viernes. 19.04.2024
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Por el camino a San Juan

David Ibarra

Por el camino a San Juan

Era un 28 de enero. La festividad del día de la Candelaria estaba cerca. Cientos de peregrinos trajinaban ya encaminándose a la ciudad de San Juan de los Lagos, al santuario de la Virgen, para pagar alguna promesa que habían hecho a la Madre de Jesús a cambio de un favor especial.

En algún lugar del Bajío, un campesino se aprestaba a emprender la caminata; era la primera vez que se aventuraría a pie. Se calzó un par de tenis viejos, se puso pantalones de mezclilla flojos, una camiseta deportiva, amarró una cobija con un mecate y se acomodó un sombrero para que no le diera de lleno el sol picante.

Como él, decenas más iban ya por el camino.

Su promesa fue más bien una exigencia. Pidió que si llegaba al santuario, la Virgen le concediera el regreso de la mujer que quería, la que lo abandonó por ser pobre y sin futuro.

Perdido en sus pensamientos, caminaba rápido –demasiado- y rebasaba a otros peregrinos.

A media tarde llegó a León. Compró dos vasos de agua fresca de limón y unas galletas y siguió sin detenerse a descansar.

Su cara era morena, requemada por el sol debido a su trabajo en el campo. Era flaco, con el pellejo casi pegado a los huesos. Un bigotillo ralo le surcaba sobre el labio superior, casi como una mancha de mugre.

Las manos anchas, callosas, recordaban el duro trabajo en su parcela; las lluvias no habían sido favorables desde varios años atrás.

Aunque estaba cansado no disminuyó el ritmo del paso. Veía a otros caminantes y le desesperaba la paciencia con que avanzaban. El iba casi corriendo pues quería llegar lo más pronto posible; su manda no era cosa de paciencia.

Mucho había esperado ya.

Filas interminables de sanjuaneros se distinguían al salir de la ciudad de León; serpenteaban por entre las veredas y parecían un arroyo humano.

La noche cayó cuando él había pasado dos horas antes por Lagunillas. Como no llevaba lámpara se unía a otros peregrinos para ir por la dirección correcta y no perderse entre el monte. Pero pronto lo aburría el ritmo lento de los otros, y se apresuraba aun cuando tropezara con las zanjas, las piedras y los huizaches.

A media noche se topó con la escarpada vereda antes de Las Cruces. Era un punto muy congestionado pues se debía bajar con cuidado por entre rocas enormes, nopales y caminantes rezagados.

Él no quiso seguir a la misma velocidad de los otros. Bajó por la empinada pendiente, agarrándose como sanguijuela de lo que estaba a su alcance. En un sitio muy difícil de repente perdió pisada y rodó varios metros por entre las piedras y las espinas.

Adolorido, se sacudió al tierra, dijo una maldición y recogió el sombrero, para seguir el descenso por donde mismo.

Fatigado, llegó al pie de la pendiente, y sin saber por dónde, guiándose tan sólo por el pequeño río de lucecillas de linterna que indicaba la vereda principal, echó a correr.

Pronto llegó al camino correcto. Disminuyó el ritmo porque sintió un calambre en la pierna derecha.

En las primeras casas de Las Cruces se detuvo para sobarse la pierna y compró un refresco y una pastilla para el dolor.

En las plantas de los pies comenzaron a salirle pequeñas ampollas, pero no le preocuparon. Lo que quería era llegar.

Muchos de los sanjuaneros se tendían a la orilla del camino para descansar o comer algo. El no quiso detenerse.

Así caminaba cuando sin darse cuenta se metió a un charco de agua podrida donde los cerdos habían hecho un batidillo. Salió como pudo y en la oscuridad sólo oía el chacualear de sus pies dentro de los tenis.

Algunos peregrinos, ya repuestos con el descanso, comenzaron a rebasarlo. Llevaban sus radios y grabadoras a todo volumen con música distinta, y el sonsonete se repetía en la cabeza de él, haciendo parecerle aquello como una escena extraña, de fantasía.

Entonces ya no pudo más. Tendió la cobija en el suelo, y sin importarle el bullicio de los demás se durmió profundamente. Un torrente de imágenes de delirio le provocaron desesperación dentro del sueño.

El frío lo hizo despertar en la madrugada. Por más que estiraba la cobija y se enroscaba en ella no conseguía entrar en calor. Prefirió levantarse y emprendió de nuevo la caminata.

Hombres, mujeres, ancianos, niños y jóvenes se mezclaban en aquella procesión.

Puestos de comida o bebida, o farmacias ambulantes se apostaban a los lados de la vereda.

Él avanzaba indiferente a todo. Ya había perdido el ánimo de caminar rápido. Las ampollas le habían crecido y al hacer presión cuando pisaba, se le habían corrido por entre los dedos.

Al llegar a La Mesa se detuvo. Los calambres el impedían seguir. Se tumbó bajo la sombra de un mezquite, se quitó los tenis y metió una aguja con hilo a las ampollas para sacarles el líquido; cuando acabó se frotó alcohol en los pies y se recostó en la cobija. El cansancio lo hizo perder el conocimiento.

Despertó cuando estaba anocheciendo, y se obligó a levantarse.

Corrían muchas historias alrededor de esos peregrinajes.

Unos contaban que todo aquel que se arrepentía de caminar se convertía en piedra, y que por eso todo el camino hasta San Juan estaba lleno de rocas. Otros relataban que había ánimas de personas muertas que regresaban a este mundo para cumplir con una manda que en vida no pudieron terminar.

También había quien contaba que por las noches, entre las lomas, se aparecían enormes perros que echaban lumbre por el hocico y miraban con ojos de fuego; o que por allí caminaba el Judío Errante, o el caballo del diablo, o la Llorona.

La gente no prestaba mucha atención a esas historias, pero en el fondo había cierto miedo y algo de duda...

¿Quién aseguraba que no era cierto?

Las ampollas reventadas le causaban un doloroso contacto con la carne viva. Los pantalones de mezclilla, de tanto frotarse con su piel, le produjeron rozaduras, y cada paso era un sufrimiento. Se detenía luego de andar un corto trecho, pero seguía.

Muchos sanjuaneros dormían donde les cayera el sueño, a pesar de los insectos y alimañas que pudiera haber en aquellos parajes, y encendían fogatas para no tener tanto frío.

Como un sonámbulo seguía caminando. Los calambres le hacían cojear, y por más pastillas que tomaba tenía el dolor en todo el cuerpo.

Llegó a la Puerta del Llano casi por inercia. Muchos de los que antes dejó atrás lo habían rebasado, y él ya no se fijaba en los otros, sino nada más caminaba, lento, despacio, con la vista baja y centrada en los obstáculos de la vereda.

En la oscuridad no vio una raíz de mezquite que sobresalía, y se le atoró un pie. Cayó pesado entre una nube de polvo, y se quedó allí varios minutos, sofocado, con lágrimas en los ojos, hasta que otros peregrinos lo ayudaron a levantarse.

Murmuró un agradecimiento, y continuó el paso.

Los tenis viejos ya se le habían desgarrado; al caminar parecía como si hablaran, dejando el paso libre a la tierra y a las piedras, que mezclados con el líquido de las ampollas le formaron lodo entre los dedos.

Llegó a la orilla de la carretera. Los automóviles y los camiones pasaban de vez en cuando, tan rápido que él deseaba ir en uno de ellos. Hasta pensó en dejarse caer bajo las ruedas para poner fin a su sufrimiento.

Entonces la desesperación lo hizo maldecir la hora en que se le ocurrió prometer algo tan difícil de cumplir, maldijo al mundo, se maldijo a sí mismo, y el cansancio y el dolor le hicieron maldecirlo todo.

Fue cuando todo perdió significado para él, y el sufrimiento desapareció; desapareció también la conciencia de que estaba vivo.

Los demás peregrinos se encontraron a la mitad de la vereda con una enorme roca, e indiferentes, aunque doloridos por el esfuerzo de su fatigosa caminata, rodearon el obstáculo y siguieron hacia la esperanza de llegar a su destino, al Santuario de la Virgen de San Juan.

Y en algún lugar del Bajío un jacal se quedó solo, para siempre.