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UN RATITO DE TENMEALLÁ

La vida como campo de batalla*

Mariana Ríos Maldonado

 

 

Tachas 08
Tachas 08
La vida como campo de batalla*

 

El mundo se uniformiza ante nuestros ojos; los medios de comunicación progresan; el interior de los apartamentos se enriquece con nuevos equipamientos. Las relaciones humanas se vuelven progresivamente imposibles, lo cual reduce otro tanto la cantidad de anécdotas de las que se compone una vida. Y poco a poco aparece el rostro de la muerte, en todo su esplendor. Se anuncia el tercer milenio.
Michel Houellebecq

La vida moderna es una guerra, una lucha protagonizada por el ser humano en conflicto con su propia vacuidad, con el hartazgo de sí mismo, y con un mundo moderno plagado por las sombras de la soledad, la mecanización y la deshumanización. Esta batalla es entre hombres y animales, éxitos económicos y fracasos sexuales, sistemas y teorías. Aquí no hay compasión para los muertos –paquetes pesados e inertes–, ni para los enfermos, estorbos a los cuales se les necesita acelerar el paso hacia el más allá. La fe no existe, y no se cree ni en uno mismo, ni en el hombre, mucho menos en Dios. Cada quién vela por su propia persona, y no hay garantía de supervivencia.

El narrador de la novela de Houellebecq es un ejecutivo informático de 30 años, satisfecho con su estatus social pero frustrado en su vida sexual, quien describe y elabora teorías acerca de las leyes que rigen su realidad en un afán de protegerse de ella. Como su protagonista lo define, “El liberalismo económico es la ampliación del campo de batalla, su extensión a todas las edades de la vida y a todas las clases de la sociedad”.[1] Este liberalismo se ve reflejado en cada uno de los aspectos que determinan la vida del hombre y la forma en que éste se concibe a sí mismo, tanto en lo individual como en lo colectivo. Lamentablemente, esta situación parece contribuir a una idea generalizada de la humanidad como fracasada, lo cual, sin embargo, no impide que la gente así parezca –y crea– ser feliz.

Uno de los ideales de la modernidad es la constitución de “una sociedad perfectamente informada, transparente y comunicante”,[2] progreso que se persigue mediante la aplicación de una metodología a todos los ámbitos de la vida humana, lo cual ha reducido al mundo a un sistema de transacciones y las relaciones personales a un mero intercambio de información. Este empobrecimiento tiene que ver en gran medida con la libertad, entendiendo ésta como la cantidad de elecciones posibles a las cuales puede acceder una persona: entre mayor sea el grado de libertad, o mejor dicho, entre más se tenga de dónde escoger, más imposibles se tornan las relaciones humanas, pues los encuentros se ven marcados por el desencanto y la desilusión. La rutina de la modernidad es consiste en, cuando una cosa o sujeto resulte defectuoso, aún en el más mínimo detalle, optar por algún otro objeto o individuo que borre esa decepción de manera inmediata y satisfactoria. Siempre que las personas se encuentren “dedicadas a consumir, y por lo tanto a contribuir a la reafirmación de su ser”,[3] estarán complacidas consigo mismas y con el universo.

La transformación del sexo a punto medular de la existencia humana es otra consecuencia de la libertad y la aniquilación de las relaciones personales. En la era moderna, el sexo justifica el concebir la vida como excitante y maravillosa, aunque en realidad la percepción que tiene el hombre acerca de ella sea muy distinta. La clave de una relación interpersonal es su carácter sexual, debido a que la sexualidad constituye un segundo sistema de jerarquía social, igual de importante que la clasificación social basada en el dinero, y de implacable que el liberalismo económico desenfrenado. Es por ello que cualquier persona, incluso una niña de 15 años, gustosa participa en los actos de ligar y seducir como medidas necesarias para mantener cierto estatus sexual, aunque eso signifique que a los ojos del mundo la persona en cuestión no sea más que un objeto de satisfacción sexual. Incluso, a medida que un individuo se hace más viejo, el estar dentro de una pareja se torna en extremo pertinente aún fuera del contacto social, de manera que la entidad pareja es más importante que el individuo.

La cuestión radica en que los pobres sexualmente hablando son incluso más patéticos y han caído más bajo que aquellos pobres económicamente, y peor aún si son feos, ya que éstos por el simple hecho de serlo no tienen derecho ni al amor ni al sexo; irónicamente, son los feos los únicos que muestran afecto y preocupación genuinos, sólo ellos siguen “teniendo esperanzas y esperando”.[4] Esto no significa que el amor no exista; sí existe, pero “sólo puede nacer en condiciones mentales especiales, que pocas veces se reúnen, y que son de todo punto opuestas a la libertad de costumbres que caracteriza a la época moderna”.[5]

En la modernidad, los hombres como raza se distinguen, entre otras cosas, por ser más animales que seres humanos propiamente dichos. Las personas son como los cerdos, cuyas risas son largas y grasas; son sapos que se frustran inútilmente por atrapar una presa que jamás conseguirán, pero no se rinden porque su orgullo no los deja; serpientes que acechan y atacan para desestabilizar a cualquiera que se les ponga enfrente; y dogos que nunca sueltan su botín. En casos más extremos, son vacas que orgullosas sólo se dedican a pacer, viviendo sin angustias, indicando “una profunda unidad existencial, una identidad envidiable por más de un motivo entre su ser-en-el-mundo y su ser-en-sí”,[6] pero que a diferencia de las potrancas, a la cuales les son prometidas el disfrute de sementales, las vacas tienen que resignarse al triste placer que proporciona la fecundación artificial. Meses más tarde, darán a luz a un ternero, beneficiando así al ganadero que simboliza un inclemente Dios. Por último, son chimpancés capturados por una bandada de cigüeñas, las cuales los ejecutan por poner en duda el orden del mundo. Estas bestias hacen evidente que el hombre no es tan racional como él cree, o bien, su racionalidad sólo sirve para atrapar a otros, destruirlos, y arruinarse a sí mismo en el proceso. Cualquier animal puede ser mucho más humano que el hombre, convirtiendo a la sociedad humana en una gran fábula retorcida y enfermiza.

La especie humana sufre una depresión generalizada, en la cual el hombre ve al mundo a su alrededor como demasiado alto, un mundo demasiado sencillo basado en un sistema masculino de miedo, dominación y dinero llamado Marte, y otro femenino fundamentado en la seducción y el sexo llamado Venus. “Y eso es todo. ¿De verdad es posible vivir y creer que no hay nada más?”.[7] Las nociones de vejez y muerte dominan la conciencia, impidiendo que subsista el discernimiento de algo más, y los límites del mundo se hacen certeros. “El mismo deseo desaparece; sólo quedan la amargura, los cielos y el miedo. Sobre todo, queda la amargura; una amargura inmensa, inconcebible”.[8] Al final es el hombre solo consigo mismo, quien ha vivido vacía y brevemente, pensando que no va a morir, aunque se siente aislado, consumido y su vida parece nunca más sonreírle porque está a punto de detenerse. Él se siente un adolescente disminuido, ya que sólo en la adolescencia puede hablarse de la palabra vida en toda su extensión; todo lo que sigue no es más que una antesala a la muerte. Este sentir engendra envidia y odio hacia los jóvenes, culminando en un deseo de querer verlos morir a todos.

El hombre ha perdido el sentido de sus actos, y adopta una posición de observador que vive en un paraíso teórico, pero el cual nunca podrá conjuntarse con el mundo real. De hecho, su interior jamás podrá fusionarse con el exterior, y siente que ha fallado en la vida: “Siento que se están rompiendo cosas dentro de mí, como paredes de cristal que estallan. Ando como un león enjaulado, rabioso; necesito actuar, pero no puedo hacer nada, porque todas las tentativas parecen condenadas al fracaso de antemano. Fracaso, fracaso por todas partes. Sólo el suicidio resplandece en lo alto, inaccesible”.[9]

Bienvenidos al campo de batalla. En esta vida los soldados ya no buscan sobrevivir, porque saben que ésa ya no es una opción; sólo buscan algo que justifique su presencia en algún lado. Dice Michel Houellebecq

Pero en realidad no hay nada que impida el regreso, cada vez más frecuente, de esos momentos en que tu absoluta soledad, la sensación de vacuidad universal, el presentimiento de que tu vida se acerca a un desastre doloroso y definitivo, se conjugan para hundirte en un estado de verdadero sufrimiento.

Y, sin embargo, todavía no tienes ganas de morir.

*Título completo de este artículo: La vida como campo de batalla. La guerra de la modernidad y del hombre en La ampliación del campo de batalla de Michel Houellebec

[1] Michel Houellebecq, Ampliación del campo de batalla, Anagrama, Barcelona, 2006, p. 113.

[2] Ibd., p. 52.

[3] Ibid., p. 80.

[4] Ibid., p. 103.

[5] Ibid, p. 127.

[6] Ibid., p. 14.

[7] Ibid., p. 165.

[8] Ibid., p. 166.

[9] Ibid., pp. 148-149.