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Mi maestro de civismo

Mónica Navarro

Mi maestro de civismo

He de confesar que he sido privilegiada en cuanto maestros; he tenido grandes docentes, formidables, entusiastas, entregados, creativos e inteligentes. También me ha tocado sufrir con aquéllos a quienes la vida no llevo por la vocación correcta, pero en mi lista de maestros inolvidables resalta en nombre de Anselmo Guerrero, mi maestro de civismo en la escuela secundaria y una persona que marcó profundamente mi existencia.

Eran finales de los 70 cuando coincidimos en el aula. Él era un hombre de mediana edad, tez morena clara con una hermosa nariz recta y un hablar pausado, quedo, que nos hacía guardar silencio para escucharlo. La paciencia era su virtud y tenía diversas maneras para exponer su tema. Eran los 70; la exposición era el método predominante.

El civismo era una asignatura obligatoria do,de nos enseñaban las pautas de convivencia social (nota para quienes no la cursaron).

El grupo era común, conformado por adolescentes que estábamos más pendientes del toque de recreo que de la clase. Nuestra pesadilla mayor era llevar el uniforme y nue,stra meta la fiesta del fin de semana, pero pese a eso, él sabía impregnarnos de su espíritu. En su materia aprendí la señalética de las vialidades, aprendí elementos básicos del Derecho –como que la ignorancia no es excusa para quebrantar la ley-, de la retroactividad de la ley. Comprendí que unido a un derecho existe una obligación, por mencionar algunos tópicos.

El maestro Anselmo se apasionaba cuando hablaba de símbolos patrios, y no sólo era vehemencia de palabra; era entregado en los actos cívicos. No sólo predicaba el respeto sino lo practicaba en clase. Jamás se refirió a nosotros en términos peyorativos; al contrario, siempre nos alentaba a crecer.

No sólo la docencia era su pasión. También la apicultura, así que en el mercado de la ciudad era una figura conocida los fines de semana, vendiendo su miel con un trato amistoso.

Pasaron los años, llegaron nuevos maestros, la vida me llevó a evaluar los aprendizajes escolares, mis afectos se trasladaron a otros educadores, pero siempre reservé un espacio para mi maestro de civismo en la secundaria.

Aún ahora en situaciones comunes, como cuando veo que los conductores no respetan el alto, no prenden sus direccionales, no renuevan sus licencias. Cuando observo que pocos se detienen al escuchar el Himno Nacional y menos aún se atreven a entonarlo o saludar a la bandera, lo escucho y recuerdo su instrucción, como la imagen de un consejero al oído.

Hace unas semanas, en mi trabajo la vida me dio la oportunidad de reencontrarlo. A sus 87 años sigue erguido, caminando suelto, coherente. Su hablar pausado permanecía en él, igual que su bonhomía.

Me sorprendí al ser reconocida, que supiera mi nombre y recordara a mi familia. Después de atenderlo en el servicio me vi impulsada por la emoción a abandonar mi trabajo por un instante y abrazarlo. Quise decirle con mis brazos cuánto le quiero y aprecio. Me contó que de manera cotidiana recibe muestras de aprecio de quienes fuimos sus alumnos, y eso me llenó de placer.

Escribo estas líneas para todos quienes han aportado en mi vida. Especialmente para mi maestro Anselmo, quien constantemente está presente en mis actos, y confirmo que la educación es un privilegio, y algunos portan con orgullo y dignidad el oficio de ser maestros.