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AGUA LA BOCA

El paraíso barroco de la cocina conventual

María Luisa Vargas San José

El paraíso barroco de la cocina conventual

Apenas tres años después del gran banquete con el que Hernán Cortés celebró el triunfo de la caída de Tenochtitlán, llegaron los primeros frailes a Nueva España. En 1524 llegaron los Franciscanos, los Agustinos y Dominicos poco después. Todos comenzaron a construir conventos que, siguiendo la usanza medieval, poseían un huerto y hortaliza tan grandes como la comunidad a la que debían de alimentar.

Los conventos femeninos podían tener celdas con cocina para aquellas monjas de mayor linaje, o cocinas comunes cuando la regla prescribía la vida y la alimentación colectiva. Estas cocinas conventuales en la Nueva España crecieron con respecto a las españolas, y se convirtieron en espaciosos recintos de techos altos y  grandes ventanas, que llenaron de luz el atareado corazón del edificio monacal, generalmente situado a un lado del gran comedor comunitario.

 Algunas veces, en el interior del muro que dividía una estancia de la otra, podía circular el agua que venía del pozo al jardín, al acueducto y que caía después a una fuente, enfriando este espacio en donde se podían almacenar frutas y verduras por un tiempo largo.

Los laboratorios de la alquimia doméstica conventual eran jolgorientas cocinas que, recubiertas de piso a techo con amables mosaicos de talavera, albergaban fogones y hornillas empotrados en sus paredes interiores, en donde también  colgaban,  con orgullo de campeones,  un equipo magnífico de cazuelas de cobre, ollas de barro, cucharas de madera y estaño, jícaras, tecomates, jarritos, metates y molcajetes dispuestos con la disciplina de una orquesta, listos para el concierto perfecto de cada día, que comenzaba al alba y crecía en sabrosura e intensidad hasta bien entrada la tarde, para ir recobrando la serenidad después de la cena.

Cuán dulces fueron los  experimentos que se dieron en el clausurado y casto interior de estas casas que acabaron convirtiendo sus cocinas en pequeños pedacitos del Paraíso en donde las razas y las culturas podían encontrarse femeninamente, creativamente, placenteramente.

Las monjas trabajaban hombro a hombro con las cocineras mexicanas. Así “el intercambio de maneras de guisar, de tonos e ingredientes dio lugar a una cocina en la que los pucheros contuvieron, además de las hortalizas europeas, las calabazas, chayote, papa o el camote de estas tierras; los moles -molli- o salsas indígenas aceptaron pimienta negra, clavo y otras especias de las indias orientales” (Buenrostro & Barros, 2001, 51).

Jamones y tocinos se usaban con frecuencia, al igual que los chiles, frijoles, tomates pepitas de calabaza; nopales, maíz y camote, mano a mano con zanahorias, acelgas, lentejas, habas, ajonjolí, queso y manteca.

Los pipianes de pepita aceptaron inmediatamente el ajonjolí y frutas como el tamarindo o la piña preparaban a los paladares atrevidos para la experimentación con los sabores agridulces que tan bien se llevan con las carnes de cerdo y cordero.

En los conventos podía haber tamales de almendra y buñuelos navideños elaborados con pulque o tequesquite para laudar la masa. Una receta especial de chocolate para halagar a los altos funcionarios que beneficiaban a los conventos, a las damas de la corte y al señor obispo,  contenía cacao de Guatemala, achiote, chile ancho, azúcar y canela, además de unas cuantas hojas de naranja que perfumarían esta espumosa delicia colonial. Los “Pastelitos de Santa Isabel” contenían maíz nixtamalizado seco, manteca derretida, huevos y azafrán y estaban rellenos con exquisitos picadillos. ¡Vaya una mezcla internacional!

Pero la más grande contribución de los conventos a la cocina mexicana estuvo, sin duda, en la creación de un catálogo inmenso de dulces y postres a cual más creativo, sensual y provocativo. Es a partir de la venta de estas delicias que los conventos pudieron sufragar los gastos de la gran cantidad de mujeres que los habitaban y que debieron encontrar dulces maneras de agradecer a sus protectores la generosidad metálica con la que aquellos debían contribuir.

Don Artemio del Valle Arizpe, cronista de los placeres de la boca, recuerda aquellos dulces que salían del torno del convento como un ejército de ángeles, muestra de la mansa suavidad de la vida de oración y trabajo de quienes , puertas adentro, solo ofrecían bondades al mundo.

“Sus dulces son una pura maravilla, la cima y el emporio del convento; sus alfajores, de tradición morisca, sus melindres y susamieles, sus yemitas acarameladas entre picados papelillos de diferente color, semejan extrañas flores, sus huevitos de faltriquera, sus alfeñiques, sus leves aleluyas, sus canelones de acitrón, sus tiranas de calabaza, sus refulgentes picones de camote con piña y almendra, de camote con naranja o camote con chabacano, sus sonrosadas panochitas de piñón, ligero rubor hecho dulce y sus eximios peteretes, sus mantecadas, y su gorja de ángeles y sus tortas pascuales y las empapeladas ya con barrocos dibujos de canela que exceden a todo gusto y a todo aroma  (Valle Arizpe, 1980, 45).

La dulcería fue una extraordinaria expresión alimentaria del barroco mexicano, su obsesión por la forma, la exaltación de los sentidos y la gran vitalidad con la que se trabajaron las técnicas y los ingredientes hasta obtener dulces caprichosos, sabores inesperados y profusos, recuerdan a todas luces el retablo de un altar recamado de oro, brillante y oscuro al mismo tiempo, imponente, abigarrado, y aún así, perfectamente armónico.

 Un mundo secreto y escondido, mágico y sensual que dentro del convento desarrolla un amor casto y obediente, pero que al mismo tiempo alimenta una carnalidad sin límites en esa exploración del placer sutil instalado en pequeños caprichos de colores y formas inocentes.