viernes. 19.04.2024
El Tiempo
Es lo Cotidiano

¿Qué dices que dice la película?

Federico Urtaza

¿Qué dices que dice la película?

En Youtube se puede ver el fragmento de una entrevista al director de cine Martin Scorsese, en la que habla de lo que pudiéramos llamar alfabetismo visual (sí, suena feo, pero de momento no se me ocurre expresión más afortunada para traducir visual literacy); la lucidez de Scorsese en materia de cine, su profundidad de análisis y su amplio conocimiento de la producción cinematográfica mundial, le permiten fundar perfectamente un tema que con frecuencia al resto de los mortales nos pasa desapercibido porque lo damos por sentado: sí, ver, como hablar, es algo que por natural suponemos fácil, dado y que no requiere de formación alguna diferente de la que nos proporciona la práctica cotidiana.

Pues no, como concluye Scorsese en la entrevista, no es así. Hay que aprender a ver, esto es, hay que hacerse de una cultura visual. Esto empata con lo que cuentan del director mexicano Alfredo Joskowicz, que decía a sus alumnos de la materia Lenguaje y Estructura Cinematográfica en el CCC, que sólo eran un montón de analfabetas funcionales en materia de cine, por muchas películas que hubieran visto en su corta vida.

Esto viene a cuento a propósito de la reiterada queja de que el cine mexicano (y para el caso, el cine de calidad, nacional o extranjero) no tiene presencia en nuestras pantallas. En la presente reflexión me limito al cine, pues el concepto incluyente audiovisual amplía los términos de la discusión, y de momento no es el caso abundar.

Si el lector me lo permite (y, por supuesto, el editor de EsloCotidiano), ofrezco compartir a lo largo de tres o cuatro semanas algunas ideas que últimas a fechas he tenido que afinar sobre el cine y el audiovisual como industria y cultura, para lo cual ahora arranco con lo que he apuntado, la cultura visual (o, mejor dicho la incultura visual) y la necesidad de formar públicos.

Sucede que ya es un lugar común afirmar que el cine mexicano no es visto por el público mexicano, porque no le gusta y prefiere el cine hollywoodense; esto lo dicen los distribuidores y los exhibidores, pero no sólo los que ven en el cine un negocio, sino hasta quienes promueven cineclubes, salas independientes y sitios de internet como espacios alternativos; y también lo dicen y repiten productores, críticos, cinéfilos… Es decir, ya nos la creímos, y todo por no ir al fondo del asunto (y me adelanto a negar que tengo la solución mágica; sólo comparto inquietudes que mucha gente del medio ha conversado conmigo).

La evolución del cine ha pasado del entretenimiento, como originalmente se le concibió, a convertirse en un producto cultural, en una acepción tan amplia que incluye el entretenimiento, la información, la formación y hasta la propaganda y la enajenación.

Como ha señalado Mario Vargas Llosa en su libro La civilización del espectáculo, tendemos a una trivialización de la realidad bajo el supuesto de hacerla más accesible, resultando que en lugar de hacer sencillo lo complicado hemos dado en simplificar, que no es lo mismo, pues el segundo verbo nos lleva a banalizar. Las fórmulas narrativas que habían tendido a la complejidad desafiante, han vuelto a los esquemas básicos (simplificados) planteados por Aristóteles, dándonos relatos superficiales, que sin duda tocan la emocionalidad pero se alejan de manera creciente de la racionalidad, ya no digamos de un intelectual, sino del simple ser humano que conserva algo de lucidez y sentido común.

Y más, todavía: en el mismo medio cinematográfico se advierte la terrible tentación de abusar de la tecnología (al igual que de la técnica narrativa) para producir películas en las que pasan muchas cosas pero, paradójicamente, no sucede nada, es decir Mucho ruido, pocas nueces.

Esto, por supuesto lo resiente el público, que deformándose va formando un espectador que se contenta con degustaciones, pues se le escamotea la cena fílmica completa. Uno no puede esperar que el público esté integrado por gente con intereses intelectuales que ni los propios intelectuales tienen ya (ocupadísimos en sobrevivir en la jungla académica); de hecho, sería ocioso tener tal expectativa, pues a querer y no, vivimos una sociedad de masas, a pesar de la diversidad diversa que nos acomoda en nichos y nos asesta etiquetas.

Pero aun pensando en un espectador promedio al que creemos necesario rescatar (como tarea cultural y liberadora, y por ende política), tendríamos que replantear varios conceptos, empezando por el de público, para seguir con el tema de la oferta de bienes y servicios culturales, en específico los de naturaleza cinematográfica, puesto que el cine, como el teatro, tiene mucho de comunitario, de integrador social.

Formar públicos implica voluntad de cambio, salir de la zona de confort del darle a la gente lo que la gente pide (falsa premisa, de todas maneras y que se habrá de demostrar en la siguiente entrega), para seducir al público como entidad colectiva integrada por individualidades, situación que lleva implícita en la diferencia la necesidad del intercambio de ideas, del diálogo. Esto, a su vez, supone el ejercicio de virtudes como la tolerancia, el respeto y el ejercicio de la inteligencia. Necesitamos reaprender a convivir, a conversar, a compartir experiencias colectivas para internalizarlas y encontrarnos también en el otro.

Adquirir una cultura visual es aprender desde lo básico la gramática de la imagen, sea fotográfica, pictórica o cinematográfica/audiovisual; es deponer la cómoda ingenuidad para participar en la producción de significados.

Y no se trata de que todos nos convirtamos en cineastas ni críticos de cine; sólo se reduce esto a ser inteligentes, sensibles, activos.

¿Es mucho pedir? Por ahora parece que sí, pero no le hace; hay que dar la batalla. Luego seguimos.