martes. 23.04.2024
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Espinas

Flor Bosco

En el despoblado se divisa  el zarzal como esqueleto de quimera, tentáculos hostiles, perchero de amarguras.  Algunas nubes bajan hasta sus blancos dedos puntiagudos para desenredarse los cabellos de agua y mueren de vanidad, dejando su fantasma de neblina.

Las espinas se bifurcan desde su corazón cardo. Tiesas de tiempo completo, no conceden la tregua del erizo. La impronta dejada por la santa sangre les da un cariz religioso: tez de marfil, aroma apócrifo de cera y copal, santuario de perplejidades. Insumisas en la madurez reseca,  se destinan a tejer el símbolo de la inmolación cristiana cuando aún lactan savia  y lucen un tierno verdor. Ya trenzadas en corona infamatoria, listas para calzarse en las sienes, pasan al temor del impenitente y al anhelo del mártir. Supongo que Dios las incluyó en el número de los absueltos por ignorancia; yo también les he perdonado que me hayan prohibido entrar a los jardines del parque cuando era chica.

Con todo y el peso de sus indicios las arranco de la rama seca y las descorazono. Las manos se van acoplando para no tener roces con los pinchos, pero siempre aparecen en  los dedos esferitas de vivo color rojo; por el placer y el dolor indiferenciados en la herida, comprendemos  el éxtasis del mártir. Separadas de la legión resucitan en otras identidades: costillar de seres marinos, terrestres o navegantes del cielo; blindaje de criaturas indefensas, cuernos o colmillos de animales insólitos. Vistas con ojos de hormiga, son gigantes esculturas modernas. Al caer una por una en el cerro de las espinas ya desarraigadas, sus voces chiquitas cantan un salmo de contrición por su gesta infame: haber coronado al rey de los judíos.

(De la serie Objetuario)