viernes. 19.04.2024
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De Villoro a Freire: la pasión vocacional de ser buscador y despegarse de las formas vegetativas de vida

César Zamora

De Villoro a Freire: la pasión vocacional de ser buscador y despegarse de las formas vegetativas de vida

El ser que se sabe inacabado entra en un permanente proceso de búsqueda
Paulo Freire


“Paulo Freire no fue, sigue siendo. Freire
murió sin morir el 2 de mayo de 1997”
Orlando Balbo y Augusto Blanco
Palabras preliminares en “El grito manso”


“Yo he preferido hablar de cosas imposibles,
porque de lo posible se sabe demasiado…”
Silvio Rodríguez
“Resumen de noticias”


“Porque el plomo de la mentira cae, hirviendo,
sobre el cuerpo del pueblo perseguido”
Efraín Huerta
“¡Mi país, oh mi país!”

En la República de la pasividad, el interventor educativo –como emprendedor sociocultural o trendsetter– debe ser una voz crítica y, al igual que el intelectual orgánico o el periodista alejado de las subvenciones, marcar una nueva pauta creativa para despertar en el otro la curiosidad, la conciencia de inacabamiento, como primer paso para que renuncie a ser sólo objeto y se convierta, decididamente, en sujeto. Desde la perspectiva freiriana, en este breve ensayo se abordará –y se subrayará– la relevancia y la trascendencia del término curiosidad, como el motor esencial para la obtención del conocimiento (saber) y la utilidad o la aplicación de éste en diversos campos (saber hacer). Tomando como punto de partida una conversación fugaz con el escritor Juan Villoro en la edición 2012 de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL), se busca contribuir al diálogo sobre las condiciones en que el interventor educativo trabaja para lograr la (re)activación de recursos personales y grupales. Para remarcar la sobrevivencia del discurso de Paulo Freire en un panorama globalifílico/neoliberal, ofrecemos una lectura que, si bien no es nueva, por lo menos pretende bordear la idea de lo diferente.

Antes de que se escabullera, lo alcancé para bloquear la puerta de emergencia y, si el staff de la FIL otorgaba el permiso, conversar con él un par de minutos.

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[1] Ensayo elaborado a partir de la lectura del libro “El grito manso”, de Paulo Freire

Desplegué mi brazo derecho como si fuera la catana de un guerrero oriental, a efectos de impedir la fuga e iniciar la entrevista en los linderos de la Expo Guadalajara.

No es lícito valerse de semejantes medios para entablar una charla con un escritor, pero preví ser intrépido, lo más que se pudiera, para bordear el resplandor áureo de un Premio Internacional de Periodismo Rey de España (2010).

Aunque apresurado, Juan Villoro (México, DF, 1956) se dio el tiempo para atenderme. Fue tan grande la sorpresa que no pudo contener un gañido –a decir verdad, sí aulló–. Y en ese momento, sin acto de contrición que suavizara el asunto, sentí que sí había incurrido en una grave equivocación, en un trato ultrajante.

Pero se notó el regodeo en su cara cuando le dije que había leído sus cuentos róquenrroleros. Hacer literatura a partir de la música, utilizando caló barrial o del hampa, es algo que siempre me ha fascinado.

—¿En serio? —preguntó Villoro, el heredero de la Onda (sí, ya muchos lo saben, el rollo, el rebane, de Parménides García Saldaña, José Agustín y otros chavos en los ya remotos y re–motos años sesenta).

Se suponía que yo debería estar en el Primer Congreso de Intervención Educativa, mas alguna fuerza que ni la Divina Providencia podría explicitar me llevó hasta la Furia del Libro.

—Aaah, ¿leíste alguno de los que se publicaron en “Crines”? —inquirió el autor de “Tiempo transcurrido” y admirador de Café Tacvba.

—Sí, leí “Mil novecientos setenta”, “Mil novecientos setenta y tres” y “Mil novecientos setenta y cuatro”, con las ilustraciones de Ahumada —respondí tenuemente, como quien da un recado casi en secreto. Por cierto, la antología “Crines, lecturas de rock” me la había prestado el profesor José Báez Zacarías, con quien hice un montaje sobre el poeta silaoense Efraín Huerta en la Unidad 111 Guanajuato de la Universidad Pedagógica Nacional (UPN).

—A mí me pasa un restorán el rock; es más, hoy tenía que ir con mi hija al concierto de los ex miembros de Guns & Roses, pero debía cumplir con este compromiso, estar en la FIL —explicó.

Y no lo vi con mala disposición hacia la plática, así que proseguí.

En noviembre ya hace frío y Villoro se puso su chamara color verde olivo.

Cuando mi fanatismo literario me condujo al inexorable momento de pedir un autógrafo, el abajo histórico se filtró accidentalmente hacia el arriba y el presente, hacia la diaria superficie. La Licenciatura en Intervención Educativa, la LIE, rondaba constantemente por mi cabeza, pues yo debía estar en el Congreso y no en el fandango de las letras.

—El profe Raúl (Martínez Cortés) debe estar preguntando en todos lados por mí y de seguro me va a llamar la atención —pensé. Acto seguido, le dije a Villoro, quizás de manera jactanciosa, que tenía algunos cuentitos del lumpen, sencillitos, sin tanta luminotecnia.

Mientras recordaba un verso de la canción “Resumen de noticias” de Silvio Rodríguez (“No he estado en los mercados grandes de la palabra, /pero he dicho lo mío a tiempo y sonriente”), Juan Villoro, quien recibió los doctos consejos de Tito Monterroso, me preguntó:

—¿Has leído algo de Freire?

Moví la cabeza de un lado hacia otro para negar –y sólo fue simulación, porque en el Taller de Redacción y Comprensión Lectora de la LIE ya habíamos leído “La importancia del acto de leer”, del mismo pedagogo brasileño–.

—Por el momento no importa, lo que importa es que nunca se pierda la naturaleza de ser buscador. La curiosidad es el motor esencial del conocimiento, la principal vacuna contra la inmovilidad, la pasividad, y la curiosidad debe ser, por antonomasia, el principal componente en alguien que aspira a escribir algo leíble, a enseñar algo que ayude a contagiar de curiosidad a otros —disertó.

Cuando apenas levanté el índice para replicar, él volvió a tomar la palabra:

—Aprende a conocer lo diferente de ti. Si no fuera por la curiosidad, no estuvieras hoy aquí —agregó.

Sólo quedé boquiabierto y anoté rápida y disimuladamente.

—¿Qué libros de los que has visto en la FIL te interesaron?

—Algunos de Jodorowsky que no tengo.

—Ja, ja, ja, los de la psicomagia y el tarot, ja, ja, ja –dijo, desternillándose.

—No, los comics que hizo con Moebius, pero los precios están por las nubes.

“El Beto”, un amigo de Tetlán que me acompañaba en ese momento, se carcajeaba por semejante rollo e insinuó que ambos andábamos bajo el influjo de cinco “Minervas” cada uno.

—¿Para quién? —preguntó el escritor respecto a la dedicatoria.

—Ah, para César Zamora, por favor, un incipiente escribano —indiqué, con un ligero toque de acidez humorística.

—Bueno, pues no lo olvides, César: cu–rio–si–dad, u–na ex–pe–rien–cia vi–tal —silabeó –y de repente me pareció estar escuchando al oso Baloo en “El libro de la selva” cuando canta “busca lo más vital” con la voz de Tin Tan–.

Más allá de ser un hito cultural en mi vida, la nanoplática con Juan Villoro marcó una mojonera en mi comprensión de la práctica educativa, del pensar educacionalmente. Si hay algo que contraría la naturaleza del ser humano –exponía Freire–, ese algo es la no búsqueda y, por lo tanto, la inmovilidad, un virus sumamente dañino en el quehacer educativo.

La intertextualidad en este trabajo cobra validez a partir de una aclaración: el encuentro con un “orfebre del lenguaje” en la edición 2012 de la Feria Internacional del Libro (FIL) me indujo, inexorablemente, a leer con mayor avidez algunos capítulos de la obra de Paulo Freire (Recife, Brasil, 1921–San Pablo Brasil, 1997). Poco después, la clase de Teorías Educativas en la LIE serviría de refuerzo para pensar en fomentar la no inmovilidad, para combatir la abulia.

Paulo Freire, quien solía decir que el pueblo es verdaderamente pueblo cuando empuja y no cuando sigue, no sólo nos obsequió las herramientas básicas para generar una propuesta –reflexiva y no instintivamente insurreccional– que nos guía en la tarea de enseñar a sopesar y afrontar los desafíos del nuevo orden global en diversos ambientes o espacios –la simiente de la Licenciatura en Intervención Educativa–, sino que su obra, casi de manera prometeica, forma meandros por nuestra conciencia. Como si la influencia de Freire dibujara un río imaginario en el interventor educativo, cada curva representa un remanso de sosiego intelectual, para afrontar a los refractarios, para refutar las posturas de quienes no creen, por influjo del discurso oficialista, del Facebook u otros venenos posmodernos, en la movilización y la trascendencia del autoconocimiento, la (re)activación de recursos personales y grupales.

En la República de la pasividad, el interventor educativo –como emprendedor sociocultural o trendsetter– debe ser una voz crítica y, al igual que el intelectual orgánico o el periodista alejado de las subvenciones, marcar una nueva pauta creativa para despertar en el otro la curiosidad, la conciencia de inacabamiento, el ser buscador, como primer paso para que renuncie a ser sólo objeto y se convierta, decididamente, en sujeto. En el campo educacional, el interventor educativo es un personaje trendy (de moda), pero únicamente lo es por ser la última novedad en el mercado laboral; sin curiosidad de por medio, sin la conciencia de inacabamiento en juego, sin avidez intelectual, el interventor jamás tendería a marcar una nueva pauta creativa para vencer la pasividad y, por lo tanto, perdería su nicho en la historia de la educación. Lo que sorprende por su carácter diferencial es, por lo común, estimulante o/e inspirador, y a ello, precisamente, debe aspirar cualquier interventor en el México donde abundan las falacias, en el México que Efraín Huerta retrató en el poema “¡Mi país, oh mi país” (1959): “Porque al granadero lo visten/de azul de funeraria y lo arrojan/lleno de asco y alcohol/contra el maestro, el petrolero, el ferroviario/y así mutilan la esperanza/y le cortan la esperanza y la palabra al hombre—/y la voz oficial, agria de hipocresía, proclama que primero es el orden y la sucia consigna la repiten los micos de la Prensa”.

Valga la reproducción de este fragmento poético de Huerta (Silao, 1914–México, DF, 1982) para abordar la relación entre la política –o el poder– y la educación. En esta relación –ya lo advertía Freire– también se deben considerar los papeles del mercado y algo que llamaremos “mecanismo moralino”; mientras que el primero estima los proyectos educativos convenientes en base a los intereses que pueden generar, el segundo debe decidir qué servicios y productos educativos impulsar sopesando la dificultad económica para el diseño, el estudio de pertinencia, la implementación y los efectos que pudiera producir en diversos planos, sobre todo en el de la reproducción del orden hegemónico (pensemos, por ejemplo, en el interventor guanajuatense, inserto en un ambiente ultraderechista, donde las políticas educacionales tienen, por lo menos en apariencia, un andamiaje fascistoide y no laicista; ¿cómo opera un interventor despojado de la curiosidad en un ambiente así? ¿Tiende a convertirse en objeto o actúa como sujeto? ¿Se vuelve oveja domesticada o propone una nueva pauta creativa para vencer la pasividad y el conformismo?).

Allí está el interventor educativo situado ante un peligro político que jamás podría sortear sin curiosidad como sinónimo de talante reflexivo. Quien habla y obra con reflexión, sin “vacas” vivas, tendrá la capacidad suficiente para operar sin provocaciones ni resentimiento en medio de la tensión que existe entre dos polos: a) la necesidad de visibilizar y legitimar el papel del interventor en un mercado económico realmente precario para las nuevas rutas en educación y b) el ideal del interventor como autónomo y resistente ante el oropel de las instituciones y las subvenciones.

Constantemente, se levantan polvaredas por el rol del interventor educativo en la relación con el poder y la manutención económica derivada del erario público; la subordinación al dinero que otorga el gobierno en turno podría dar como resultado una masa acrítica que reposa sobre cimientos ilusorios (tal como ocurría con la familia empobrecida en el cuento “La vaca”, de Camilo Cruz). Bajo estas circunstancias, el interventor sin curiosidad que quiera optar por un subsidio encarnará un perfil muy parecido al de un oficinista obligado a cumplir con los requisitos de una empresa; no queremos decir con esto que deba condenarse a la miseria o vivir como carmelita descalzo, pero sí evitar, lo más que se pueda, que la sociedad lo identifique como una figura que, en vez de empoderar, (re)activar las capacidades del aprendiz o alumbrar en medio de la oscuridad cognitiva, se dedique a moldear la conciencia rígida o petrificada que exigen las diligencias burocráticas de un gobierno que, probablemente, no tiene idea de qué es la educación o que ha dirigido el objetivo primordial de ésta a la perpetuación de la anomia o la pasividad.

Como trendsetter (iniciador de una tenencia o pionero), el interventor educativo podrá ver que el sistema mexicano ha sido todo lo que se quiera, excepto estático, desde el estallido de la Revolución (la de 1910 y la digital). En la actualidad, las transformaciones inminentes son, indudablemente, de carácter multifactorial, son cruciales para determinar el rumbo que tomará la vida política y enfrascan a la sociedad mexicana en polémicas reiterativas (¿qué rasgos específicos tiene el sistema actual y cuáles son las presiones y las pasiones que vuelven urgentes, e inclusive inevitables, los cambios estructurales?). Tal como apuntamos en otro trabajo, una de esas transformaciones se circunscribe a la esfera educativa y ha engendrado innumerables discusiones bizantinas e informales, excesos propagandísticos, invenciones, mitos, pretextos y vacilaciones, pero también ha dado pie a las más relevantes reflexiones sobre la educación en México, considerando que quienes acaparan el poder político y económico generaron un modelo unitario, no reajustable y viciado por la permanente injerencia yanqui (¿un interventor acrítico sospechará que EU pretende balcanizar México?). El interventor tiene frente a sí las opciones de posar en la historia como un pálido personaje trendy (de moda) o como un ejemplo de coraje y madurez frente a los retos que la posmodernidad –o el fatalismo neoliberal– nos impone.

En la ideonomía –estudio de las ideas– del interventor educativo, es vital discutir el tema de la concientización del sujeto como hacedor de la historia, de su historia, para: 1) Trabajar con nuestros alumnos la inconclusión y la curiosidad; 2) Abordar el problema de la esperanza jaqueada por la desesperanza como uno de los focos de la intervención social y/o educativa; 3) Entender que la ignorancia es el punto de partida de la sabiduría y que equivocarse no es un pecado, sino que forma parte del conocer.

A través de su obra, Paulo Freire nos invita, muy a menudo, a no tener vergüenza de no saber, no tratar de patear la pelota fuera, no decir cualquier cosa por miedo a pasar por burros, sino a cultivar la pasión vocacional de ser un buscador, de aceptar el “no sé” como el umbral de la indagación, de una nueva etapa.

Aún con Freire en la mente, toda la tarea de educar es auténticamente humanista y liberadora en la medida en que procure la integración del individuo a su realidad nacional, en la media en que se pueda crear en el educando un proceso de recreación, de búsqueda incesante de independencia y, a la vez, de ambientes solidarios. No se trata, sin embargo, de gritar “bring down the goverment/they don’t speak for us” para provocar la sublevación por la sublevación, sino crear nuevas condiciones de interlocución en el México de las convulsiones, en el México desesperanzado (una de las funciones inherentes al interventor).

En la resurrección teórica del espíritu Freire y en el 35 aniversario de la Universidad Pedagógica Nacional (UPN), hay dos opciones frente a nuestros ojos: apostar por una educación para la “domesticación” o por una para incentivar la curiosidad y ser cada día más libres. Como interventor educativo, ¿cuál promoverás? ¿A cuál corriente te adherirás? ¿A los opresores o a los oprimidos? ¿A los que ayudan a hipnotizar a las masas con noticiarios estupidizantes o a los que ayudan a las nuevas generaciones a romper con el letargo, a dejar atrás los hábitos antiguos de la pasividad y el conformismo?

Parafraseando a Tehua (Querétaro, 1943–México, DF, 2014), el que se sienta atraído y curioso, llegará, escarbará y encontrará. La curiosidad, subraya Freire, nos empuja, nos motiva, nos lleva a develar la realidad a través de la acción y, desde luego, a despegarnos de formas vegetativas de vida.

Referencias de apoyo

• Cruz, Camilo (2003). La Vaca, metáfora sobre cómo vencer el conformismo y la mediocridad. Consultado el 23 de agosto de 2014 en http://www.unacar.mx/cuerpos/sistemas/archivos/la_vaca.pdf.

• Freire, Paulo (1972). Pedagogía de oprimido. Buenos Aires, Argentina. Siglo XXI Editores Argentina.

• Freire, Paulo (2003). El grito manso. Buenos Aires, Argentina. Siglo XXI Editores Argentina.

• Gómez Villalpando, Armando (2010). La formación y la sujeción en el discurso teórico de la educación en México. Plaza y Valdés.

• Gómez Villalpando, Armando (2012). Breve guía para la empleabilidad de un interventor educativo. Universidad Pedagógica Nacional (UPN)/Secretaría de Educación de Guanajuato (SEG).

• Gramsci, Antonio (1977). Los cuadernos de la cárcel –edición crítica del Instituto Gramsci, a cargo de Valentino Gerratana–. México, DF. Ediciones Era.

• Huerta, Efraín (1995). Poesía completa, segunda edición. México, DF. Fondo de Cultura Económica (FCE).