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El Ritual

Jorge Jáuregui

Pasaron varios días desde que comenzó a leer la novela. Para muchas personas él tenía un gran defecto, al no leer de manera rápida y continua. ¿No has terminado el libro?

¿En qué página vas? Eran las constantes interrogantes con las que se topaba cada día.

En absoluto sentía prisa, no se explicaba por qué debería llegar a una página o capítulo en determinada fecha. Se inventaba para sí un juego secreto que le provocaba un gran placer. Leer un cierto número de páginas, ni siquiera capítulos a cualquier hora del día, de preferencia antes de dormir. Lo curioso era que la hora de dormir podría ser en la tarde, antes de la hora de la comida, a media mañana, o una hora después de haberse despertado. No había un horario definido, ya que el sueño llegaba sin avisar. Justo cuando presentaba las primeras señales, rápidamente se dirigía a su cama. En ese momento cerraba las ventanas y persianas, apenas dejaba la luz necesaria; tomaba el libro con desesperación para encontrar el separador con la página en que lo había dejado la vez anterior.

Ahí estaba el último capítulo; todo emergía: la historia, los personajes, justo donde los dejó sentados. Mientras, afuera de su cuarto, en la calle, el sol quemaba y hacía que todo fuera más lento. En la página 20 hace mucho aire y una gigantesca nube llena de luz, estruendo y agua, se cierne sobre la casita en el campo; hace frío. “Qué placer”, piensa, mientras comienza a sentir algo pesado y grande que se abalanza, se esparce a través de su circulación. Lee con atención, ya no siente el calor agobiante, gracias al libro todo se ha refrescado, el granizo y la lluvia con su continua caída embellecen todo lo que tocan. Trata de imaginar si esa tormenta se parece a las que tantas veces vio y lo mojaron de niño. ¿Serán los mismos olores a tierra mojada que él recuerda? Porque sabía que en otros lugares no olía a nada, no era lo mismo. Podía asegurar que conocía ese perfume que la novela emanaba.

Cerró los ojos, y por un momento las imágenes continuaron sin necesidad de que leyera. Alguien ha muerto, se escuchan a lo lejos las campanas de duelo repicar desde la iglesia. Él, sin extrañarse, camina por el pueblo. Se dirige a donde va la gente vestida de luto, como sombras entre los portales del pueblo. Las mujeres se tapan la boca con los rebozos, sólo dejan al descubierto unos ojos tristes y perdidos. Está anocheciendo, ha caído una tormenta pasajera, todo huele a trigo recién cortado, a tierra mojada, y en las bajadas del cerro corren algunos riachuelos del agua que se acumuló.

La iglesia está muy iluminada por dentro, han prendido todas las velas, cirios y candelabros; es imposible observar el altar sin cegarse. Toda la gente está hincada y el sacerdote no ha salido todavía. Un rezo constante e ininteligible como un zumbido hace eco en cada unos de los muros del templo. Él avanza por el centro del pasillo mientras todos tienen la cabeza baja. Los santos miran hacia abajo como si sintieran mucha compasión por quien los va a ver. En cada una de las bancas hace guardia un gran florero lleno de gladiolas, crisantemos y nardos. Él se detiene, respira profundamente, cierra los ojos y continúa su paso muy lento para no llamar la atención.

Observa las pinturas antiguas y opacas por el paso del tiempo. En una de ellas, un hombre está tirado bajo una cruz que ya no puede cargar, la gente lo mira impotente. Una mujer a lo lejos llora consolada por otras más, que igual que ella y todos los que están en el templo, visten de negro. Un niño sale de la sacristía con un incensario; el aroma, combinado con el de las velas y flores inundan el lugar, lo hacen estremecer, reconoce el copal. Siente un ambiente solemne y lejano en el ritual.

Continúa acercándose al altar. Las velas provocan una ola de calor y enmarcan el inerte cuerpo de una mujer que está acostada sin ataúd. La cantidad de flores es tal que no permite acercarse demasiado. Aquella mujer viste unos ropajes blancos de encajes complicados; en su cabeza, la corona una diadema de nardos y listones. Parece una santa. Al verla de cerca siente una gran nostalgia, conoce ese rostro pálido, ese cabello negro. Su gesto es de dolor, de tristeza. Él se siente invadido por el calor de las velas, el aroma del incienso y los nardos. Nunca ha contemplado tanta belleza como la ahora reunida en ese lugar, que en otro momento y circunstancia le hubiera repugnado.

El rezo hipnótico continuo mientras el cuerpo frágil e inerte descansa para dejar ir lo que queda de su alma. A través de los rezos se implora para que ella se vaya sin aferrarse a nada, que atendienda al llamado del Señor. Es una despedida, una compañía en sus últimos momentos. –Descansa, vete de una vez-susurra él, mientras saca una rama de nardos del florero y la pone con dificultad cerca del su pecho de la mujer.

Los ecos, el olor a madera e incienso y la luz de las velas, dan al recinto una apariencia casi difuminada. Al contemplar por última vez todos los detalles, él sale con lágrimas en los ojos. Son lágrimas de dicha, de nostalgia por la vida, de recuerdos. Se va sin volver a mirar hacía el altar.

Afuera el cielo ya está estrellado; se escuchan legiones de grillos y ranas. El aire fresco lo devuelve a la tierra, a los vivos. Piensa en que tanto olor a santidad casi lo pierde. La noche perfumada de lluvia lo hace sentirse vivo, la tierra bajo sus pies vibra, late. Un sentimiento de euforia lo vuelve invencible ante la muerte. Escucha el ladrido de los perros a lo lejos. Avanza entre los portales perdiéndose en la obscuridad.

Abrió los ojos muy lentamente, parpadeo y se movió, el libro estaba abierto sobre su pecho. Habían pasado apenas cinco minutos desde que se perdió en el último momento de conciencia antes de caer vencido por ese sueño letárgico. Cerró el libro, lo besó y se volteó para continuar dormido.

Cuando despertó, tomó su pequeña libreta de un lado de la cabecera para apuntar todo lo que leyó y vio, sin olvidar detalle. Todo fue registrado en ese otro libro. Era su gran placer pero no lo podía comentar con nadie. ¿Le entenderían? Una vez más le llamarían loco. Qué importaba que hubiera tardado veinte años en terminar la última serie de la novela. ¿Cuál era la prisa? Para él era una costumbre apasionante leer y dejar pasar meses, mientras las imágenes tomaban forma en su mundo. Cada olor, río o persona, existían de manera real.

Por eso, cuando le recomendaban métodos para leer mil palabras en dos minutos, para solucionar su mal, sólo se quedaba callado y ponía cara de que a la brevedad lo resolvería. Por dentro ansiaba el momento en que el sueño se presentaría con todo su peso, justo cuando menos lo esperara. Ya tendría todo listo para iniciar el ritual y continuar con la historia, el separador, las persianas, el pueblo, la lluvia, las velas, los ecos, los rezos, el ladrido de los perros, las campanas, para avanzar entre los portales y perderse en la obscuridad.