viernes. 19.04.2024
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Retentiva en sepia

Diana Alejandra Aboytes

Retentiva en sepia

Desde la entrada de su cuarto, todo me invitaba a sumergirme en un mundo de vetustez que parecía recubrir cada espacio o rincón. Como si una sepia hubiera teñido el aire que ahí se respiraba.

Siendo tan pequeña todo lo veía grande, como aquel ensanchado espejo que pendía sobre el marco de la puerta, inclinado, parecía observarme cada vez que yo veía mi reflejo en él. Por la ventana, apenas goteaba luz. El lugar parecía no absorber los destellos. A pesar de ello me agradaba la estancia.

No podía evitar que mi vista traviesa saltara para mirar lo uno y lo otro. Todos los recuerdos parecían estar contenidos allí, sin posibilidad de escapar. Constituía un extraño contraste; afuera todo cambiante, dentro en trance de inmortalidad.

Por un lado, el ropero de madera con figuras sobresaltadas del mismo material a manera de adorno y cajones que guardaban el ayer de una vida. Los muros con sombríos matices debido a la humedad y el cumulo de años. Éstos, custodiados por fotografías en blanco y negro dando certeza al árbol genealógico. En la añeja cómoda descansaba un radio antiguo desde donde salían grandes voces cantando boleros como: “Arráncame la vida” con Toña la Negra, “Nuestro juramento” con Julio Jaramillo, “Azul” con Agustín Lara, entre otros –de ahí mi gusto hasta el día de hoy por esa música-. Al fondo una vieja pero mullida cama conformaba parte de lo que era ese lugar.

Sentado en un roído sillón, mi querido abuelo Calixto Martínez. Vestía su típico overol de mezclilla azul, camisa a cuadros y un paliacate rojo que asomaba por una de las bolsas del pantalón. Hombre sencillo, viudo, con todos los años encima pero con un joven corazón de oro. Siempre aguardaba sonriente mi llegada, estiraba las extremidades para que mi pequeño cuerpecito cayera en ellos en un buen abrazo. Me sentaba en sus piernas, ya tenía listo para mí un puñado de historias. ¡Eso me encantaba! No me importaba que me repitiese alguna debido a su cansada memoria.

Como aquella en la que narraba que cuando era muy joven vivía en su pueblo de origen: hacienda de Cacalote, en el estado de Guanajuato, México. Trabajaba en el campo y la oscuridad lo sorprendía. En breve por el cielo él veía volar las brujas, se quitaba su cinturón de cuero, levantaba el brazo agitando fuerte y a latigazos las espantaba. Me gustaba la historia pero me asustaba un poco.

Aunado a esto me causaba resquemor ver en las profundidades de la recámara, siempre intacto, un baúl azul claro de madera, con herraje al frente y candado. Sin detalle alguno, feo –al menos así me parecía, por cuanto se interpone entre los ojos y la verdad- quizá el hecho de que permaneciera cerrado alimentaba mi imaginación y curiosidad. Me intrigaba que podía guardar mi abuelo, al grado de ponerle el candado más grande que hasta el momento yo había visto. Llegué a pensar que dentro tenía atrapada a una de esas brujas que contaba en sus historias.

Nunca conocí el contenido. Mi madre murió al poco tiempo y las visitas dejaron de ser constantes. De golpe el destino me arrebató mucho de lo que amaba, ya que mi abuelo murió tiempo después.