Es lo Cotidiano

Dorotea

Rafael E. Martínez

En el interrogatorio me hicieron entender que tu padre no era el primero en morir en tales circunstancias. No quisieron decirme mucho, pero la idea es que varias prostitutas estaban ya en la cárcel clamando inocencia, posesión demoníaca y amnesia selectiva.

En todo Juárez se susurra el nombre de una tal Dorotea.

Sigo siendo una sospechosa. Supongo que otras esposas, familiares o enemigos políticos están siendo investigados también. Lo supongo porque la explicación popular es imposible. Este mundo no es como el de los cuentos.

O si. No estoy segura.

Verás, no descarto la posibilidad de estar realmente loca. No descarto la posibilidad de haber asesinado a tu padre y recordarlo como si hubiera sido justicia divina. Si sigo pensándolo, quizá con el tiempo llegue a la conclusión de que no hubo ángel alguno salido del desierto para vengarnos y quizá, por única vez en mi vida, hice lo que tenía que hacer.

Pero creo tener pruebas de que no fui yo. Dos, para ser precisa.

Deja que te lo cuente.

La prostituta ya estaba fuera de nuestra casa antes de que llegara él. La había visto por la ventana, esperando en la acera de enfrente y pretendiendo que hacía otra cosa. Me reí, te lo juro; ya sé que es patético pero hasta gracia me causaban las pobres. Me serví una copa de vino y regresé a la ventana para observarla. Había adquirido el hábito de inventarles historias mientras las veía con él; había llegado a compadecerlas y ver más allá de su profesión. De algunas hasta me sentí culpable.

Esta última mujer no tenía nada particular, excepto por sus zapatos, que eran amarillos y estaban cubiertos de brillo. En la oscuridad de la noche lo primero que resaltaba desde la acera de enfrente eran esos zapatos amarillos. Su vestido era rojo, para continuar la tradición, pero no era tan llamativo como sus zapatos. Yo supuse que serían cómodos, no creo que alguien, ni siquiera ella, los consideraría bonitos o, válgame dios, sexy.

Iba en mi segunda copa de vino y ya empezaba a pensar que la pobre mujer se estaba congelando afuera y que mi deber era invitarla a pasar y ofrecerle algo calientito antes de que llegara él y nos dedicáramos a sufrir. Antes de asomarme a la ventana escuché el encendido de su automóvil y pensé que se habría cansado de esperar. Suspiré. Aunque ya no sé si de alivio o de tristeza.

No se fue. El auto se apagó de nuevo. Luego hubo silencio. Desde mi percha no veía nada dentro del auto aunque supuse que ahí estaría ella, resignada a esperar otro rato.

Entonces la escuche gritar. Y gritar. Y gritar.

Yo estaba congelada. Durante un momento de confusión pensé que ellos habían decidido hacerlo en el coche y que yo, tonta, no había bajado a observarlos como a él le gustaba. Me puse de pié y bajé a la puerta de entrada, pero cuando llegué al umbral los gritos habían terminado. No sabía qué hacer. Me quedé ahí parada frente a la puerta un rato, copa de vino en la mano y nada en la cabeza.

Luego, a través del vitral en la puerta, vi la figura difusa acercarse, pararse frente al umbral y tocar el timbre. Yo no abrí, seguía en la nada, y ella esperó. Luego caminé el tramo que me faltaba y abrí la puerta.

Le sonreí. No traía sus zapatos amarillos.

Entró en la casa y se fue directo a la recámara. Yo no la seguí. Me quedé ahí, como una estatua. Cuando pasó junto a mi percibí un olor... no era perfume, era... no se que era pero no era perfume. Subió a la recámara y dejó en su camino ese olor.

Cuando él llegó, yo me escondí en la cocina. Lo escuché abrir la puerta y llamarme, pero no quise salir, no me preguntes por qué. A él, claro, no le importó. Escuché sus pasos en la escalera, lentos, como si estuviera siguiendo el olor y eso le impidiera caminar con seguridad. Salí de mi escondite y me asomé por la escalera. La puerta de la recámara estaba entreabierta.

No subí hasta que los jadeos se volvieron extraños. Cuando me di cuenta ya estaba frente a la puerta, pero no me atrevía a asomarme. ¿Entiendes hija que yo sabía que esto no era normal? ¿Que lejos de lo aberrante que esto sería para cualquiera...? yo estaba acostumbrada, pero en esta ocasión algo me apretaba el pecho. No sé cómo explicarlo.

Quizá era el silencio de ella. En todo ese tiempo lo escuchaba solo a él, de ella no salía nada. ¡Nada!

Luego di un paso, quería verla, y algo crujió bajo mis zapatos. Levanté el pié pensando que... no se qué, pero no esperaba ver las huellas de sus pies desnudos en el piso. Una capa ligera de arena marcaba perfectamente la forma de sus pequeños pies, no más grandes que los míos. Miré hacia atrás y vi que las huellas bajaban por la escalera y que provenían desde la puerta.

Entonces, escuché algo que me hizo regresar mi atención a la recámara. Mejor dicho, dejé de escuchar sus jadeos. Quise asomarme pero al mismo tiempo algo en mi, algo oscuro y maravilloso, me impedía interrumpir su labor. Escuché como forcejeaba, como intentaba quitársela de encima y jalaba las sabanas en un desesperado intento por pedir auxilio.

Entonces me hice de valor y me asome por el espacio entre la puerta y el marco y los vi besándose. Era el beso mas hermoso que le había visto dar. Ella estaba encima. Sostenía sus brazos y sus piernas sin esfuerzo a pesar de verse tan frágil. El dejó de moverse. Ella separó sus labios de los de él.

Una diminuta cascada de arena caía de su boca y llenaba la de él.

No sé cuánto tiempo pasó. Recuperé la movilidad hasta que la vi bajar de la cama y, desnuda, salir de la recámara, pasar junto a mí, bajar por la escalera y salir de la casa.

Los investigadores se llevaron su auto, su ropa abandonada y huellas digitales tomadas de la ropa de él. Les llamé casi de inmediato, no creas que me puse a llorarle o que me puse a meditar aletargada sobre lo sucedido. En cuanto ella se fue, recuperé la fuerza, la razón y, por extraño que te parezca, la fe.

Te parecerá un episodio de la Rosa de Guadalupe o algo así, pero tu bien sabes que hace mucho tiempo que dejé de creer en santos.

Y ahora somos libres. Mañana es el funeral y pasado mañana podría estar en la cárcel. No lo sé.

Solo una cosa me falta por decirte, y es que me quedé con algo en lugar de dárselo a la policía. Esa noche, mientras los investigadores entraban y salían de la casa con cubetas de arena, objetos en bolsas y al final su cuerpo, yo permanecí sentada en el jardín frontal. Los veía ir y venir y comencé a inventarles historias. Uno de ellos, imaginé, era un hijo triste, obligado por la tradición y la necesidad, a trabajar en el oficio de su padre, pero no había felicidad ni honor en ello. El pobre tenía una expresión de asco, fastidio y terror que recuerdo fielmente en otro rostro. En otro bello rostro. El tuyo hija.

En fin. Lo vi agacharse para sacar algo de uno de los rosales. “¡Son míos!” le grité.

El pobre se asustó, pero luego de extender mi mano, me entregó los zapatos amarillos y me vio con una cara incrédula, como si pensara que una mujer como yo no podía tener tan malos gustos. No me importó.

Son el par de zapatos más hermosos que tengo.

Rafael E. Martínez

Ciudad Obregón, Sonora, México, 1974

Dramaturgo, músico y actor.

Director artístico de La Salamanquesa: teatro, café y galería.

Premio Nacional de teatro para adolescentes 1994, Puebla, Puebla.

Premio Estatal de Teatro, Sonora 1996

Premio Nacional Obra de Teatro 2002 - INBA- CONACULTA-Baja California

Residencia Internacional para Dramaturgos emergentes - Royal Court Theater, Londres, Inglaterra.

Comisionado por el teatro nacional itinerante de Suecia (Riksteatern) para escribir la obra Un año de silencio

Publicaciones:

Engendrarán Dragones (Dramaturgia) Paso de Gato No. 7, 2003

Un año de silencio (Dramaturgia) Cuadernos de dramaturgia mexicana, Paso de gato, 2007

Mérito (Narrativa) Revista Latinoamericana de narrativa -El Perro- No. 5