Es lo Cotidiano

Postal de día de muertos

Edgard Cardoza

Postal de día de muertos

Mi primera borrachera fue a los catorce años en compañía de cinco amigos de secundaria (Omar, Vita, Guarumo, Víctor López, el Charro, todos de mayor edad que yo). Nos reunimos en el tinacal del pueblo a ingerir por mi cumpleaños vino de marañón con aguardiente, mezclados en un enorme cántaro de barro. El lugar –a las afueras del pueblo– lindaba con la parte trasera del panteón municipal, se percibía un cierto olor a carne chamuscada: pensé jocosamente que algún muerto me quería decir algo o trataba de escaparse de su encierro. Me fue indicado que debía sentarme en aquel desvencijado taburete iniciatorio –la silla eléctrica, le llamaban– y servirme con un cuenco de madera una jícara repleta del bebestible en cuestión.  

Recuerdo la sonrisa chimuela de doña Desideria la matrona, las risas alborozadas de mis compañeros de festejo, la vista nebulosa de algunas cruces del cementerio vecino que distinguí de reojo justo antes de empinar el primer trago del tercer recipiente del elíxir de marras. Después todo se borró, hasta que a media noche sentí caer sobre mi cuerpo la inclemente lluvia del trópico y me descubrí tirado sobre la lápida mortuoria en donde mis compañeros de celebración me habían dejado a reposar mi juma inaugural. Salí despavorido y no paré hasta llegar a casa.

Por muchos días creí ver cadáveres asomándose de todos los rincones. Desde entonces sigo huyendo, pero no puedo quejarme. A pesar de haber entrado en sociedad por la puerta trasera de un panteón, después de una guerra sangrienta y un prolongado exilio, continúo vivo y escribiendo postales añorantes.